La máquina de escribir
Quise aprender mecanografía, me fascinaba ver a mi madre sentada frente a su máquina de escribir con el texto a transcribir del lado izquierdo y con sus diez dedos moviéndose con precisión en el teclado, que dicho sea de paso era bastante duro
Bueno, llevo unos cuantos veranos sobre mis hombros, me crie en la década de los años sesenta y hay circunstancias de aquellos tiempos que a la luz de mi conciencia de hoy fueron clave para mi pasión por la palabra escrita. Me veo como un niño faldero, pegado a la respiración de Aura, mi madre, a quien no le perdía ni un solo paso, porque era el eje alrededor del cual giraba mi mundo. Y si soy completamente sincero diré que, ese mundo era maravilloso, de realidad transmutada en fantasía, de fe honesta de que el próximo día sería mejor y que nos aguardaba un gran destino en el que seríamos lo que quisiésemos ser.
Ahora que lo pienso detenidamente, sumergido como estoy en el sopor untuoso del sol canario, a ella le debo mi vena lectora y el salto que di luego a la página impresa, así como mi gusto por la enseñanza (me fascina educar o, mejor: transmitir lo poco que sé de la complejidad del existir). Ella era maestra normalista y fui su alumno en el primer y segundo grado de la escuela primaria (ambos grados los impartía al unísono en la misma aula; toda una odisea que a mí particularmente me hubiese enviado directo al manicomio). Ah, también trabajó en contabilidad, y le llevó las arcas a algunas pequeñas empresas de la ciudad. En sus tiempos juveniles, antes de entrar en el magisterio, también se ganó la vida transcribiendo trabajos en su vieja máquina de escribir marca Royal (libros, tesis de grado, informes, cartas y documentos legales), y esa experticia escrituraria le permitió desenvolverse con enorme pericia y acierto cuando alcanzó su posición de maestra-preceptora (fungía como directora de la escuela y como maestra), ya que echaba mano de su máquina, que manejaba como una diosa y a la velocidad del rayo, y en un santiamén tenía listos los informes y requerimientos burocráticos de parte de la supervisión del ministerio de educación (que bastante lata daba, por cierto).
Mi madre tenía una letra hermosa, una envidiable caligrafía adornada con sutiles arabescos que daban, sobre todo a las mayúsculas, tintes de obra de arte (letra modelo Palmer, que consolidó en un instituto). Ni qué decirlo, buena parte de mi vida la invertí en imitar su letra sin conseguirlo, porque ahora que lo pienso he llegado a la conclusión de que la letra se lleva en los genes y mi madre lamentablemente no me los traspasó, como sí lo hizo mi hermano Fernando con mi primera hija, Eva, quien tiene la misma caligrafía que él sin haber visto jamás un texto de su autoría, por lo que no hubo influencia gráfica alguna. En cambio, mi padre tenía una pésima caligrafía: su escritura era una suerte de garabatos ininteligibles que fueron mi horror en la infancia (y también de mi madre), y que por nada de este mundo intentaba imitar, a no ser que se tratara de su firma autógrafa, que muchas veces tuve que remedar, para ser exactos, y así plasmarla en el boletín de notas del colegio, ya que él era mi representante, y no porque tuviese algo qué ocultarle, porque siempre fui un buen estudiante (jamás fui aplazado ni tuve que reparar materias), sino porque se me olvidaba entregárselo en el tiempo previsto y tenía encima la presión para devolverlo, so pena de alguna sanción o reprimenda.
Quise aprender mecanografía, me fascinaba ver a mi madre sentada frente a su máquina de escribir con el texto a transcribir del lado izquierdo y con sus diez dedos moviéndose con precisión en el teclado, que dicho sea de paso era bastante duro. Ella quiso enseñarme la técnica (también en el colegio estudié el método en las entonces denominadas “áreas de exploración” y mucho antes recibí además lecciones de letra Palmer), pero no tuve la suficiente paciencia como para poder ver los resultados y me desanimé, y el tiempo fue pasando y la cuestión se quedó detenida en el pasado hasta que irrumpieron los computadores en Venezuela (comienzos de los años noventa), y el panorama de la escritura creativa y la transcripción de documentos dio un inesperado giro. Así que, a regañadientes (y no exento de amargura), tuve que conformarme con escribir con los dedos índices, y más parecía una gallina picoteando el maíz o a la caza de gusanos, que un mecanógrafo plasmando letras y palabras en la página en blanco. Y esta misma “técnica” de los dos dedos la extrapolé al teclado del computador y en este mismo instante cuando escribo este artículo estoy echando mano de mis índices, aunque con aceptable velocidad y precisión (y a veces incluyo algún otro dedo, como quien rememora viejos anhelos y frustraciones).
Sin duda, recibir de mi madre la enseñanza de las primeras letras y verla escribir con gracia en su máquina (toda una reliquia, que no conservo y no sé qué fue de ella. Conservo, eso sí, una máquina de escribir que compré cuando a mediados de los años ochenta di mis primeros pasos en la escritura creativa), resultaron alicientes para mis futuras tareas educativas y literarias. Ella me enseñó con enorme paciencia y sin saberlo me inoculó el germen de la enseñanza, que aún hoy ejerzo con absoluta felicidad, pero también el de la emoción de plasmar palabras, de verlas en una página, de sentir que parte de mi interioridad se queda allí para los lectores, y eso me impregna de una sensación de plenitud y de realización personal.
Si el cielo existe (toco madera), mi madre está en él, y desde esas alturas me observa y guía mis pasos. Cada vez que leo las páginas de un libro o plasmo mis pareceres e historias en la página electrónica de la pantalla de la laptop, o en la hoja de papel (mi preferida), la recuerdo con amor y gratitud.
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