Cadena perpetua
En aras de una mejor lucha contra el crimen, la ideal efectividad de las penas no está en su dureza sino en su inexorable cumplimiento
La cadena perpetua repugna al sentimiento humanitarista. Eso de enjaular a una persona por el resto de su vida es detestable. Es lo que cantó Dante en la Divina Comedia, una de las obras cumbres de la literatura universal y la más alta de Italia, con la inscripción habida en las puertas del infierno: “Aquí se pierden todas las esperanzas”.
La esperanza es la creencia, filiada con el optimismo, que basa los deseos en términos de creerlos no sólo posibles sino probables. La total desesperanza causa una postración infinita en la más honda sima de lo deprimente y equivale a una muerte anímica y espiritual. Por eso las célebres frases de que “mientras hay vida, hay esperanza” y “la esperanza es lo último que se pierde”.
Por lo tanto, no cabe duda de que con la cadena perpetua, terrible pena con ánimo disuasorio aparte de la evidente intención sancionatoria en grado sumo, se puede trazar un paralelismo con la pena de muerte, que es muy cruel e inhumana y colmo de la degradación justiciera porque, como su nombre lo indica, es la muerte en su sentido propio o físico y la cadena perpetua que implica la muerte espiritual.
Bastaría considerar el carácter irreversible de la pena de muerte, para que se aprecie en su inmensa magnitud la postración moral implícita: cuando se aplica y si después se probara la inocencia del ejecutado, ya no habría posibilidad alguna de corregir el mortal error porque es imposible volver a la anterior situación o al estado de que el inocente resucite o vuelva a la vida… En el mundo hay casos de personas a las que se aplicó la pena de muerte y, con posterioridad, se probó su inocencia porque descubrióse a los verdaderos culpables. Amnistía Internacional destaca once países que ejecutan o matan personas de manera recurrente cada año: “China, Egipto, Irán, Irak, Arabia Saudita, Estados Unidos, Vietnam y Yemen”.
El propósito suasorio –para incidir en la mentalidad de los criminales– es evidente en la del todo ilógica exageración, con claro propósito simbólico, de algunas penas muy severas como la de “prisión perpetua y noventa y nueve años más”, que se aplicó a unos muy jóvenes criminales estadounidenses (Richard Loeb y Nathan Leopold) con un coeficiente intelectual altísimo –se consideraban intelectualmente insuperables– e influidos por la teoría del “superhombre” de Nietzsche (por ellos muy malentendida) que en Boston asesinaron a un niño tan sólo para demostrar la posibilidad de cometer un crimen perfecto y desmentir la idea de que “no existe el crimen perfecto”, que muchos expresan con reiteración por doquier.
Loeb y Leopold fueron defendidos por el famoso criminalista estadounidense Clarence Darrow, que pronunció un célebre alegato contra la pena de muerte, que aquí lo reprodujo en teatro, con éxito y en solitario (él actuó solo, porque de resto hubo mucho público) un famoso actor venezolano (¿Carlos Márquez?). A ese crimen los estadounidenses llamáronlo “el crimen del siglo”.
Víctor Hugo, uno de los más grandes escritores en la historia universal, quien a los catorce años recibió un premio de la Academia Francesa, formuló un magnífico alegato contra la pena de muerte en su obra “El último día de un condenado a muerte”, en el cual quien sería ejecutado describe de un modo patético y muy doloroso sus últimos momentos. En su harto famosa obra “Los miserables” también se pronunció contra la pena capital.
Son muy crueles tanto la pena de muerte como la cadena perpetua. Los criminales también son muy crueles. Pero esta indiscutible verdad no justifica que los demás también se porten como criminales al cometer actos de crueldad o estar de acuerdo con esta conducta o, para decir lo menos (que ya es decir bastante), no es de buen signo el coincidir con los criminales en crueles procederes.
Nada más aborrecible que la crueldad. Es indefectible la sensibilidad –en personas de bien, naturalmente– para poder condolerse del dolor ajeno y muy especialmente de los congéneres, así como del sufrimiento de todos los seres. La ideal sensibilidad implica la capacidad de sentir el dolor ajeno y de tener compasión. Quien no tenga sensibilidad y sea incapaz de tener compasión, es cruel. Al respecto es oportuno el recordar lo expresado por Ortega y Gasset acerca de que “esa incapacidad de sentirse herido en la herida del prójimo, hace que todo sea posible en España”; y que la crueldad también personifica a los criminales. Es más: esa crueldad o falta de compasión e insensibilidad general caracteriza de modo principal a los criminales porque está consubstanciada con éstos. Una sola vez (bastó) ví por televisión el administrar en Estados Unidos la pena de muerte a un condenado, que caminaba por el pasillo fatídico y me dije que él se lo buscó por sus horribles crímenes; pero seguí sintiendo lástima por aquel ser humano.
