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Mérida y los antepasados

RICARDO GIL OTAIZA. Se requiere dar el salto a la acción: entregarle lo mejor de nuestros esfuerzos para que recupere su rostro mancillado por la ausencia de compromiso

  • RICARDO GIL OTAIZA

11/10/2018 05:00 am

A mi ciudad en su aniversario

Mérida ciudad de próceres, es decir, de mujeres y hombres que han configurado con su quehacer, con su impronta civilizatoria, la fisonomía de la Polis ganada para lo trascendental; para lo que perdura y se mantiene en el tiempo. A Mérida la han eternizado sus figuras, que sin perder de vista su propia tierra y sus grandes tradiciones culturales, han sabido proyectarla más allá de sus fronteras, hasta hacerla grande, universal, reconocible en el ayer y en el ahora. 

Cuando estudiamos la historia reciente de esta pequeña urbe, no podemos menos que regocijarnos al hallarla posicionada desde siempre como uno de los polos de mayor atención en los diversos órdenes del quehacer nacional. Aflora de inmediato el vocablo merideñidad, como noción y como emblema, para erigirse así en medida, en tabula rasa, que nos permite sopesar en toda su dimensión y complejidad sociohistórica, lo que esta ciudad ha legado como patrimonio religioso, cultural, educativo, intelectual, científico y político a las páginas más emblemáticas de la Venezuela posible. 

 Esa complejidad se ha traducido en tres grandes pilares: lo agrario, lo universitario y lo religioso, que se han erigido a su vez en toda una densa trama que ha posibilitado el que en estas tierras se hayan dado a lo largo de los siglos acontecimientos singulares, de diversa magnitud, que han dejado en el carácter y en la idiosincrasia de su gente, profunda huella. 

Es Mérida la ciudad de las tradiciones familiares, la de los próceres civiles y militares, la de circunspectos académicos e intelectuales, la de reflexivos clérigos, la de exquisitos poetas y narradores, la de alegres y bondadosos campesinos. Es Mérida la cuna de eximios personajes universales, que dejaron en ella su trabajo y su aliento, para construir desde su espacio y desde sus ingentes ideales (y utopías), el sello imperecedero de aquello que anida en lo más encumbrado de los valores cívicos, en la fortaleza del espíritu, en el temple de acero de la voluntad y del carácter. La ciudad como el locus en donde se cuece la ciudadanía, debería ser hoy nuestra mayor preocupación, como lo fue la de aquellos ilustres personajes quienes nos la obsequiaron en herencia y que gracias a ellos podemos decir con orgullo real, exento de regionalismo cursi y decimonónico: ¡Somos merideños, esta es nuestra tierra, aquí reposan los huesos de nuestros antepasados! 

“Nuestros antepasados”. Esta expresión trae a nuestras mentes lo ido, lo pretérito, lo cubierto con la pátina del tiempo, lo inexorablemente perdido; lo anclado en una dimensión lejana, extraña a nosotros, descontextualizada a la luz de nuestros días. Pero la huella está presente para recordarnos una y otra vez que los pasos de quienes nos antecedieron no fueron en vano: nos legaron una ciudad, una cultura y una manera de sentir y de vivir. Ni más ni menos: una cosmovisión. 

Hoy, cuando Santiago de los Caballeros de Mérida llega a sus 460 años de fundación (acaecida el 9 de octubre de 1558), de la mano del capitán de la capa roja, el extremeño Juan Rodríguez Suárez, es el momento para reflexionar en torno de su pasado, pero en particular sobre su presente. Querer a la ciudad pasa por la emoción, transijo, pero ésta suele ser efímera y acomodaticia; se requiere dar el salto a la acción: entregarle lo mejor de nuestros esfuerzos para que recupere su rostro mancillado por la ausencia de compromiso. Querer este maravilloso espacio multicultural y aún bucólico en el que transcurren nuestros días, pasa por intentar desde nuestra cotidianidad cambiar a mejor la penosa realidad. Y no es poca cosa, por cierto. 

@GilOtaiza 

rigilo99@hotmail.com
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