Venezuela, que hasta la década del 70 había sido una tierra prometedora para inversores criollos o extranjeros e inmigrantes europeos que huían de las posguerras, se transformó durante aquella bonanza en una nación opulenta que fungía de Meca democrática para emigrantes sudamericanos que escapaban de pobreza y dictaduras. Simultáneamente, nos convertimos en una fuente de turistas escandalosos que viajaban alrededor del mundo derrochando sus petrodólares bajo el lema de “Ta’ barato, dame dos”. Nos autobautizamos como los “alegres viajeros” hasta que la realidad tomó forma de Viernes Negro. 

Entre 1999 y 2003 el petróleo subió de 12 a 25 dólares, hasta su pico de $146 en 2008. Este segundo boom petrolero ya no “sin precedentes” (así que no tenemos perdón de Dios), significó un ingreso real mayor que el anterior... y volvimos a poner un huevo. El permanente y súper repotenciado “viernes negro” que vivimos hoy -que algunos niegan de manera enfermiza e inexplicable- nos ha convertido, esta vez, en fuente ya no de turistas adinerados, sino de peregrinos internacionales que arrastramos nuestra miseria con un honor humilde que tiene desconcertados a nuestros hermanos latinoamericanos. Ciertamente ha habido brotes de xenofobia en el Perú o en la frontera de Brasil, pero, aunque escandalosos, son excepcionales. En la inmensa mayoría de los casos, y hablamos de millones, nos han abierto los brazos y hemos correspondido con agradecimiento. 

Alguna vez nos quisieron por nuestros dólares, hoy nos respetan por nuestra dignidad. 

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