Por esa crueldad los criminales merecen que se les aplique una pena y una pena de penal, para que no puedan seguir delinquiendo y cometiendo atrocidades de toda índole. Es irrebatible que sí hay el derecho de punición, muy justificado por lo demás. Pero esto, que parece una verdad de Don Pero Grullo, no lo es aunque parezca mentira porque hasta una rama de la Criminología –la “Criminología crítica”– se atrevió a asegurar que “la sociedad tiene los delincuentes que se merece”… Así que aunque parezca una afirmación tautológica por declarar lo evidente, el derecho de punición se justifica y por potísimas razones jurídicas, éticas y filosóficas:
El eminentísimo penalista alemán Hans-Heinrich Jescheck, enseña: “El derecho penal se basa en el poder punitivo del Estado (“ius puniendi”) y a su vez constituye una parte del poder estatal. Uno de los cometidos indispensables del Estado es la creación de un orden jurídico, ya que sin él no sería posible la convivencia humana. El Derecho Penal es uno de los componentes imprescindibles en todo orden jurídico, la protección de la convivencia humana sigue siendo una de sus principales misiones (…) El Derecho Penal no sólo limita la libertad, sino que también crea libertad (…)’’ (resaltados míos).
Kant asevera que “(…) éticamente la pena es una exigencia incondicional que merece el delincuente; es un imperativo categórico, independientemente de su utilidad social”. Hegel afirma que “el delito niega el Derecho; la pena niega el delito y, siendo la negación de una negación, la pena reafirma el derecho”.
Kelsen reduce todo el Derecho a la lógica: “Toda norma jurídica consiste en una proposición condicional que enlaza un supuesto de hecho con una consecuencia jurídica”. Para este gran pensador es vínculo es el “deber ser”. Y concluye: “En Derecho pasa lo siguiente: si es A (supuesto de hecho) debe ser (enlace normativo) B (consecuencia jurídica). Y si no es B debe ser C”. Esta parte C es muy importante porque porque es el punto de la coacción, que para Kelsen era importantísimo pues sostenía que la coacción es el elemento esencial y primigenio del Derecho.
La pena, además de que su fin primero o principal es castigar, tiene otra finalidad de mucha importancia que es el de regenerar a quien delinquió, para que prescinda de sus hábitos antisociales y logre llevar una vida con un nivel ético adecuado o al menos tolerable. El Derecho Penal tiene como principal misión la de mantener el orden público y el dar protección a la ciudadanía. En relación con ello, el insigne criminólogo Fernando Pérez Llantada, S.J. (sacerdote jesuita y decano de la Facultad de Derecho y decano de Postgrados en la Universidad Católica Andrés Bello) escribió en su monumental tratado “Criminología”, hacía énfasis en el fin punitivo y también en el fin de prevención de la pena en términos de precaver el delito.
La pena, en conclusión, tiene en el moderno Derecho Penal el fin preponderante de la resocialización de los delincuentes, que es frustrado por completo por la pena de muerte—como es lógico—y casi en su totalidad por la cadena perpetua.
El presidente Maduro, ante la colosal e impúdica sarta de crímenes contra el patrimonio público y en explosiva declaración, llegó a proponer la cadena perpetua para los peculadores y otros delincuentes concernidos; pero salta a la vista la diferente vara de medir los crímenes de corrupción y los crímenes violentos o de sangre como los asaltos o atracos, por ejemplo, para los cuales ningún presidente u otro alto funcionario en la moderna historia patria ha postulado esa terrible pena de prisión eterna ni mucho menos.
