Tacarigua
Porque si hay un lugar en este mundo que todavía no ha compartido sus secretos, que conserva sus misterios, ése es el océano
Pasé gran parte de mi infancia, sin duda sus momentos más felices, en una playa que consiste en una estrecha lengua de arena que se extiende entre el mar y una gran laguna albufera. En sus blancas arenas, muy lejos de cualquier población y de cualquier carretera, una pequeña casita rodeada de cocoteros. AI frente, las profundidades abisales de la Fosa de Cariaco. Atrás, la jungla de manglares, poblada de cocodrilos. Fue en los estrechos caños de mi amada albufera donde me inicié en la pesca del poderoso tarpón, al que nosotros llamábamos sábalo, que pelea como un millón de luciferes marinos enloquecidos. Fue en la arena de la playa donde mi papá me enseñó a lanzar la atarraya y a nunca pescar más de lo necesario. Fue bajo ese sol, el más ardiente que conozco, donde aprendí a soñar.
Este pedacito de tierra entre dos aguas tiene una curiosa característica: Las mañanas siempre son nubladas, las tardes siempre son radiantes, y las noches siempre son lluviosas. A veces, ya tarde, la tormenta se desata con toda la furia de un temporal en alta mar. Las olas gigantescas rugen de lado y lado, pues la tormenta en la laguna es tan bravía como en el mar. Nunca he sentido al rayo tan cercano como en aquellas tempestades de mi infancia, cuando la explosión del trueno me ensordecía y el alarido del viento parecía salir de una bruja que siempre estaba detrás de mí. Teniendo agua arriba, agua al Norte y agua al Sur, en nuestras mentes infantiles surgía un solo pensamiento: la laguna y el mar van a unirse; la tierra que pisamos desaparecerá. Cuando esa desaparición nos parecía inminente, consultábamos a nuestra abuela, mujer de puerto, acerca de qué hacer para no ahogarnos. Sus consejos nos dejaban boquiabiertos y siempre causaban el efecto de hacer que nos olvidáramos de la tormenta. Igual no podíamos dormir, pero al menos pensábamos en otra cosa.
Según mi abuela, era un error terrible el no querer ahogarnos. Todo aquel que se ve en trance de ahogarse es tentado por el Malo, quien le propone salvarlo de las aguas a cambio de su alma. La vida del pobre sujeto que en un momento de debilidad prefiera vender el alma al diablo que ahogarse es una tortura para él y para toda su familia, pues por mucho que le pese, no puede dejar de hacer el mal. Así que lo que teníamos que saber, en caso de que la laguna y el mar se unieran, era como contestar adecuadamente a Belcebú, y para enseñárnoslo nos cantaba esta canción:
Anoche a la medianoche
cayó un marinero al agua
echando verbos al aire
diciendo “Jesús me valga”.
El demonio le asaltó
diciéndole estas palabras:
“Marinero, ¿qué me das
si yo te saco del agua?”
“-Yo te daré tres navíos
cargados de oro y de plata”.
“-Yo no quiero tus riquezas,
no quiero tu oro y tu plata
sino que cuando al fin mueras
a mí me entregues el alma”.
“-EI alma la entrego a Dios
y el cuerpo al agua salada
que se lo coman los pejes
que viven en sus entrañas”.
Con toda esta información para rumiar, nos olvidábamos completamente de la tormenta. AI día siguiente, nos esperaba la aventura de descubrir qué tesoros habían depositado las olas en la playa.
A medida que me he puesto viejo, cada vez con más frecuencia sueño con volver de forma definitiva a ese rincón del mundo. Hay algo inmensamente magnético en el mar, que nos llama con voz profunda. Ese mar que nos promete un nuevo inicio en la ancianidad, que, como dice Melville, nos ofrece catar lo sobrenatural sin tener que pasar por la muerte. Porque si hay un lugar en este mundo que todavía no ha compartido sus secretos, que conserva sus misterios, ése es el océano. No es casualidad que Hemingway haya elegido un viejo como el protagonista de su obra más famosa, un viejo que ama, teme, lucha y se nutre con el mar. La mudanza al mar es el matrimonio con la sirena.
Este pedacito de tierra entre dos aguas tiene una curiosa característica: Las mañanas siempre son nubladas, las tardes siempre son radiantes, y las noches siempre son lluviosas. A veces, ya tarde, la tormenta se desata con toda la furia de un temporal en alta mar. Las olas gigantescas rugen de lado y lado, pues la tormenta en la laguna es tan bravía como en el mar. Nunca he sentido al rayo tan cercano como en aquellas tempestades de mi infancia, cuando la explosión del trueno me ensordecía y el alarido del viento parecía salir de una bruja que siempre estaba detrás de mí. Teniendo agua arriba, agua al Norte y agua al Sur, en nuestras mentes infantiles surgía un solo pensamiento: la laguna y el mar van a unirse; la tierra que pisamos desaparecerá. Cuando esa desaparición nos parecía inminente, consultábamos a nuestra abuela, mujer de puerto, acerca de qué hacer para no ahogarnos. Sus consejos nos dejaban boquiabiertos y siempre causaban el efecto de hacer que nos olvidáramos de la tormenta. Igual no podíamos dormir, pero al menos pensábamos en otra cosa.
Según mi abuela, era un error terrible el no querer ahogarnos. Todo aquel que se ve en trance de ahogarse es tentado por el Malo, quien le propone salvarlo de las aguas a cambio de su alma. La vida del pobre sujeto que en un momento de debilidad prefiera vender el alma al diablo que ahogarse es una tortura para él y para toda su familia, pues por mucho que le pese, no puede dejar de hacer el mal. Así que lo que teníamos que saber, en caso de que la laguna y el mar se unieran, era como contestar adecuadamente a Belcebú, y para enseñárnoslo nos cantaba esta canción:
Anoche a la medianoche
cayó un marinero al agua
echando verbos al aire
diciendo “Jesús me valga”.
El demonio le asaltó
diciéndole estas palabras:
“Marinero, ¿qué me das
si yo te saco del agua?”
“-Yo te daré tres navíos
cargados de oro y de plata”.
“-Yo no quiero tus riquezas,
no quiero tu oro y tu plata
sino que cuando al fin mueras
a mí me entregues el alma”.
“-EI alma la entrego a Dios
y el cuerpo al agua salada
que se lo coman los pejes
que viven en sus entrañas”.
Con toda esta información para rumiar, nos olvidábamos completamente de la tormenta. AI día siguiente, nos esperaba la aventura de descubrir qué tesoros habían depositado las olas en la playa.
A medida que me he puesto viejo, cada vez con más frecuencia sueño con volver de forma definitiva a ese rincón del mundo. Hay algo inmensamente magnético en el mar, que nos llama con voz profunda. Ese mar que nos promete un nuevo inicio en la ancianidad, que, como dice Melville, nos ofrece catar lo sobrenatural sin tener que pasar por la muerte. Porque si hay un lugar en este mundo que todavía no ha compartido sus secretos, que conserva sus misterios, ése es el océano. No es casualidad que Hemingway haya elegido un viejo como el protagonista de su obra más famosa, un viejo que ama, teme, lucha y se nutre con el mar. La mudanza al mar es el matrimonio con la sirena.
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