Benedicto XVI
Su Introducción al cristianismo no es sólo lo que anuncia el título, ya que, más que un pórtico para adentrarse en la fe cristiana, es en sí el anuncio de una esperanza, cuyo impacto ha significado un enorme punto de inflexión en la historia
Cada vez que me acerco a la figura del papa Francisco, más echo en falta al gran Joseph Ratzinger, Benedicto XVI, cuya trayectoria trasciende el hecho puntual de haber llegado a Papa, para internarse en el mundo de las ideas, de la abstracción filosófica y teológica, de la comprensión del papel de la Iglesia en un mundo complejo como el nuestro, que requiere de sus líderes claridad y perspectiva del momento histórico, así como pulso firme frente a sus enormes desafíos.
Seguí a Ratzinger desde sus tiempos cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma, y me llamó poderosamente la atención su firmeza en cuanto a la doctrina, pero a la vez su extraordinaria flexibilidad para adentrarse en un contexto que cambiaba a paso vertiginoso, y hacía de la Iglesia un punto focal desde el cual articular acciones que le permitieran anclarse verdaderamente en la modernidad, sin perder su esencia y núcleo: Jesús, y su mensaje salvífico.
Seguí a Ratzinger desde sus tiempos cuando era prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe en Roma, y me llamó poderosamente la atención su firmeza en cuanto a la doctrina, pero a la vez su extraordinaria flexibilidad para adentrarse en un contexto que cambiaba a paso vertiginoso, y hacía de la Iglesia un punto focal desde el cual articular acciones que le permitieran anclarse verdaderamente en la modernidad, sin perder su esencia y núcleo: Jesús, y su mensaje salvífico.
Fue el cardenal Ratzinger mano derecha de Karol Wojtyla, el Papa polaco, y desde su preeminente posición supo anteponer los intereses reales de la Iglesia y su proyección a futuro, a las modas light, que buscan siempre lo efímero en aras de la atracción mediática (frente a hechos intrascendentes pero atractivos), olvidando, peligrosamente, lo que subyace, lo que da contenido y sustancia a una institución fundante de lo civilizatorio.
En Joseph Ratzinger es clave su obra intelectual, que se adentra en los territorios del Ser, que va más allá de lo conocido como “verdad” para intentar desvelar, con fina y densa prosa, su propuesta doctrinaria que, si bien, no fue rompedora de lo establecido para fundar su propia escuela, buscó con afán impregnarla de nuevos aires, refundarla con base en novedosos argumentos, hacerla más cercana a los ojos de un mundo cada vez indiferente a la noción de un Dios cercano y amigo, inmanente y siempre presente, aunque intangible y silencioso desde los cánones de una humanidad ahíta de mensajes e imagen.
Su Introducción al cristianismo no es sólo lo que anuncia el título, ya que, más que un pórtico para adentrarse en la fe cristiana, es en sí el anuncio de una esperanza, cuyo impacto ha significado un enorme punto de inflexión en la historia de la humanidad. Si bien es cierto que en su prosecución se han cometido infinidad de errores y tropelías, que hoy son parte del lado oscuro de su largo recorrido, ha significado para millones de personas fuente de inmensa alegría y confianza.
El Jesús de Nazaret del tímido y circunspecto Benedicto XVI, es una obra esencial para la comprensión de la cualidad humana y divina del hombre de Nazaret, cuya figura dividió la historia universal en un antes y un después, y queda expuesto en estas magníficas páginas sin artificios ni piruetas; todo lo contrario: la sencillez y diafanidad de la obra contrasta con la importancia de lo que nos cuenta, lo que la hace cercana, asequible al mundo; adecuada a una cristología exenta de todo aquello que pudiera elevarla a una insuperable ininteligibilidad argumental.
En sus ocho años de pontificado, Benedicto XVI publicó apenas tres encíclicas: Deus caritas est, Caritas in veritate y Spe Salvi, empero, son de tal importancia, que en su momento llegaron a editarse con tirajes sorprendentes (millones de ejemplares en todo el mundo y en todas las lenguas) y aún hoy siguen siendo fuente de interés y de consulta, así como una cantera de relevancia para la comprensión de su mensaje: la esperanza cristiana lanzada a un mundo de intereses divergentes, que marcha hacia un futuro incierto carente de rumbo y de objetivos vitales.
La personalidad afable y sencilla de Benedicto XVI “chocó” con el mundo, tan habituado a la manipulación y a la farsa, su palabra certera (que a su entender “debe estar ahí siempre para la gente”) buscó erigirse en vaso comunicante, en eje articulador de la noción de Dios y la realidad del mundo, y era a menudo tan sugerente, pero tan sutil y brillante, que pasaba como mero artificio propio de la pompa y la vanidad de un cargo tan relevante como el que ostentaba, y para muchos coló inadvertida su portentosa hondura, su afilada estatura intelectual, su elevada carga cristológica y salvífica, desperdiciándose (quizás para siempre) la valiosa oportunidad de convertirla en guía en medio de las tinieblas.
Hace ya dos años de la partida de este mundo de Benedicto XVI (para entonces papa emérito), ocurrida el 31 de diciembre de 2022 a los 95 años, en el monasterio Mater Ecclesiae del Vaticano, y dejó tras de sí un legado filosófico, teológico y pastoral a cuestas tan portentoso y admirable, que hoy tirios y troyanos (entiéndase: amigos y detractores) coinciden en afirmar que ha sido una de las obras de mayor envergadura en toda la historia de los pontificados, que lleva ya unos cuantos siglos.
A muchos sorprendía su brillo personal (que era enorme), su hablar pausado y voz musical aflautada, su mirada y sonrisa tímidas a más no poder (había perdido la visión de su ojo izquierdo), sus movimientos torpes sobre el estrado (que para Peter Seewald, su más conspicuo biógrafo, eran propios de un Charlie Chaplin), su trato cordial y sin ambigüedad, su saber escuchar a los otros, su absoluta ausencia de arrogancia o de aires de superioridad; todo hacía de él una figura entrañable y discreta.
La renuncia al trono petrino por parte de Benedicto XVI, independientemente de sus razones personales (miedo a la llegada de los “lobos”, como lo había anunciado con bastante anterioridad, su estado de salud y su deseo de volver a ser uno más en la viña del Señor para orar, leer, tocar al piano y cuidar a sus gatos), fue un acto de desprendimiento al poder y a la gloria del mundo, como pocas veces se ha visto en los anales de la historia eclesiástica (y ni se diga de la universal), que lo eleva a la categoría de un ser de excepción.
Fue, —¿qué dudas caben? —, un gran doctor de la Iglesia y, posiblemente, un beato y un santo.
rigilo99@gmail.com
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