Esa diferencia al mensurar ambas modalidades criminosas es bastante llamativa –para mí al menos– porque no cabe duda de que los delitos de matar, como primera intención o ésta implícita o sobrevenida, son muchísimo más graves que los de corrupción, sin quitar a estos últimos delitos ni a sus autores su despreciable condición merecedora de penas elevadas; pero no más que las sanciones penales que se deben aplicar a quienes maten gente en la perpetración de crímenes tan abominables como el robo, la violación y el secuestro. Es interesante e ilustrativo el señalar –en torno a la harto razonable agravante de dar muerte o de querer darla– que la ley estadounidense (“CSEA” O Cyber security Enhancement Act) aprobada por una mayoría aplastante del Congreso, fulminó cadena perpetua para terroristas y, si sus crímenes no implicaran peligro de muerte, las penas serían de veinte años de cárcel.
Ni este Gobierno, ni todos los demás, se han valido de la mejor solución contra el crimen: el controlar la natalidad. La superpoblación causa pobreza y la pobreza extrema propende al delito. Uno de los rasgos sobresalientes de los países más civilizados o, cuando menos más educados, es la preocupación por el devenir de la población y principalmente por el crecimiento de la población, que es la principal fuente de los llamados problemas de población. En general se dice que hay problemas de población cuando no hay una relación adecuada entre población y recursos, anomalía que se manifiesta por coexistir con ciertos problemas demográficos, económicos, sociales, geopolíticos, médicos, educativos, etc.
Dicha anomalía puede ser determinada o agravada por una “explosión demográfica” debida, por lo general, a la inexistencia o ruptura del equilibrio que debe haber entre la natalidad y la mortalidad. Una explosión demográfica es el violentísimo crecimiento de la población, que ocurre cuando la natalidad es mucho mayor que la mortalidad. Crecimiento que suele generar un gran malestar social, porque los recursos son menores que las necesidades. De ahí la necesidad de una regulación de la natalidad, que puede ser aplicada por quienes lo deseen.
La explosión demográfica es para Toymbee el más grave después de la destrucción de la Humanidad por las armas nucleares, peligro bastante agravado en la actualidad por la peligrosísima agresión u hostilidad en gavilla contra la muy poderosa Rusia. E incluso el primer peligro si se considera que aquel problema (la superpoblación) genera expansionismo y consiguientes guerras.
Fue hasta mitad del siglo XIX que la población mundial llegó a mil millones de habitantes; pero bastó menos de un siglo para aumentar otros mil millones y otros treinta años para llegar a los los tres mil millones. Y cuando alboreó el siglo XXI, más de siete mil millones. Por todo ello han coincidido socialistas y capitalistas en la extrema necesidad de regular la fecundidad. Hasta la Iglesia Católica concuerda y patrocina centros de planificación familiar y sólo difiere en los métodos: solamente por serios motivos que eximan de la esencial obligación (“creced y multiplicaos”) de procrear en el matrimonio, postulan el de abstinencia total y parcial o “natural” o del “ritmo” y de Ogino y Knauss, para aprovechar los lapsos estériles de las mujeres. El magnífico médico Enrique Benaím Pinto me dijo una vez –riéndose– que él había visto muchos “oginitos”.
La Iglesia Católica repudia categóricamente los métodos artificiales, aunque el ilustre pontífice Pío XII (alocución del 28-11-1951) pareció sugerir una eventual conformidad con la contracepción artificial; pero la natural, insisto, fue aceptada el 10 de febrero de 1880 por León XIII (Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae) y ratificada el 31 de diciembre de 1930 por Pío XI (Encíclica Casti Connubi). La O.M.S. y las NN.UU han hecho tajantes pronunciamiento a favor del control de la natalidad.
Una política demográfica propende a lograr el óptimum en la calidad de la población y ésta se afecta por su crecimiento incontrolado. Una multiparidad excesiva, además, predispone al cáncer cervical. Es equivocado creer que si se tiene un gran territorio no hay problema de población. No se debe relacionar la población con su territorio sino con sus recursos demográficos disponibles: agua, alimentos, educación, vivienda y un largo etcétera que incluye las posibilidades de comunicación, estacionamientos y recreación. Luchar por la asistencia (médica sobre todo) y aquellos bienes y servicios, es la presión demográfica. Ojalá que Venezuela no reincida en el nefasto equívoco por su gran territorio propicio a esa tentación.
