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Llamas sobre Notre Dame

Si uno visita París aunque sea una sola vez, no lo olvida. Podrán existir otras ciudades con encanto, y aún así, en lo espiritual y lo afectivo, como esa urbe tal vez ninguna

  • RAFAEL DEL NARANCO

20/04/2019 05:00 am

En esa edad juvenil en la que Europa parecía no tener contornos al salir de la segunda gran guerra, viví en París una corta temporada. Hice pensión y fonda en un patio interior del Barrio Latino cercano al parque de Luxemburgo.

Cada mañana acudía entre plazas recónditas, inmensos bulevares y callecitas oscuras, casi subliminales, hasta la Bastilla a visitar a un viejo exiliado español.

Aquel hombre libertario, anarquista por convicción, gozaba de dos cualidades humanas: generosidad hasta el sacrificio y una vocación innata por ofrecer a los demás sus conocimientos.

Si uno visita París aunque sea una sola vez, no lo olvida. Podrán existir otras ciudades con encanto, y aún así, en lo espiritual y lo afectivo, como esa urbe tal vez ninguna.

Fue Gérard de Nerval, mirando la metrópoli sentado en las escalinatas de la basílica de Sacre-Coeur quien señaló: “No hay nada tan bello como la Gran Colina cuando el sol ilumina su tierra de rojo con vetas de yeso”. Y es que todo corazón sensible, libre y desprendido, termina ilusionado con esa antigua villa de los Capetos al hacerse querer envuelto en ramazos de ternura.

Habiendo cruzado mi persona el epicentro de la vida, la curiosidad se hace sedentaria y se aprecia más el cimbrear de un cuerpo de muchacha candorosa a orillas del Sena, que unas pinceladas en un cuadro de Monet visto al trasluz de una ensoñación entrañable.

El jovenzuelo de entonces es ahora un ser misántropo, taciturno y de anhelos truncados, pero aún así Paris nos sigue abriendo su regazo mientras nos invita a poseerla en una revuelta sobre la Isla de la Cité.

La metrópoli hay que verla tras los cristalinos de unas vivencias adormecidas en un instante en que las aguas del Sena se vuelven, a la caída de la tarde, azulina y casi vaporosa.

Y ahora, la noticia que nos impactó, igual que a millones de personas del planeta en las últimas horas de la tarde del pasado lunes, ha sido como si algo se hubiera agrietado entre las junturas de nuestro recuerdo, al saber que se inflamaba de fuego la Catedral de Notre Dame, esa reliquia hierática que fraguó los valores cristianos europeos, uniendo a ellos una cultura inconmensurable.

Ese día aciago, entre las llamaradas, alguien creyó ver, apostado sobre una gárgola, al inmortal Quasimodo, el tullido que de manera desesperada buscaba a Esmeralda, su amor imposible en la admirable obra “El jorobado de Notre Dame” de Víctor Hugo, y cuyas páginas ya habían salvado el templo del abandono que lo envolvía en el siglo XVIII, cuando el escritor quiso que los franceses supieran de la desidia que cubría esa joya gótica.

A razón de esas cuartillas se pudo restaurar el templo que casi estuvo a punto de ser pasto de las llamas durante la Revolución Francesa, e igualmente durante las dos últimas guerras mundiales.

El actual presidente de la República, Emmanuel Macron, que pasó varias horas frente al fuego, y conmovido igual que todo el pueblo francés, escribió en Twitter:

“Notre Dame de París bajo las llamas. Toda una nación emocionada. Pensamos en todos los católicos y en todos los franceses. Como todos nuestros compatriotas, esta noche me entristece ver arder esta parte de nosotros”.

Con esos fulgores se van parte de una belleza universal hecha de piedra pulida. Sin duda se reconstruirá; no obstante, no será lo mismo. El templo se levantó entre 1163 y 1345, y es el segundo lugar más visitado de París después de la Torre Eiffel.

Todo aquél que vaya a la Ciudad de la Luz, aún siendo una sola vez, no la olvida jamás. Podrán existir otras capitales, pero ninguna comparable en lo espiritual y lo afectivo, a ese centro imbuido de fulgor y tonalidades donde cada paleta de pintor halla su propia luminiscencia.

Ernest Hemingway, cuando era pobre y casi feliz, escribió:

“Si tienes la suerte de haber vivido de joven en París, entonces durante el resto de tu vida ella estará contigo, porque París es una fiesta.”

Es a tal fundamento que todo corazón sensible, espontáneo y generoso, ama a París. Es más, la ciudad se hace desear como ninguna otra.

Si el tiempo lo consiente y es generoso, anhelo ir al reencuentro de ese tierno afecto esquivo como lo hace un muchacho con su primera querencia apasionada. Tal vez nos suceda lo mismo que a Miguel de Unamuno. El escritor vasco vivió en la Plaza Vendôme cuando contaba con 25 años. Regresó treinta años después, y aunque todo estaba igual, él ya no era el mismo.

¿Nos sucederá? Puedo aseverar que no, ya que mí espíritu sigue galanteando París con la misma fogosidad, deseo y lujuria que cuando llegué a sus brazos la primera vez.

Un hotelito entre la plaza de La Opera y el Gran Bulevar de Hausmann, nos sigue esperando. No será el ambiente de una celebración, pero tampoco lo intentamos, aunque el texto de Hemingway guarde más nostalgia y pesadumbre que jolgorio.

rnaranco@hotmail.com
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