La dinámica de la mentira siempre es perversa. Nunca ayuda a resolver lo que se propone. Termina por envilecer y confundir cada vez más al propio sujeto que la activa. El grado de confusión a que lleva, puede hacer que aquel que la asume termine sin reconocer la realidad, ni reconocerse como parte de ella. La mentira no solo identifica al resentido, sino que además lo confirma en su desatino.
Uno de los principales problemas es que el que se dedica a mentir y a confundir, siempre necesita un testigo. Sin la presencia de un cierto referente de realidad o veracidad, es imposible que cumpla con su cometido. De lo contrario, en pocos minutos debe ser contado entre los disasociados o enagenados, por lo que su discurso pierde efecto. Estos referentes de realidad en nuestro caso, se encuentran más allá de nuestras fronteras. Son parte del trabajo invasor, que se ha tramado durante veinte largos años.
Todo cuarto oscuro suele tener una pequeña luz. Aunque sea una luz roja, permite ver, con dificultad y esfuerzo, las formas más difusas de la realidad. Llegado el momento, el mentiroso, el manipulador, el timador, requiere dejarse iluminar aunque solo sea por la más tenue luz. Sin un poco de claridad es imposible recuperar la inspiración, ni la legitimidad. Es la paradoja que acompaña al mentiroso, su necesidad de permanecer en la oscuridad que dimensionan la mentira y el deseo de verdad, como la necesidad más sentida.
La mentira como forma de mantener el poder, suele ser de corto alcance. No sirve para enfrentar largas jornadas, ni espacios prolongados. Vivimos momentos en los que se hace manifiesto el final de un ciclo, la resolución de un periodo en el que ha imperado la mentira, el engaño. En forma de hegemonía comunicacional. Demasiadas vidas inmoladas a una perversión continuada. El tiempo, a diferencia de otras ocasiones, no juega a favor. Se acerca la resolución del gran relato, de la narrativa de una revolución que nunca fue. Puede que el proceso no vea una nueva luz.
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