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Carnes laceradas de angustia

RAFAEL DEL NARANCO. Formamos parte de esa data de expatriados convertidos en segmento de los desplazados. No hemos realizado otras andaduras que no fueran las que marcan la emigración...

  • RAFAEL DEL NARANCO

22/09/2018 05:00 am

Formamos parte de esa data de expatriados convertidos en segmento de los desplazados. No hemos realizado otras andaduras que no fueran las que marcan la emigración, y si hemos podido fraguar otras bajo ciertas condiciones, han sido las de saturar cuartillas en periódicos y revistas mientras trazábamos algunos libros cuyo mejor homenaje sería olvidarlos. 

Lo expresó Machado (don Antonio) entre chopos y olmos camino de San Saturio en la Soria barbacana, mientras las aguas del Duero levantaban burbujeos con los gemidos de los enamorados bajando del Monte de las Ánimas: “Se hace camino al andar”. Y algunos lo seguimos haciendo. 

Nuestras carreteras se fraguaron en una única dirección al estar cada una de ellas marcadas hacia el Sur de manera irreversible, mientras la brújula de la existencia imprimía en sus ecos el sempiterno Norte enclavado en un pliegue del mar Cantábrico. Un día nos rebelamos. Tomamos los talegos y no frenamos hasta llegar al encuentro de aquel anhelo evocado. 

Refieren cronistas, y quizás fuera cierto, que existió un tiempo en que alcancé el estuario del Río de la Plata, tras dejar a las espaldas el profundo Orinoco y el inconmensurable Amazonas, con el solo deseo de sentir el sopor sobre infinitos afluentes azulinos. 

En ese período solía hacer andaduras a la manera de todo jovenzuelo ilusionado, a recuento de un texto que nos tronzó la imaginación después de leerlo en noches cubiertas de fiebres de heno: “El jardín de los senderos que se bifurcan”. 

Sin pensarlo, tomamos la alforja y partimos al encuentro de Jorge Luis Borges con la pretensión de saber en qué idioma escribía el ciego de Rivadavia mientras descifraba los pesares recónditos de su pueblo vernáculo. 

Una atardecida, tras un ambulante andar sobre esa urbe de nombre Buenos Aires -ciudad criolla más europea imposible-, un librero de la calle Lavalle, viéndome desorientado y estremecido cuando entré en su local a ojear usados libros, me apuntaló para calmar el repelente de mi ansia asustadiza, y al notar mi hablar envuelto eses, haches y esdrújulas que envolvían a un españolito del éxodo y el llanto, me dijo: “En el Sur no hay letras ni palabras, pibe, solamente viento y eternidad”. 

No habló de sangre, lo intuí. 

Esa misma tarde la encontré convertida en dolencia cuajada en la Plaza de Mayo, frente a “La Casa Rosada”, donde todos los presidentes argentinos adularon, mintieron y puncionaron con saña a su pueblo. 

Allí, a la sombra del malva y el añil, el pardo amargo y el gris abatido, un puñado de mujeres rezaba un interminable rosario arrodilladas sobre el césped, frente a la llama perpetua en honor del general San Martín. 

Viendo esa escena, comprendí la razón de que Buenos Aires fuera, aún en los momentos más aciagos, “tan eterna como el agua y el aire”. 

En un zaguán, una viejecita de ojos hundidos, sin duda entretejidos de sueños, me entregó una hoja de papel humedecido por sus manos sudadas donde se narraban historias aterradoras de niños desaparecidos, mujeres lanzadas al Río de la Plata desde helicópteros y hombres torturados por perros amaestrados que los iban despedazando con saña. 

-Tome. Lleve esta hojarasca con Ud., para no hacer de la amargura olvido. 

Recordé los versos de Andrés Eloy Blanco en donde cuenta cómo a las madres todos los años se les muere un hijo, y creí ver en esa abuela la lobreguez de la loca Luz Caraballo contando con sus deditos ateridos de frío, cada uno de los seres de sus entrañas que se le iban disipando en brumas lechosas. 

Bien lo recuerdo: la ciudad de Buenos Aires tenía esa atardecida la melancolía de una pasión cuando pierde el último tren del amor, es decir, una frustración sin contornos y un dolor insondable, fijo, allí donde las ilusiones se han truncado y convertido en carcoma. 

A lo largo de mi peregrinar doblando esquinas, he visto inmensos dolores comprimidos, y aún así esas escenas recordadas de la Plaza de Mayo en Buenos Aires, clavadas sobre la piel traslúcida del alma, me rebotan cual jirones al tener noticias cada día en esta ciudad española del sur en que ahora intento morar, más que vivir, el drama sufrido por una infinidad de madres venezolanas que han sido destrozadas hasta la más profunda hendidura del sufrimiento, cuando sus hijos parten al exilio, mientras otros han muerto destrozados en las calles de esa tierra tan nuestra, y otros muchos se hallan encarcelados en condiciones apesadumbras. 

He aprendido con creces en los últimos meses antes de abandonar Caracas, que unas letras en unas cuartillas con puntos de sangre caliente, aún siendo dramáticas y palpables en sus enormes desdichas, no serán en absoluto un consuelo redentor para tantas madres cuyas aflicciones atraviesan el alma tras cubrir sus carnes laceradas de angustia. 

Al no haber ya lágrimas, solamente permanece el ramalazo del aliento convertido en grito. 

rnaranco@hotmail.com
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