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La Venezuela buena

DAVID UZCÁTEGUI. Ese patrimonio intelectual, de emprendimiento, de progreso, de construcción, nos sigue perteneciendo. Está allí, latente. Como dice aquella famosa frase, estamos condenados al éxito

  • DAVID UZCÁTEGUI

12/10/2018 05:00 am

Nadie puede negar que estamos pasando por un momento difícil en la historia nacional. Y es por ello, que podemos observar en las calles y en nuestros entornos laborales y familiares, caras largas y actitudes derrotistas. Esto, por cierto, no es nada cuestionable y, muy por el contrario, es la reacción humana y normal ante las adversidades. 

Pero también, y como lo expresamos más arriba, sentimos que es un “momento”. Largo y confuso, pero es solamente una etapa de lo que hemos vivido y de lo que nos falta por vivir. Ya pasará. Y para convalidar esta afirmación, no se tiene sino que mirar hacia atrás y ver cuánto hemos logrado como colectividad quienes nos llamamos venezolanos. 

Venezuela siempre ha tenido vocación de progresar. No tenemos más que ver el extraordinario arco histórico que hemos protagonizado y que nos ha llevado a fundarnos como país, a logros destacados y comentados a nivel mundial en medicina, educación, ingeniería, artes y pare usted de contar.

Tomemos como ejemplo a la Universidad Central de Venezuela. Fundada en 1721, es la casa superior de estudios más antigua del país y data de la colonia, de los tiempos previos a la independencia. 

Tal fue el aprecio de nuestro Libertador Simón Bolívar por la educación superior, que donó importantes activos de su patrimonio personal para sostenerla, tras la independencia de Venezuela, y bajo el rectorado del doctor José María Vargas. 

Por estos tiempos y bajo la gestión de estos dos venezolanos emblemáticos, se concreta la “autonomía ideológica” que garantizaría la libertad de cátedra y el fin de las discriminaciones de alumnos de nuevo ingreso por motivos de raza, fe religiosa o condición económica. Ya muy temprano en el siglo XIX tendríamos una universidad ejemplo de libertades. 

El momento más oscuro de la UCV se vive durante el gobierno de Juan Vicente Gómez, quien la cierra entre 1912 y 1922, cuando la fuerza de la institución y su peso en la sociedad presionan para se quede abierta nuevamente, con lo que fue una moderna reorganización para la época. 

A mediados de los años 50 del siglo pasado, esta institución se traslada a su sede actual, la Ciudad Universitaria, una maravilla arquitectónica de doscientas hectáreas y más de cuarenta edificios, que aún hoy asombra y que fue declarada a principios de este siglo por la Unesco, organismo de las Naciones Unidas para la Cultura, como Patrimonio de la Humanidad. 

De allí, de la UCV y de tantas otras casas educativas que nos enorgullecen y nos representan, salieron miles y miles de venezolanos, trabajadores y estudiosos, que lograron llevar a Venezuela a este siglo XXI con una cara muy distinta a la que tenía en la centuria anterior. Si pudimos una vez, podremos tantas veces como sea necesario. 

Hoy nuestros estudiantes, la generación joven, siguen obteniendo importantes premios de la academia y las instituciones internacionales, reforzando la certeza de que ese protagonismo intelectual del venezolano permanece intacto por encima de todo. 

Por ejemplo, esta semana nos enteramos de que los tres premios más importantes del Modelo de las Naciones Unidas de Harvard fueron otorgados a la Universidad Católica Andrés Bello y la Universidad Simón Bolívar. 

Nuestros estudiantes compitieron con otras casas de educación superior de rango mundial, como la Universidad de Yale y la Universidad de Chicago. 

Y no solamente se trata de esas nuevas camadas de compatriotas brillantes que salen a demostrar sus conocimientos afuera para traernos el orgullo y la alegría que tanto necesitamos en estos momentos. Se trata también de quienes aquí, silenciosamente, siguen comprometidos con el estudio y con la voluntad de hacer el bien. 

Esto es un ejemplo de cómo aquella Venezuela analfabeta y enferma, alejada del conocimiento y de los avances de la ciencia, ha sido acorralada sistemáticamente por nuestros compatriotas hasta imponer el progreso una y otra vez. 

Lo retrata Rómulo Gallegos en Doña Bárbara, su novela emblemática y otro de nuestros orgullos nacionales. Ese puñado de personajes pinta lo mejor y lo peor de nuestro país, una lucha entre el avance y la oscuridad y un final que vale la pena volver a leer: cuando el nombre de “El Miedo” desaparece del Cajón del Arauca y todo vuelve a ser Altamira, la tierra de Santos Luzardo, del civilizador, del hombre de estudios y de ley, del intelectual que llevó el bien a la región. 

Ese patrimonio intelectual, de emprendimiento, de progreso, de construcción, nos sigue perteneciendo. Está allí, latente. Como dice aquella famosa frase, estamos condenados al éxito. Y tenemos la más absoluta fe en que su desarrollo pleno nos sorprenderá y nos llevará a los sitiales de bienestar que merecemos y que antes ya nos hemos ganado, gracias a lo mejor que tenemos en nuestro gentilicio. 

duzcategui06@gmail.com
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