De la planta insolente a Normandía
No es posible evaluar un acto asépticamente, según favorezca o no los intereses de un sector determinado, sino contrastándolo con categorías más amplias, como la democracia y la libertad de expresión
En los anaqueles de la biblioteca de mi casa permanecen algunos objetos que han ido quedando allí por azar, de los tiempos en que mis hijos pululaban las habitaciones. Varios elementos de dudosa naturaleza han ido instalándose en las baldas, resistiéndose a encontrar un lugar definitivo ante la imposibilidad de ser clasificados. Así, junto a la augusta solemnidad de la Antología Crítica de la Literatura Inglesa de Norton, y entre los tratados de filosofía, se yergue un velón consagrado a la memoria de Virginia Wolf, unas fichas manuscritas habitan el vientre de una caja de galletas compradas en el Mont Saint-Michel y reposa una botella de plástico muy desperrugida, en la que apenas se sostienen adheridos retazos de lo que fuera la etiqueta de papel.
La presencia de un recipiente tan poco glamoroso entre tan eminentes vecinos viene justificada por su contenido: arena. No una arena cualquiera. O sí: no es más que el granulado remanente mineral de lo que otrora fueran rocas. Pero llegó a la botella como resultado de un momento de reflexión, como fruto del reconocimiento de la importancia que tuvo en la historia un acontecimiento que pondría fin al amargo capítulo de la guerra: es arena de las playas de Normandía, regada por la sangre de muchos hombres en un cruento episodio que desembocaría en la liberación de los territorios de Europa occidental ocupados por la Alemania nazi.
Las mismas manos que recogieron la arena venerable en Francia, se juntaron en oración en Hiroshima. Los mismos pies que recorrieron los escenarios de la Operación Overlord hollaron los campos de arroz en Vietnam. Quiero decir: no se trata de un gesto fanático de veneración pro yanqui enceguecida. Se trata de que no se puede juzgar un episodio por las personas que lo llevan a cabo, sino por el impacto que surte en su contexto.
En una columna publicada en este diario el 11 de marzo de 2014, titulada De injerencias, alianzas y mediaciones, me planteaba un asunto central: ¿puede considerarse una injerencia una intervención que es solicitada expresamente?
Rememoraba entonces cómo Cipriano Castro, en 1902, había calificado de “insolente” la actitud extranjera de cara al bloqueo que Inglaterra, Alemania e Italia habían impuesto a Venezuela a causa de la deuda que el país mantenía con estas naciones. No le pareció al Cabito tan insolente, sin embargo, la intervención de otras plantas extranjeras: los estadounidenses lograron que se firmara el protocolo de Washington el 13 de febrero de 1903, acordándose que Venezuela pagaría a plazos sus deudas con el 30% de sus ingresos de aduana.
No es posible evaluar un acto asépticamente, según favorezca o no los intereses de un sector determinado, sino contrastándolo con categorías más amplias, como la democracia y la libertad de expresión. Y con asuntos tan fundamentales como los Derechos Humanos.
Rememoraba yo, en aquella columna del año 2014, que la astucia de Cipriano Castro había entrevisto la conveniencia de conciliar a todos los venezolanos, y en el mensaje central de su Proclama expresaba: “Delante de mí no queda más que la visión luminosa de la patria, como la soñó Bolívar, como la quiero yo (…) Y puesto que ésta no puede ser grande y poderosa sino en el ambiente de la confraternidad de sus hijos, y las circunstancias reclaman el concurso de todos éstos (…) abro las puertas de todas las cárceles de la República para los detenidos políticos que aún permanecen en ellas…”.
Ruego porque así sea pronto también y recuperen la libertad quienes tuvieron el valor de levantar la voz en su momento.
linda.dambrosiom@gmail.com
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