Los rostros de Jesús
El rostro de Jesús como haya sido, el de la Sábana Santa de Turín o el del Sudario de Oviedo que tantas veces vi, es el rostro de la humanidad que padece pero salva y bendice a los hombres
Cuando ante los sugerentes retratos que Pedro hizo sobre Jesús en las oscuras catatumbas de los cristianos perseguidos, algún desconocido artista imaginó las formas que denotan ese sagrado rostro, comenzaba en las artes una simpar revolución. ¿Qué otro ajusticiado de un pueblo sometido sin más ejércitos que sus bendiciones, ni más dominios que los de la verdad, había desvelado al artista que pinta y que esculpe?
En torno a Jesucristo aparece como nunca sobre los lienzos la triste vida de los seres que sufren pero alcanzando al fin su redención y de los demás; se hace inocultable en el suplicio de los crucifijos la crueldad de los hombres.
De cuantas obras he observado más antiguas en el arte pictórico, encuéntrase la imagen de Jesús delineado por un artista del siglo VII en el Mediano Egipto protegiendo al abad de Mena. Ennegrecidos los cabellos, grandes y almendrados los verdosos ojos, gruesos los labios, no abundante la barba y el bigote, trigueña la piel, era la misteriosa fisonomía del Señor.
Nueve siglos más tarde, los llamados pintores primitivos como Beaumetz, Malouel y Bellechose, en Francia, dibujaban sobre luminosos y dorados fondos la tragedia de Jesús en la cruz, desnudo el blanco y magro cuerpo, resaltando en contraste con los azules de los mantos impregnados de rojísima sangre.
Hacia el año 1300, el inmortal Giotto lo representó con la forma de un ave parcialmente mientras abre los brazos sobre el cielo dorado, saliendo de sus manos y de sus pies los estigmas que a San Francisco marcarían. Por su parte, Fra Angélico en la maravillosa obra: “La Coronación de la Virgen”, de 1430, tiñe de claridad toda su imagen rubia de orífico esplendor de la gloria del mundo. En cambio, el Cristo de Mantegna en: “El Calvario”, tal vez del año 1430, en medio de un rocoso paisaje, agoniza, largos hilos de sangre de su cuerpo bajaban humedeciendo sin cesar la base de la cruz. Su pálida y cadavérica figura detalla su dolor.
Tiempo después, Lorenzo Lotto, hacia el año 1535, en su obra: “Cristo y la Mujer Adúltera”, concibe al salvador con blanca tez, finos los oscuros cabellos, rubios los bigotes y la barba, sereno sin embargo en medio de los gestos acusadores y despectivos, lascivos y burlescos de los hombres, dispuestos a apedrearlo.
El Veronés, en 1563, le representó entre los convidados a una fiesta en el cuadro: “Las Bodas de Caná”. En el cuadro, mientras todos conversan, Jesús, robusto y silencioso, fija hacia adelante la mirada, realizando la mutación del agua en vino. Su rostro pictórico no reflejaba entonces ninguna seña de su predestinado sufrimiento.
Rembrandt, en los: “Peregrinos de Emmaús”, del año 1648, no lo hace terrestre, resalta en él una doble naturaleza humana sí pero más espiritual. El simétrico rostro del hijo del Creador, se envuelve en la penumbra de su luminiscencia, resaltando a pesar de su menuda talla entre los atentos asistentes y el muro que les guarda. Y, por último, el Greco en su: “Cristo Abrazado a la Cruz”, entre 1600-1605, que contemplé en El Prado, alarga de manera inusual su figura de sacrificado, pero dirígele su mirada última en suplicante y resignado gesto de perdón hacia Dios.
Cual si en la incertidumbre de la imagen verídica hubiese Dios deseado que cada hombre o cada pueblo se formase su semblanza de Cristo, así como los otros, el nuestro tiene el suyo, tostado por el sol, moreno como el hombre de su tierra.
Cristo que ha endulzado la caña de los negros o se lanza hacia el mar agitado. Cristo que se ha adentrado en la indígena selva o sube a los andinos montes a dialogar con Dios, el Cristo oscuro, el Cristo sudoroso, el Cristo con betún, es el nuestro.
Nazareno que en la sublime hora de la cristiana reflexión reúne por igual en el amor de Dios, al pobre, al rico, al que se encuentra en la ciudad o en la aldea, al que vive aquí y al que está fuera.
Ante la Ceiba de San Francisco qué piadosa es Caracas; entre las calles de la Asunción que grande es Margarita; entre las calles de los andes que grande es La Grita; entre las calles de San Fernando, qué pequeño es el llano ante la Venezuela en procesión.
Aun cuando a Michelena la muerte le impidió terminar nuestra: “Última Cena”, lienzo magnifico que se encuentra en nuestra admirable Catedral, entremezclados los píncelos con los colores patrios, el pueblo cada día completa con su fe la obra inacabada.
El rostro de Jesús como haya sido, el de la Sábana Santa de Turín o el del Sudario de Oviedo que tantas veces vi, es el rostro de la humanidad que padece pero salva y bendice a los hombres.
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