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La razón del optimismo

Sí es posible ser mejores, sí hay esperanza en medio de las tinieblas; sí es posible renacer cada mañana a pesar de los vientos tormentosos y de las nubes pasajeras

  • RICARDO GIL OTAIZA

17/01/2019 05:00 am

En este caos en que se ha convertido nuestras vidas la reflexión filosófica aflora por algún lado, las preguntas y las respuestas se entrecruzan en un mar de incertidumbre hasta llegar agotados a la orilla. ¿En dónde fallamos? ¿Es posible volver a ser el país feliz que alguna vez fuimos? ¿Regresarán las aguas a su cauce o estaremos sin remedio en esta permanente entropía? Decenas de interrogantes se agolpan y en medio de tanta oscuridad, de tanta espesura, nace una certeza: la educación, sí, fallamos en nuestra educación, no lo supimos hacer, no tuvimos un norte y este presente es signo evidente de nuestro fracaso. No invertimos la energía necesaria para entregar al país los ciudadanos que requería: nos empeñamos en la mera profesionalización como si esa “cualidad” fuera suficiente para construir una patria, y ya vemos con dolor que no era así. 

Salgo a la calle a comprar comida, a llevar algo a la casa antes de que se haga tarde, y veo los rostros de la gente, sus gestos, sus movimientos, sus voces altisonantes y dispersas en medio del caos, y me digo una y mil veces que erramos, que ese no era el país que anhelábamos, que los tiros iban por otro lado y hubo un momento preciso en que perdimos el norte y caímos en el desatino. Fallamos todos: los padres, los maestros, los intelectuales, los ciudadanos de a pie. Las generaciones precedentes nos legaron un país y fuimos incapaces de llevar el pebetero hasta un sitio seguro y torcimos el rumbo. Llego exánime a casa con dos barras de pan (lo único que quisieron venderme), y me echo sobre el sofá, como quien ya no tiene fuerzas y se siente desfallecer, y sigo pensando en el país, en ese contraste que siento como una bofetada en frío sobre el rostro cuando analizo lo que le digo a mis estudiantes como discurso académico y lo que yo mismo vivo y sufro en la realidad, y me duele profundo, me lacera en lo más íntimo, me hunde en la desesperanza y en un pesimismo que me abate. 

Recuerdo entonces un viejo libro de Savater, El valor de educar, que leí con gozo en su tiempo, y hasta creo que lo comenté en la prensa con la misma alegría contagiosa de siempre. Sin pensarlo, me levanto con renovada energía y voy a mi biblioteca y busco el tomo en medio de un desorden que yo solo soporto y manejo, y en pocos segundos lo hallo, todavía espléndido: con su porte incólume a pesar del paso del tiempo (1997). A medida que me interno en sus páginas voy descubriendo nuevos matices en la lectura, refresco las ideas, retomo si se quiere elementos que hace diecisiete años no capté en su justa dimensión epistémica ni ontológica, y es entonces cuando hallo lo que buscaba, la chispa que requería para reimpulsar mis fuerzas: el meollo de este asunto de caer de pronto en la aflicción y arrastrar con ella todo lo que nos importa. 

Savater es categórico cuando señala que la clave en el docente, la verdadera razón (el Deber Ser) de todo educador es el “optimismo”. Afirma: “en cuanto educadores no nos queda más remedio que ser optimistas”. Y me digo al instante, ¡sí, es cierto, esta es la clave!, sin optimismo no hay el suficiente empuje interno como para transmitirles a los muchachos la fe en el futuro, la energía que necesitan para heredar el país, la confianza para asumir (en el ahora) los procesos que deberán reconducir (tal vez reinventar) para salir de este laberinto y avanzar hacia el futuro. Agrega Savater: “educar es creer en la perfectibilidad humana”. Pensé entonces: sí es posible ser mejores, sí hay esperanza en medio de las tinieblas; sí es posible renacer cada mañana a pesar de los vientos tormentosos y de las nubes pasajeras. 

@GilOtaiza 

rigilo99@hotmail.com
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