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Linchamiento en las redes

Los autores de calidad, que son también enormes vendedores de libros, lo son (o lo fueron) por su densidad y hondura argumental, por contar grandes y conmovedoras historias, por echar mano del ingenio y del talento

  • RICARDO GIL OTAIZA

22/05/2025 05:03 am

Ya no se requiere de un garrote para acallar al otro, o para ponerlo a la fuerza al servicio de una determinada causa (sea esta de cualquier calibre), porque las redes sociales se han convertido de un tiempo a esta parte en una trinchera oprobiosa, desde la que se busca acallar la voz que no conviene, la que molesta a los oídos de muchos, la que se atreve a pensar y a expresar distinto a la mayoría (y la contraviene), la que se singulariza precisamente por decirlo todo sin filtros ni tapujos, y es entonces cuando una masa ciega (muchas veces anónima y analfabeta) se vuelca contra esa voz solitaria y le cae a piñazos, la insulta, la erige en punto focal para sus constantes arremetidas, sin importarle si con ello se destruye un nombre y una reputación, porque la masa no piensa, solo sigue sus instintos, y cuando se topa con una víctima, pues la transforma en carne de cañón.

No es la primera vez que por decir algo en Facebook, en Instagram, o en X (no sigo otras redes, por fortuna), soy víctima de insultos, sobre todo cuando me atrevo a ir a contracorriente en muchos territorios, particularmente en el político. No obstante, curado como estaba de esos fantasmas, porque desde hace años juré no patinar en las pistas de la declaración política o electoral, me replegué en la literatura, en la que me siento holgado y cómodo (y con mucha cancha: toda la vida trajinando las letras), pero con un criterio estético que va más allá de lo comercial, para insertarme en una crítica basada en mi experiencia, y también en la realidad literaria del mundo global, que hoy adquiere dimensiones avasallantes y también esperpénticas.

Me atreví (debo reconocerlo: soy un atrevido e iconoclasta, y a mí me cuesta un tanto callarme cuando siento que tengo una verdad en mis manos) a criticar a la escritora chilena Isabel Allende, autora superventas que es idolatrada en muchos contextos de América Latina y de Europa, de quien expresé en Instagram que es una escritora mediocre y una mercantilista del libro. La reacción y linchamiento no tardaron mucho en darse, por la instantaneidad de lo electrónico, y los mensajes, todos subidos de tono, se salieron del contexto literario para adentrase en lo personal y en el insulto. Claro, no soy de los que se quedan callados, repito (y a veces es aconsejable dejar pasar si no deseamos quebraderos de cabeza), y las trincheras se armaron en mi contra, hasta el punto de que pocos me apoyaron y el aluvión me cayó en encima, sin que se lograra entender el sentido de mi crítica.

La masa no piensa, se deja arrastrar por la emoción, y si hay quienes azucen la bandera (por diversas circunstancias) de la “dignidad de la pobre mujer vapuleada por un don nadie, machista para menor ventaja y envidioso del éxito ajeno”, ya me dirán del zafarrancho que se armó, y al que tuve que desistir por fastidio, porque no me daban tregua ni un ápice de condescendencia, sino el ataque frontal para hacerme pagar la supuesta afrenta hecha a la Allende, que a entender de algunos es “una gran escritora” y, por ende, intocable por los cuatro costados.

Lo que jamás comprenderán los supuestos defensores de la autora (y digo supuestos, porque muchas veces quienes participan en tales reyertas, jamás conocen a fondo la materia tratada, sino que se suman mecánicamente a ella, para “gozar” y jorobar la paciencia a un fulano que osó ir más allá de lo aceptado), es que vender muchos libros no es un hecho necesariamente reñido con la calidad de una obra, y ejemplos hay montones en la historia de la literatura que lo avalan. Vendieron muchos libros luminarias como Vargas Llosa, Javier Marías y Julio Cortázar, por solo nombrar algunos autores, y enormes obras de la literatura se venden hoy como pan caliente y nadie, en su sano juicio, se atrevería a dudar de su calidad: El Quijote de Cervantes, Ulises de James Joyce, El lobo estepario de Hermann Hesse, Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez, Romeo y Julieta de William Shakespeare, Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski, Cumbres Borrascosas de Emily Brontë, Madame Bovary de Gustave Flaubert, y dejo hasta acá la lista.

¿Es Isabel Allende una autora clásica y entrará en una lista como la anterior, por el solo hecho de vender cientos de miles de ejemplares de sus novelas a una masa informe y decididamente fanatizada? Perdónenme de nuevo, pero no. Y no lo digo yo solamente (no es algo que yo tenga entre ceja y ceja o en su contra, y exude mi veneno como un oscuro elixir): la crítica en general es unánime al expresar, que la novelística de la autora es comercial y de una medianía abismal; como abismal es la calidad de la obra total de un superventas como Paulo Coelho, que ha hecho una fortuna colosal comercializando sus libros, que son un río, aunque de un centímetro de profundidad.

Los autores de calidad, que son también enormes vendedores de libros, lo son (o lo fueron) por su densidad y hondura argumental, por contar grandes y conmovedoras historias, por echar mano del ingenio y del talento, alcanzando así belleza en el lenguaje y elevadas cimas de madurez humana. La literatura que hoy es clásica, fue posible porque toca con maestría el espíritu del hombre y de la mujer, en donde se cuecen las emociones, así como la alegría de vivir, pero también su tragedia y dolor. Son libros que, a pesar del paso del tiempo (o gracias a él), les siguen hablando con fuerza a las sucesivas generaciones, y nunca envejecen, porque son universales: muchos nos miramos en su espejo y nos vemos reflejados, tocados también por el inasible espíritu del arte.

rigilo99@gmail.com
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