A menudo tenemos la tendencia a pensar que la palabra Jésed es sinónimo de bondad, pero su connotación es mucho más profunda. Implica una acción que no se explica por otro motivo, y que no busca otro propósito que la acción en sí misma.
El auténtico acto de Jésed no se lleva a cabo en espera de recibir la gratitud o el reconocimiento de los demás, ni siquiera para sentirnos mejor con nosotros mismos o menos aun para hacernos acreedores a la recompensa del Todopoderoso. Como auténtico acto solo busca hacer el bien por el bien mismo.
Al igual que todo acto material y físico ejerce un efecto sobre hechos o procesos a futuro, e inicia un proceso de interacción. Su dominio de competencia se sitúa a nivel de lo visible y en el contexto de la dinámica social. Y sin embargo, tal como explican nuestros sabios, el acto de Jésed tiene la virtud trascendente de iniciar un cambio interior y espiritual.
La Creación, que no tiene causa que la explique, es un acto inspirado por el principio del Jésed. En Tehilim (Salmos 89:3) leemos: “El mundo se sostiene sobre la bondad” (Olám Jésed Yibané).
No solamente la Creación en el aspecto material es un acto de Jésed (bondad), sino también la interacción entre Dios y el hombre que se establece a consecuencia de ella. Pudiésemos pensar que una vez creado el Mundo, éste sigue existiendo gracias a los méritos del hombre. Es decir, cumplimos con los mandamientos Divinos y por ende somos recompensados.
Pero esto no es así. La Creación es un acto unilateral del Todopoderoso inspirado en el principio del Jésed en su más pura expresión. Y es este punto precisamente la piedra angular de nuestra interacción con Dios.
Un trabajador puede legítimamente encarar a su jefe y decirle: “No me paga el salario que merezco, pues a otros por el mismo trabajo, le pagan mucho más”. Pero por lógica, un mendicante no podrá hacer valer el mismo argumento a quien le entrega una limosna.
Todo esto nos permite comprender mejor la consideración tan especial que concede la Torá a los padres, y que se pone de relieve en el quinto de los Mandamientos: “Honrarás a tu padre y a tu madre, para que se alarguen tus años en la tierra que te dio el Eterno, tu Dios” (Shemot, Éxodo 20:12).
Podríamos pensar que estamos obligados a honrar a nuestros padres por razón de una elemental gratitud hacia quienes cuidaron de nosotros y nos protegieron. Pero el verdadero motivo va mucho más allá. Los padres, en la acción de procrear, de algún modo renuevan el milagro de la Creación, y al conceder vida a sus hijos actúan en el nivel más elevado del principio del Jésed (bondad). Ningún otro acto puede ser comparado a éste. El don de la vida es el bien más preciado que recibe el hijo.
Es algo tan importante, según explican nuestros sabios, que incluso aquellos niños que por diversas circunstancias se vieron separados de sus padres y fueron entregados en adopción, deben honrar a sus padres biológicos del mismo modo que si hubiesen sido criados por ellos.
Es por ello que la Torá nos enseña a honrar tanto a nuestro padre como a nuestra madre, pues a ambos les debemos la vida que es el don supremo que permite el perfeccionamiento del alma, y que va más allá de cualquier otro simple favor o beneficio del cual pueda disfrutar el individuo.
En resumen, la bondad (Jésed) es el principio de toda relación de Dios con el hombre y constituye el paso que antecede a la acción. Algunos dicen que el pensamiento precede al Jésed pero sucede que el Jésed, entendido como fuerza que motoriza y da origen a la acción, forma ya parte del pensamiento pues posee una connotación espiritual que rebasa al mundo físico.
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