Cada vez que repito esa verdad en el plano terrenal hay quienes aún la sufren como si se tratase de una resaca. Otro grupo se autoengaña como la canción de Compay Segundo: la juma de ayer ya se me pasó/ esta es otra juma que hoy traigo yo. No señor, es la misma “juma”. 

Han pasado veinte años con sus generaciones naciendo y muriendo, y la negación ante nuestro inevitable proceso de reingeniería social me recuerda -con un poco de tristeza- la fidelidad de la película china, Coming Home, en la que una pareja separada por razones políticas durante la revolución cultural, al reunirse, no se reconoce. 

Me explico mejor ofreciendo esta trenza compuesta por tres autores que se constelan y no distan de nuestro 2019: “La sabiduría nos abre los ojos: hemos sido implantados en el mundo, no arrojados a él, como formula Zubiri corrigiendo a Heidegger. Estamos en nuestro país natal: como en el minicuento de Borges, no reconocer el lugar donde nos hallamos trae automáticamente aparejado el desconocimiento, el vertical e involuntario olvido de nuestra propia identidad. Ese no reconocernos, esa amnesia, equivale al infierno. Al despertar comprendemos, temblando, que el cosmos como patria siempre estuvo allí, aguardándonos y que la pesadilla consistió simplemente en no darnos cuenta de ello”. El deseo y el infinito, Armando Rojas Guardia.

El otro mechón de nuestro conjuro lo encuentro acá: “La razia era una molesta espina clavada en la carne de los gobernadores de la colonia (Sudáfrica), que amenazaba con un ciclo de represalias basadas en el ojo por ojo y diente por diente que podría intensificarse y acabar en guerra abierta. Lo que llegó a denominarse apartheid fue una novedosa reacción de ingeniería social a una práctica que generaciones de campesinos armados no habían podido erradicar. Pasada la década de 1920, cuando las ciudades sudafricanas empezaron a adquirir su moderno aspecto multiétnico, los descendientes urbanos de aquellos campesinos se enfrentaron a dos amplias alternativas en respuesta a las razias desde los distritos negros de las ciudades. Una de ellas fue reactiva: definir la razia como un delito y emplear una fuerza policial que reaccionara a las razias persiguiendo y castigando a los asaltantes. La otra fue proactiva: establecer los límites entre las zonas negra y blanca y controlar policialmente esos límites, definiendo cada intrusión no autorizada de un negro en una zona blanca como una infracción. 

La opción reactiva se saldó con fracaso a lo largo de tres siglos. En 1948 los blancos votaron tomar la ruta proactiva, y el resto es historia. La institución de límites hizo que la movilidad social ascendente de los negros y la movilidad descendente de los blancos fuesen casi imposibles, fusionando en una sola y compacta masa los antagonismos de clase y raza, mientras que la maquinaria creada para supervisar los límites se convertía en la costosa y tentacular burocracia del estado de apartheid”. Son dos párrafos de Diario de un mal año, por J. M. Coetzee. 

Y para cerrar, ésta última hilacha: “El cardenal Newmann escribió: «Debemos aprender a odiar antes de aprender a amar». Zaratustra explicaba cómo encontrar el objeto correcto del odio, a quién atribuir todas las desdichas. En otros aspectos fue un profeta de los instintos generosos cuyo ideal era que la gente fuera pacífica y amable; sin embargo, no pudo entender a quienes rechazaban sus ideas; le resultó imposible comprender la discrepancia”. Historia íntima de la humanidad, Theodore Zeldin. 

Paz, reconocimiento, prosperidad y justicia para Venezuela. 

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