Franco sale de la tumba
RAFAEL DEL NARANCO. Durante casi cuatro décadas gobernó con mano implacable. Exaltado hasta limites inverosímiles y con una hagiografía recargada que para sí hubieran deseado sus antecesores
Francisco Franco Bahamonde fue enterrado a los pies del altar mayor del Valle de los Caídos el 23 de noviembre de 1975, tres días después de su fallecimiento y bajo una lápida de 1.500 kilos de piedra blanca de Alpedrete. El actual gobierno español ha decidido sepultarlo en otro lugar.
(De los periódicos)
España, nación que creo conocer en alguna de sus formas, nos sigue pareciendo una entelequia incapaz de descifrarse, y quizás no lo vislumbraremos nunca al ser ella una idea en sí misma.
Han pasado más de cuatro décadas de la muerte y enterramiento del autócrata, y España, con una generación completa que no conoció los pavores de la guerra entre “una tierra que nacía y otra que alboreaba”, sigue creando focos de enfrentamientos cuyas consecuencias solamente hablan de que el esperpento pasado aún no se ha convertido en olvido.
Todo pueblo que no enfrente su pasado malévolo malamente podrá resolver el futuro que le espera.
En noviembre se cumplirán 43 años de la expiración de Francisco Franco, “Caudillo de España por la Gracia de Dios”. Un tiempo en el cual su recuerdo se hizo vaho, sombras y no pocas nostalgias.
Durante casi cuatro décadas gobernó con mano implacable. Exaltado hasta límites inverosímiles y con una hagiografía recargada que para sí hubieran deseado sus antecesores en el poder.
Fue un militar corto de estatura, regordete, introvertido, construido de silencios herméticos. Sobre él se preguntó el profesor Reig Tapia: “¿Fue un santo cruzado, el último caballero cristiano, o un frío e implacable justiciero que aterró a los vencidos con una represión que no llegaron a entender ni sus aliados los nazis”?
Uno, nacido cuando ese hombre ya mandaba, no lo sabe. El escribidor de estas dos cuartillas sobrevivió bajo aquella oleada interminable de un doliente sudario, y sigue entre las brumas sin saber aún discernir lo que ha significado para su existencia la presencia sobre mente y cuerpo la figura de ese personaje absolutista.
Un mes y veintitrés días antes de su fallecimiento, Franco firmó cinco sentencias de muerte. Señalan que fue su último gran error, y de ahí resurge la pregunta obligada: ¿Esa perpetua oscuridad impregnada durante cuatro décadas, ha sido en realidad otra cosa que una extendida amargura?
Hoy se siguen haciendo extensos estudios sobre el auténtico perfil del hombre, del militar y del político que durante cuarenta años del siglo XX acaparó todo él la historia de España, mientras a la par sigue existiendo en alguna parte, entre las entrañas de miles de personas construidas de éxodo y llanto, un vacío tremebundo el cual no podrá llenarlo ni el propio olvido.
Franco, enterrado bajo una inmensa losa de granito en la nave central de la Basílica del Valle de los Caídos, cercano a Madrid, sigue siendo en cierta forma la activa encarnación de la Santísima Trinidad, al haber convergido en él la divinidad del poder pleno, absoluto. A tal causa que mi persona, españolito de a pie, puede decir sin ruborizarse: “He convivido a la sombra omnipotente de un dios”.
La mitología franquista necesitó, como los prohombres/divinos del Olimpo griego, de una puesta en escena grandilocuente y para ello estaba la palabra, ya que nunca una herramienta hizo tanto en el endiosamiento de una figura humana.
Franco era “Caudillo por la Gracia de Dios” y, como la mismísima Santa Eucaristía, penetraba en toda iglesia, abadía o catedral, bajo palio. Jamás se inclinó ante un cardenal u obispo, ellos lo hacían ante él. La Iglesia católica era su madre, pero le sirvió ella cual una esclava. El Generalísimo vivió entre el brazo incorrupto de Santa Teresa de Ávila y el oscurantismo de Trento. Y todo el país, al unísono, hizo lo mismo.
“Caudillo de la nueva Reconquista” lo llamaron en encendidos versos, y no haría falta decir, siguiendo el camino pentecostés, que a la par de las basílicas medievales, los patios andaluces, los colmados extremeños y los “chigres” asturianos, los españoles estábamos construidos de jaras, chopos, olmos, almenares y polvo seco de los caminos, mientras íbamos crecido y germinado en nuestros sueños abúlicos a la sombra de los almendros en flor.
Albert Camus, hispano hasta de oficio -su madre era española-, expresó con firmeza algo que retrata en dimensión cabal la realidad peninsular de esos años:
“Fue en España donde mi generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, golpeado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa”.
Decir que “África comenzaba en los Pirineos” no era solamente una frase ennegrecida al alba de la historia del país, sino el menoscabo que creó detrimento sobre las estrías de una nación, y es que la estela de Franco aún no ha terminado de dejar su última ola sobre las playas de Iberia. Durante 40 años toda España era él.
rnaranco@hotmail.com
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