El corazón de Panda
Será que, de vez en cuando, hay que detenerse y hacer voluntario registro de lo que reportan nuestros sentidos, como un ejercicio para permanecer en el presente y no perder ni uno solo de los detalles que nos regala cada día
Se cayó de la cama. Sus 37 kilogramos de bebé-perro produjeron un sonido amortiguado al desplomarse sobre la alfombra, sobresaltándome y rescatándome de la infinidad de pensamientos que, a esa hora de la madrugada, suelen darme vueltas en la cabeza.
Me preocupó, ante todo, que se hubiera lastimado. En la penumbra, apenas podía distinguir su silueta en el suelo, con la quietud propia del desconcierto que produce regresar bruscamente a la realidad desde el sueño, sin entender muy bien lo que estaba pasando. Se puso en pie y llegó hasta el sofá, vacilante y adormecida, buscando un lecho menos peligroso y concurrido que aquel desde el que acababa de precipitarse.
Su pelaje oscuro, casi bruñido, reflejaba la pobre luz que se filtraba desde la calle a través de las gotitas condensadas contra el cristal de la ventana. Me contemplaba expectante, con un aire sumiso que me conmovió. Allí estaba, a merced de lo que yo quisiera hacer con ella. Me senté a su lado y la abracé, rodeando con mis brazos su sedoso torso peludo. Y entonces ocurrió: sentí en mi mano el rítmico palpitar de su corazón. Durante unos segundos la sensación física de la vida golpeando intermitentemente contra la yema de mis dedos, anuló las trazas de cualquier otro fenómeno incorpóreo de los que con frecuencia secuestran mi atención. Sumida en la oscuridad y en el silencio, aquella sensación apenas táctil fue como una sobredosis de realidad que me hacía falta.
Porque es que a veces ando zombie. Como una moderna Coppélia transito mecánicamente por la vida, absorta en mis pensamientos, ajena a la materialidad del entorno. La cuerda que pone en acción esa muñeca es el futuro: todo lo que tengo que hacer, lo que tengo que comprar, a dónde tengo que ir… y me pasa inadvertido lo que sucede a mi lado, mientras la agenda reclama mi atención por la imperiosa necesidad de rentabilizar el tiempo.
A veces el presente puede revestir matices desagradables, por decir lo menos. Pero entonces, lejos de hundirnos, esos matices pueden convertirse en resortes que desencadenen la acción. Ponemos la confianza en un venidero estadio de paz y bienestar que ha de ser construido en el presente y así, por arduas que sean las circunstancias, nuestra mirada no se pasea derrotada por el estado vigente de las cosas, sino por el que vamos gestando en el aquí y el ahora.
Si hubo alguien que versara con propiedad sobre este asunto, ese fue Viktor Frankl, el psiquiatra austríaco que pasó por diversos campos de concentración en calidad de prisionero durante la Segunda Guerra Mundial. Su obra El hombre en busca de sentido recoge su experiencia en Auschwitz, en donde procuraba prevenir el suicidio de los otros reclusos. Frankl concluyó, en base a su experiencia, que, aun en situaciones extremas, el hombre puede encontrar una razón para vivir, puede conferir un sentido a su existencia, si es capaz de poner la mirada más allá del alambre de púas que lo circunda.
Así, el presente pasa a convertirse en el escenario en que se emprenden las acciones que han de conducirnos un futuro más grato. Sin embargo, es preciso conducirse con cautela para no estar tan ocupados que perdamos las cosas agradables que nos ofrece cada momento. Es el caso de padres que no tienen tiempo para disfrutar de sus hijos porque están desbordados, o el de las dueñas de casa que se privan de la conversación tras la comida por precipitarse a recoger la mesa y restituir el orden a la cocina. Será que, de vez en cuando, hay que detenerse y hacer voluntario registro de lo que reportan nuestros sentidos, como un ejercicio para permanecer en el presente y no perder ni uno solo de los detalles que nos regala cada día.
Linda.dambrosiom@gmail.com
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