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El barco encallado

El pueblo pudo más que la tempestad, pudo más que el barco. De a poco fue quitándole la costra a la historia. Se llenó la vida de trabajo, de bibliotecas, de fábricas y de escuelas

  • SOLEDAD MORILLO BELLOSO

22/03/2019 05:00 am

En medio de la tempestad, el barco daba tumbos. Todo ritmo se perdió. Las olas golpeaban por babor y estribor. El timón se salió de su eje. Las velas se desencajaron y salieron volando hacia la inmensidad. Las sentinas se inundaron y los motores colapsaron. El viento largó su poder llevándose las cargas. Los marineros trataban de aferrarse a las piquetas. Varios oficiales de mayor y menor rango atinaron a tomar los botes salvavidas y huyeron antes de que el caos se apoderara de todo. Desoyeron las voces que les ordenaban continuar en la locura. Algunos tripulantes corrieron a intentar meter en sacos de lona lo que sabían era de mucho valor. Les pudo más la codicia y sus cuerpos sin vida aparecerían luego flotando en la mar cuando cesó la tormenta. Porque todas las tormentas tienen final, todas acaban, ninguna sabe de eternidades.

Cuando paró el temporal, las aguas se apaciguaron. Los cielos volvieron a pintarse de azul, las nubes negras viajaron montadas en otros vientos de agua. Y los ojos se desempañaron y pudieron ver con claridad.

En las rías secas, el barco, encallado. Como una escultura de escombros. Las lapas expuestas en el casco escorado. Silente. Inmóvil. En días el aire hizo su trabajo y el óxido comenzó a carcomer todo. De vez en cuando el viento lo mueve, unos centímetros. Y cruje. La pintura cae en cáscaras, como piel despellejada. Las gaviotas hacen nidos entre las ruinas y unos niños logran encaramarse y entre griteríos juegan a los piratas.

Pasa el tiempo, ese que nunca deja de pasar. Desde el pueblo las personas ven el barco. Al principio le prestaban mucha atención. Recordaban lo que había sido, ese poderío que mostraba, ese miedo que imprimía en las almas de todos, esos gruñidos de fiera. Hay fotos amarillentas de esos tiempos; ya nadie las ve. Y toneladas de sonidos que nadie escucha. Cientos de miles de horas de fotogramas que ni valor de souvenir de plaza tienen. Ya no. Ya es un pasado irrelevante. Ya es un detrito que de a poco se ha ido consumiendo el tiempo, el viento, la arena y el salitre.

Se escucha que hubo unos supervivientes del naufragio del barco. Que están en otras latitudes. Temerosos siempre de ser descubiertos a pesar de haberse hecho de nuevos nombres, las varias operaciones quirúrgicas para alterar las facciones y hasta las clases para fingir voces que no revelen quiénes son. Se quedaron con mucho oro pero solos en multitudes ajenas, sin calle conocida de la infancia, sin ciudad propia, sin patria. Con pasaporte falso comprado en las trastiendas de algún tugurio. Atrás dejaron a millones que pasaron de odiarlos a ni siquiera recordarles. Pasan sus días, sus tardes y sus noches ahogados en la nada de alcohol y delirios de fatuidad.

El pueblo pudo más que la tempestad, pudo más que el barco. De a poco fue quitándole la costra a la historia. Se llenó la vida de trabajo, de bibliotecas, de fábricas y de escuelas. En los campos muge el ganado, balan los carneros, pían los pollitos tras las gallinas cluecas, crece lo que fue sembrado y el aire está impregnado de buen aroma. Los niños juegan en lo que va quedando del barco encallado. Es su parque de diversiones. Ya ni siquiera se lee ni una letra del nombre. Se lo llevó por delante el tiempo, el desgaste y también el olvido.

soledadmorillobelloso@gmail.com
@solmorillob
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