Nuevos tiempos, nuevos líderes
DANIEL ASUAJE. Pero hoy Caracas y su gente me son irreconocibles. Las calles sucias, las fachadas derruidas, toda ella me resulta un espectro de mis recuerdos.
En última instancia somos como nos pensamos y/o nos predicamos. Es nuestra narrativa la que dice quiénes, cómo y con quienes somos. También define quienes son aquellos que no son como nosotros. Un conjunto de etiquetas asumidas nos brindan y proyectan nuestra identidad: nombre, lugar de nacimiento, nacionalidad, religión y creencias profesadas, tradiciones, gastronomía, entre otras referencias nos dan sentido de origen y pertenencia. Conforman nuestro entorno y contexto donde tiene sentido nuestra existencia con la gente de uno y como uno.
En Barquisimeto aprendí que era venezolano, guaro, comedor de suero, queso, de carotas, ñemas y tajás, a peregrinar cada año con la Divina Pastora. Aprendí a amar el tamunangue. Hice mi primaria y bachillerato en Caracas en el Colegio de La Salle. Con mis compañeros de curso sigo aún en contacto cercano después de cincuenta años de haber salido de esas aulas. Aprendí a querer tanto al Avila como al Valle del Turbio. Tengo por alma mater a la UCAB, allí aprendí de la mano de profesores excelentes cuyos nombres omito por falta de espacio. En esos lugares urbanos me sentía con mapa y brújula.
Pero hoy Caracas y su gente me son irreconocibles. Las calles sucias, las fachadas derruidas, toda ella me resulta un espectro de mis recuerdos. Era una ciudad bonita y donde era común reír, hoy vemos caras muy tristes en todo transeúnte. También lo propio pasa en Barquisimeto, Valencia y Maracaibo, ciudades que tienen para mí mucha significación emocional. Al visitarlas las recorro para contrastar cuanto distan de mis recuerdos: una suerte de turismo de referencias perdidas. Rememorando lugares ya desparecidos me acota Juan Marcelo Hernández brillante estadístico, compañero lasallista no es el tiempo Daniel la causa, es la economía, más exactamente el chavismo.
En el año 2004 se me hizo patente que mi contexto estaba cambiando irremediablemente. Iba por La Candelaria camino a una reunión formal, por lo que vestía de flux y corbata. Sentí las miradas de los parroquianos, nadie vestía como yo ese día de trabajo. Desde entonces comencé a sentirme un extraño en mi país. Vestía, pensaba y quería realidades políticas distintas a las de la mayoría de ese entonces. Hoy en esto último me siento más reconciliado con las opiniones de la gente, pero la sensación de exilio y desencuentro permanece. Ahora las cosas no se llaman como aprendí: mi Avila tiene otro nombre, mi bandera es diferente y el nombre del país donde nací ya no se pronuncia, el documento que certifica mi ciudadanía ya no es la cédula y no lo poseo. No existo a los efectos del CLAP, la gasolina y para varios trámites burocráticos.
Cuando era estudiante de sociología recuerdo haber leído un artículo de Azorín que me impactó por lo brutal de su confesión de soledad. Se titulaba el artículo Yo soy yo, porque mi circunstancia ha muerto. Decía el escritor sentirse desclasado pues sus amigos habían muerto y sus lugares de encuentro habían desaparecido, de su circunstancia sólo quedaba él.
Como muchos tengo mi familia regada por el mundo. Esta sensación de pérdida me hace recordar un lejano encuentro con campesinos en Humocaro Bajo. Uno de ellos había recién había sepultado a su amada esposa y sus compañeros le reprochaban que a raíz de su muerte estaba poco tiempo con los amigos, en la faena y en la casa, a lo que respondió de un modo que no admitió ni duda ni más reproches ¡desde que se me jue Iginia en ningún lado me jallo! Y es que la sensación de desencuentro destroza todo sentimiento de anclaje no solo en el aquí y ahora, sino también en el futuro, lo peor aún, se lo quita a la vida misma. Sin esperanza y sin sentido quedamos como Meursault, el personaje de la famosa novela de A. Camus El extranjero, quien sentía la existencia sin significado y lo embargaba la sensación de ser un extranjero en cualquier lugar de la vida. A este sentimiento de falta de dirección contribuye la falta de un liderazgo que brinde confianza y orientación a la gente.
Estas circunstancias producen una gama de respuestas adaptativas. Unos se suicidan, otros se marchan, los hay lanzados a despedazar al gobierno, al vecino, a líderes de la oposición. Más de uno se paraliza, deprime o se inunda de miedo, muchos se ocupan en surfear aisladamente la crisis mientras otros procuran ver cómo se suman a luchar contra el régimen. Son narrativas dispersas y no aglutinantes.
Nuevos tiempos necesitan nuevas narrativas. Algunas de estas suceden a las nuevas realidades como pasa con los cambios tecnológicos y como ha hecho el chavismo con la realidad que busca imponernos. Otras veces los antecede como fue el caso de la gesta independentista. Necesitamos una nueva narrativa que nombre la Venezuela por crear en lugar de anclarse en la rabia, el lamento y en clamar por salvaciones mágicas. Quien la pronuncie eficazmente promoverá nuevas identidades, encauzará la energía de todos y será su nuevo líder.
dh.asuaje@gmail.com
@signosysenales
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