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El Night Club de Rick

Los que en algún momento hemos asistido con Rick a la ceremonia de “Casablanca”, sabemos que esa historia es un relato de pasión y salvoconductos en blanco y negro

  • RAFAEL DEL NARANCO

17/11/2018 05:00 am

Al amparo de esa ciudad con historias sorprendentes que renacen al amparo del océano Atlántico y resurgen con la llegada de todo andariego, se eleva en nuestra imaginación un sahumerio de salitre que hacen sensitivos los recuerdos. 

La urbe posee nombre de anchurosa añoranza: Casablanca. 

La metrópoli marroquí la contemplo de nuevo extendida al costado de la mezquita de Hassan II en el ocaso de la tarde, cuando el sol la cubre de resplandecientes tonalidades y muestra lo que en realidad es: uno de los centros de oración más dulcificados que pocas veces hemos podido percibir.

Ella, la aljama -una comunidad igual a una visión antigua- se levanta en una hilera de barrios, anchas avenidas, bulevares e infinidad de placitas y rincones, donde el pasado se une a los edificios blancos, y éstos, igual a velas, se ufanan del soplo marino que aprieta el aire como un corset, y a su vez lo hace lozano y arrogante. 

Los ambulantes que hemos cruzado ya el epicentro de la vida mundana y cuyos ojos suelen mirar sin ver la existencia agazapada en un pliegue del espíritu, vamos a Casablanca -es la urbe, no hay otra- a sentarnos en la imaginaria mesa del Night Club de Rick, en la película que hizo perdurablemente famosa la metrópoli marroquí, y aunque no se filmó ni un metro de cutícula en ella, adosamos a nuestra imaginación afinidades que germinaron en esa tierra con aroma a especies o remembranzas de cadentes de mujer apasionada. 

A partir de la noche en que contemplamos a Rick Blaine en la alta madrugada acodado sobre la barra de su café americano, con chaqueta blanca, pajarita negra, la mano izquierda agarrando el vaso, la mirada lejana hacia una pasión perdida y vuelta a encontrar aquella anochecida, a todos nos parece ver el regreso de todo aquello que únicamente ocurre una vez en la vida: el reencuentro con una querencia zurcida de pasión. 

Quizás se ame de diversas maneras, pero se suele recordar con sentidos húmedos o, como en esta ocasión, escuchando una y otra vez en el piano la melodía que entrelazó un ardor perdurable. 

La experiencia sabe que el amor perenne y aún así arrinconado, cuando regresa de nuevo de forma incontrolable, invade cada sensación de la existencia y arrastra con él en desbandada los latidos enardecidos del corazón. 

Decía José Luis Garci, el director que recibió un Oscar por “Volver a empezar”, película con requiebros de añoranzas, que desde que vimos a Rick jugando solo al ajedrez, firmando un cheque de mil francos marroquíes (“O.K., Rick”) y lo subraya, tragando nicotina, supimos que estábamos ante un héroe o, es análogo, delante de un tipo admirado en cualquier tiempo y generación. 

Hay algo cierto: toda realidad perdura en el recuerdo. Rick supo, desde esa despedida nocturna, que había hallado su salvación cinematográfica para toda la eternidad. 

Los que en algún momento hemos asistido con Rick a la ceremonia de “Casablanca”, sabemos que esa historia es un relato de pasión y salvoconductos en blanco y negro, la magia de unos tiempos de conflictos bélicos en que la vida valía poco, y aún así los ardores de los hombres y mujeres de ese tiempo seguían demostrando las intrínsecas tasaciones que han hecho posible que la raza humana se levantara por encima de todos las devastaciones posibles. 

Creemos sentir hoy en la ciudad de Caracas como en aquella otra de África, una capa de “tristesse”, pero todo -creemos- está en la evocación. Casablanca es una cascada de luz y color, ya que el tiempo imperecedero sigue pasando por encima del gesto ardiente de Rick. 

Recuerdo, en la localidad en que hoy habito mirando el mar Mediterráneo y en la que fraguo mi presencia, que una película como “Casablanca”, ayuda a seguir haciendo reminiscencias aunque sean cinematográficas. 

Tal vez en algún momento hemos sentido que la soledad se puede hurgar con las manos, hacerla dobleces y depositarla entre los abatimientos interiores. 

Con los suburbios agazapados en nuestros ensueños anteriores nos sucede lo mismo, con la salvedad de asumir una tenue humedad enardecida en la mirada. 

En algún frontal de Casablanca o quizás en una esquina caraqueña de Sabana Grande, la que hace ahora 6 años hemos abandonado, nos viene a recuento la evocación de un graffiti leído una mañana frente al Gran Café, en uno esos días en que nos sube de la bragadura un emanación de madreselvas en flor, al ser esas letras un lejano estribillo de una crónica ya olvidada: 

“Ciudades con arenales lejanos: no sabéis nada de nuestra vida, pero hemos dejado alucinaciones en las dunas al despertar el siroco de cada mañana”. 

Lejos ahora de esas remembranzas, el caminante contempla el océano Atlántico y al verlo, le ruega al bienaventurado Alá, que no sea la última vez que esos ondulantes arenales crucen por su mirada. 

rnaranco@hotmail.com
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