El ego, motor de la creación
La escritura es un arte, pero nadie podrá negar que en ella (como en tantas otras) es el ego el motor que nos mueve a acrecentar la obra, a volver las noches días por el mero afán de ver la sumatoria de páginas, que es en sí misma un éxito personal
1. Leí del escritor cubano Leonardo Padura, en una entrevista que le hiciera el también autor y periodista tinerfeño Juan Cruz Ruiz, para su reciente libro Secreto y pasión de la literatura (TusQuets, 2025), la siguiente frase: “Mi biografía son mis libros”, y me sentí bastante identificado, porque la obra se escribe a lo largo de nuestras vidas, como producto de un denodado trabajo en el que dejamos mucho de nosotros, y cada uno de sus componentes representa parte importante de nuestro trajinar. No en vano, los libros se convierten en nuestros interlocutores, en las voces autorizadas que logran traspasar la barrera del tiempo y del espacio: ellos son nuestras mejores cartas de presentación frente al potencial lector (y ante la fantasmal e hipotética posteridad), quien se asoma con curiosidad en sus páginas y establece —sin pretenderlo— una suerte de diálogo con nosotros, y se hace (aunque no siempre se alcanza) cómplice y aliado.
2. Desde que trajino las letras me he preguntado: ¿hasta qué punto un texto literario es estrictamente realidad o ficción? Compleja la interrogante, porque siempre habrá atajos, vacíos, hiatos, lagunas, que nuestra mente (la del escritor) busque llenar desde la invención. A ver: no de manera deliberada, sino como vicio mental, como vía expedita para conferirle fluidez a lo contado; como tabla de salvación frente a la caída en el abismo de la insustancialidad y de la nada. Se cuentan hechos reales, porque sucedieron, pero en el proceso narrativo se impregnan de imágenes, figuraciones, detalles, y vislumbres de lo que pudo ser. Es decir, no hay texto narrativo químicamente puro, exento de los elementos propios de la imaginación: ergo, de la ficción, y ella exige necesariamente verosimilitud, y no, consecuentemente, la verdad como hecho incontrovertible.
Se cree en la verdad y se cree en la buena ficción: entre ambas categorías hay límites precisos, así como reglas de todo tipo (incluso, legales y hasta morales), solo que las líneas de lo real y de lo literario son tan sutiles e indecisas, que las pasamos sin apenas enterarnos. A veces, de manera paradójica, creemos en la ficción y no así en la realidad, y para que esto suceda han de presentarse muchas cuestiones, pero lo básica es el pacto que deberá establecerse entre el emisor y el receptor: en la ficción, que sea tan buena que convenza, a pesar de tratarse de hechos claramente fantasiosos; en la segunda, que sea tan traída de los cabellos (perturbadora, descabellada y transgresora), que quienes se enfrenten a ella sientan que es imposible que pase el filtro de la razón, y automáticamente la cataloguen como mera ficción.
Realidad y ficción establecen así una interesante dialógica, que se entreteje y anuda como en una extraña simbiosis, que es en sí, atisbo de la vida misma. A diario nos topamos con hechos tan sorprendentes, que para definirlos solemos decir con naturalidad: “no me lo puedo creer”, los sentidos nos engañan, somos presas de una alucinación, pero está allí frente a nosotros y no podemos menos que asombrarnos frente a tal portento. Visto así, no tendría que exigírsenos a los narradores la “verosimilitud” como artificio, es más, tal noción (lejana en el tiempo) debería desaparecer, porque al narrar la vida lo hacemos también con sus propios portentos, y si a todo ello le aunamos lo que nuestra mente recrea en su afán totalizador como queda dicho (desde la propia vida, porque no somos marcianos ni venusianos, sino sencillamente terrícolas contando desde nuestra propia piel), pues estamos ante un hecho realmente desafiante: la existencia contada en todo esplendor, por maravilloso o aterrador que parezca.
3. Ser lector es ser el bueno y el malo de la novela o del cuento; es ser todos los personajes, porque infinidad de veces nos sentimos atraídos por seres recreados que representan, en nuestra interioridad, la antítesis de la bondad o del sacrificio personal, y de pronto nos vemos aplaudiendo a la callada las malas acciones, o sonriendo y disfrutando ante las picardías de un ser recreado por el autor, y sin percatarnos declaramos con ello que la existencia es un drama o una comedia, y en ambas circunstancias respondemos desde nuestros propias creencias y referentes, desde nuestras ambiciones y anhelos, desde nuestras certezas y dudas, y ello es la vida en bruto, sin imposiciones dogmáticas ni filosóficas ni morales: se expresa nuestro lado oscuro, nuestra sombra.
4. La escritura es un arte, pero nadie podrá negar que en ella (como en tantas otras) es el ego el motor que nos mueve a acrecentar la obra, a volver las noches días por el mero afán de ver la sumatoria de páginas, que es en sí misma un éxito personal, independientemente de cuál sea su recepción (eso declaramos, pero en realidad no es así).Todo artista tiene un ego bastante desbalanceado (yo diría, desproporcionado) y cuando publicamos una obra (o nos la publican, en todo caso) nos sentimos el centro del mundo, como si todo girara a nuestro alrededor, que lo alcanzado es superior a lo visto hasta ahora y que nada podrá desmeritar tamaño esfuerzo, so pena de “reconocer” en ese otro a un ser infame, carcomido por el innoble sentimiento de la envidia. Poco dura esta emoción: ese trance que se mece entre la razón y lo sutil del espíritu, y pronto caemos en un vacío inconmensurable, que solo podrá ser llenado por un nuevo proyecto, que nos insufle renovadas energías y nos devuelva a esa suerte de “nirvana” que es el ego, que nos obnubila, es cierto, pero nos mueve a seguir creando desde el fuego interior.
rigilo99@gmail.com
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