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Cara a cara con la vida

El Universo parece no tener ni principio ni fin, mientras nuestra realidad es seguir siendo unas motas pensantes revoloteando entre las estrellas, mientras usted y yo, somos una alucinación de vida

  • RAFAEL DEL NARANCO

25/05/2019 05:00 am

En el transcurrir de un año han fallecido dos figuras científicas que hemos admirado con ese ardor que nos enfrenta a los misterios del Universo a partir de la caverna de Platón. 

La primera de esas ausencias fue la de Stephen Hawking, físico teórico, astrofísico, cosmólogo y divulgador británico, cuyo cuerpo había sido estrujado por una esclerosis amiotrófica, y aún así nunca afectó su prodigiosa inteligencia comparada a la de Albert Einstein, cuya teoría de la relatividad ha sido avalada en la comprobación de los agujeros negros, arcanos que nos ayudan a comprender las grandes preguntas del Cosmos y nuestro lugar en él. 

La otra figura es Eduardo Punset, fallecido en su Cataluña natal al principio de la semana que ahora finaliza. Uno de sus libros es un permanente éxito editorial. Se titula “Cara a cara con la vida, la mente y el Universo”, y en él se recogen conversaciones con los más esenciales científicos de nuestro tiempo en cada una de las ramas que van componiendo al ser humano a partir de los primeros microorganismos del planeta que comenzaba a ser azul. 

Meses antes de fallecer, Punset –al que nunca le faltó el humor– expresó que no estaba demostrado que él fuera a desaparecerse, al enunciar que “somos átomos en un 90 por ciento, y los átomos son eternos”. 

La muerte es un enigmático espacio que se abre a la inmortalidad, ya que ningún cadáver impide que sus células sigan luchando para sobrevivir durante un espacio de tiempo. Esas causas están siendo descifradas, y aunque la raza humana no sea imperecedera, podrá transitar sobre el planeta docenas de años más. 

A Punset le preocupaba más la existencia antes de la muerte que si no la hay después de ella. Con todo, hay algo seguro: cada humano llegará a vivir con normalidad 150 años gracias a los adelantos científicos. 

Somos moléculas emergidas en un núcleo de silicatos con un poco de carbono, metano, amoníaco, hidrógeno, vapor de agua y gas carbónico bajo el efecto de la radiación ultravioleta con violentos rayos, una especie de sopa para trasformarse, primero en aminoácidos y después, tras otro tiempo inmemorial, en las primeras proteínas de la vida. 

A partir de ese instante la complejidad hizo lo demás. Se necesitaron errores en mar y tierra para que el primer ser erguido, antepasado del homo sapiens, comenzara a cruzar una planicie con una quijada en la mano hasta adorar en el monolito negro en la película de Stanley Kubrick “2001, odisea en el espacio”

Habían nacido montaraces y necesitados de vivencias el varón y la hembra de las cavernas. 

No hace falta un análisis para saberlo. Las páginas de la historia del hombre erectus son un interminable reguero de hecatombes y execraciones intrínsecas, emergidas de esa levadura o barro mal cocido del que estamos integrados. 

Seguimos haciendo uso del más evolutivo de los dones: el cerebro inteligente. Sabemos lo que hacemos cuando asesinamos a nuestros semejantes por un pedazo de tierra, una frontera o un pozo de petróleo en nombre de la supremacía de unos supuestos dioses clavados sobre jeroglíficos. 

El “no asesinarás la existencia” es uno de los aforismos del Antiguo Testamento, un cenagal rebosante de conciencia popular sobre el que se pasea el autor más leído del mundo: Jehová. 

Fue excepcional: en ese tiempo el Todopoderoso era también un dios guerrero, incluso terrible. No es hasta la llegada de Moisés cuando los Diez Mandamientos adquieren su verdadero valor con la prescripción “No matarás”. 

Aún así eso no se ha cumplido: el hombre ha preferido dejar de lado las palabras del Levítico: “Al que lesione a un conciudadano, se le hará lo que él ha hecho: fractura por fractura, ojo por ojo, diente por diente. La lesión que causó a otro se le causará a él”. 

Coexisten las conflagraciones bélicas y su tan difícil abolición. Cada día afinamos los métodos para destruir con mayor refinamiento. Se inventaron bombas inteligentes que destruyen únicamente seres vivos y gases capaces de evaporar al instante al disidente. 

Y seguimos ahí, antigregarios en medio de un trágico destino. La población mundial en estos momentos suma 7.650 millones y, seguimos creciendo aunque con menos hijos en los países llamados civilizados. 

En todas partes hay conflictos, resentimientos raciales, hambre y enfermedades mientras sigue imperando el yo individual. 

¿Qué había antes en ese inconmensurable espacio profundo y vacío? 

Un consomé de materia a una temperatura de millones de grados al cual se llamó “Big Bang” –la gran explosión–, el instante mismo en que el calor y la luz sitúan la creación del tiempo. 

El Universo parece no tener ni principio ni fin, mientras nuestra realidad es seguir siendo unas motas pensantes revoloteando entre las estrellas, mientras usted y yo, lectora y lector, somos una alucinación de vida extraordinaria. Un prodigio. 

rnaranco@hotmail.com
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