El escribidor
Me quedo con el Mario Vargas Llosa creador literario, articulador de fábulas, artífice del perfeccionismo de la lengua, que supo convertir en obra de arte sus vivencias y fantasmas, así como su trasiego existencial
Cuando los medios anunciaron el fallecimiento del notable narrador peruano-hispano Mario Vargas Llosa, sentí una suerte de conmoción: como si un “algo” en mi interior se hubiera quebrado, como si parte de mi mundo de las letras desapareciera con su partida, y era de esperarse, habiendo sido su ferviente lector en mis años de formación literaria, y admirase su figura como un claro referente estético e intelectual que había que seguir porque sí. Por supuesto, eran los años en los que como aprendiz de escritor buscaba con ansias figuras que marcaran mi norte, voces que anunciaran con fuerza los derroteros propios de un oficio que no se enseña en las aulas universitarias, sino que se aprende sobre la marcha y ello es a veces caminar en medio de la oscuridad, otear aquí y allá en lo que otros han hecho, devorar libros en la búsqueda de un grial que no es fácil de hallar, a menos que se deje en ello años tras año de esfuerzo intelectual y creador.
Fueron los años en los que cayó en mis manos La ciudad y los perros, en edición de Seix Barral de España, que venía de ganar el relevante premio de dicha editorial, que leí con fruición, no exenta de envidia y de espanto, porque era tal la maestría desplegada por Vargas Llosa en aquel libro (que de paso era su primera novela), que sentí sobre mis hombros el pesado yunque de lo imposible. A esta obra siguieron otras, aunque no en orden cronológico, ya que los lectores leemos como podemos y cuando las circunstancias se prestan para que este hecho se dé: La guerra del fin del mundo, La casa verde (ganadora del Premio Rómulo Gallegos), ¿Quién mató a Palomino Molero?, El hablador, Lituma en los Andes (ganadora del Premio Planeta), Conversación en La Catedral (cuya complejidad me distrajo largo rato y me robó placer), Pantaleón y las visitadoras (un libro magistral con el que Vargas Llosa se reinventa como novelista), Los cuadernos de don Rigoberto (una novela con una poderosa carga erótica y de humor que disfruté enormemente), Travesuras de la niña mala (una novela menor), El héroe discreto (una novela menor) y La fiesta del Chivo. Detengo aquí la lista para señalar, que de todas estas obras la que más me gustó y a mi parecer es una obra maestra absoluta, es la última de las citadas, con la que alcanzó el autor una elevada cima estética y fue, qué duda cabe, su mayor punto de inflexión y dio paso (hay que decirlo sin titubeos) a su declive como narrador.
Años después leí Tiempos recios (que pretendió ser una continuación de La fiesta…), pero que no alcanzó ni su impacto ni su resonancia, y en mí no dejó mayor eco interior. Y ni se diga de Le dedico mi silencio, su última novela, que leí poco antes de marcharme de Venezuela, y que disfruté, claro que sí, pero no con el arrobo ni la exaltación estética y espiritual de los años anteriores, por carecer, ¿qué se le podía hacer?, de la fuerza y de la garra que caracterizaron las narraciones vargasllosianas. Como un maravilloso complemento al vacío de su última novela, pude acceder a comienzos de 2024 a un libro compilatorio de algunos de sus más relevantes cuentos, en Obra reunida. Narrativa breve, editado por Alfaguara (que estaba perdido en los intersticios de mi biblioteca y que hallé con sorpresa), y volví al disfrute esencial de su narrativa.
Leí al Vargas Llosa ensayista, y en este género también era un maestro. El primero que cayó en mis manos fue El pez en el agua (una especie de amalgama entre ensayo y autobiografía), que publicó como desquite a su intento fallido de hacerse con la presidencia del Perú, y que le devolvió al autor su vena literaria, perdida en los tejemanejes esperpénticos de la política, a la que jamás debió entrar. Le siguieron: La orgía perpetua. Flaubert y Madame Bovary, La verdad de las mentiras (al que siempre regreso buscando el tono en mi propia escritura), La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo, Cartas para un joven novelista, La tentación de la imposible. Víctor Hugo y los miserables, El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti, La civilización del espectáculo, La llamada de la tribu, y Conversación en Princeton con Rubén Gallo (entrevista).
Leí al Vargas Llosa articulista de prensa: no perdía sus crónicas originalmente publicadas quincenalmente en El País de España (en su columna Piedra de toque), y que en Venezuela reproducía El Nacional. En ellas podía constatar, a veces con alegría y otras tantas con estupor, sus contradicciones: su ir y venir en el complejo tablero de la política, sus enormes aciertos como crítico y analista, pero también sus frecuentes metidas de pata al apoyar a personajes de la política, que a la postre se erigieron en autócratas y depredadores de la cosa pública. Su giro de la izquierda marxista leninista, que abrazó con fuerza en la juventud, a su postura de derecha liberal (rayana a veces en el más clásico conservadurismo), y que asumió en su madurez y ancianidad, le ganó detractores y enemigos, así como la pérdida paulatina de su credibilidad ideológica.
Me quedo con el Mario Vargas Llosa creador literario, articulador de fábulas, artífice del perfeccionismo de la lengua, que supo convertir en obra de arte sus vivencias y fantasmas, así como su trasiego existencial. Me quedo con el escritor (o escribidor como le gustaba decir) que ubicó en la más empinada cumbre de las letras universales, el mundo de la esquilmada y vapuleada América Latina, que no termina de emerger de sus propias cenizas, como aspiraba, con justicia, este entrañable e ilustre hijo de la república del Perú.
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