Hace unas cuatro décadas la tasa de natalidad llegó hasta 45 y ha ido descendiendo (por la inflación y carestía) hasta el 21,6 de 2004. Mas el proletariado (de prole, prolíficos) sigue sufriendo un crecimiento galopante, cual autodestructivo cáncer y al ritmo de la denominada “fecundidad natural”. Y hay que ayudarlos: se ven madres muy pobres cargadas de hijos, en patética contraposición a las ricas que tienen dos o tres. Además así se lucharía contra el flagelo del aborto clandestino (flagelo causado por el palmario error de no haber legalizado el aborto libre) y según el antes mencionado principio de salud pública de que es preferible que el hijo abortado no hubiera sido concebido. El haber actuado y actuar crasamente en esta materia ha sido y es prácticamente una tragedia nacional.
Se combatiría también la criminalidad, pues la pobreza influye en ésta y aunque no como su causa principal que es la impunidad. Es admirable la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida; pero hasta los animales regulan sus nacimientos cuando no es propicia la circunstancia. Dentro del derecho a la educación debe figurar la sexual para que las familias procreen los hijos que puedan mantener y educar.
Dicho sea de paso, no quiero decir con esto que el Gobierno actual o el presidente no se preocupen y ocupen del gravísimo problema de la criminalidad, puesto que se logró beneficiar en grande a la ciudadanía al enervar –por vez primera desde el general Pérez Jiménez– esa criminalidad y llevarla a un evidente nivel tolerable por mucho menor que el habido en décadas pasadas, en las que no hubo una respuesta efectiva del Estado contra tal criminalidad.
Es muy probable que esto (la inacción contra la criminalidad) se deba a que las así llamadas “democracias” son reluctantes a “reprimir” porque esto las parangona con las dictaduras; pero la más oprobiosa dictadura era la que por décadas ejerció la criminalidad contra el pueblo venezolano, al compás de la más escandalosa impunidad de toda laya de delincuentes. A partir del año 2000 (COPP) hubo un alud de disposiciones legales y un inaudito cabalgamiento de beneficios que libertaban pronto hasta a los homicidas. Algo de eso se mantiene hoy día…
Empero, el Gobierno, que ha tenido innegable éxito en la prevención y lucha contra el crimen, ha descuidado olímpicamente la mejor solución contra el aterrador yugo de la criminalidad: el control de la natalidad.
La esperanza es la creencia, filiada con el optimismo, que basa los deseos en términos de creerlos no sólo posibles sino probables. La total desesperanza causa una postración infinita en la más honda sima de lo deprimente y equivale a una muerte anímica y espiritual. Por eso las célebres frases de que “mientras hay vida, hay esperanza” y “la esperanza es lo último que se pierde”.
Por lo tanto, no cabe duda de que con la cadena perpetua, terrible pena con ánimo disuasorio aparte de la evidente intención sancionatoria en grado sumo, se puede trazar un paralelismo con la pena de muerte, que es muy cruel e inhumana y colmo de la degradación justiciera porque, como su nombre lo indica, es la muerte en su sentido propio o físico y la cadena perpetua que implica la muerte espiritual.
Bastaría considerar el carácter irreversible de la pena de muerte, para que se aprecie en su inmensa magnitud la postración moral implícita: cuando se aplica y si después se probara la inocencia del ejecutado, ya no habría posibilidad alguna de corregir el mortal error porque es imposible volver a la anterior situación o al estado de que el inocente resucite o vuelva a la vida… En el mundo hay casos de personas a las que se aplicó la pena de muerte y, con posterioridad, se probó su inocencia porque descubrióse a los verdaderos culpables. Amnistía Internacional destaca once países que ejecutan o matan personas de manera recurrente cada año: “China, Egipto, Irán, Irak, Arabia Saudita, Estados Unidos, Vietnam y Yemen”.
El propósito suasorio –para incidir en la mentalidad de los criminales– es evidente en la del todo ilógica exageración, con claro propósito simbólico, de algunas penas muy severas como la de “prisión perpetua y noventa y nueve años más”, que se aplicó a unos muy jóvenes criminales estadounidenses (Richard Loeb y Nathan Leopold) con un coeficiente intelectual altísimo –se consideraban intelectualmente insuperables– e influidos por la teoría del “superhombre” de Nietzsche (por ellos muy malentendida) que en Boston asesinaron a un niño tan sólo para demostrar la posibilidad de cometer un crimen perfecto y desmentir la idea de que “no existe el crimen perfecto”, que muchos expresan con reiteración por doquier.
Loeb y Leopold fueron defendidos por el famoso criminalista estadounidense Clarence Darrow, que pronunció un célebre alegato contra la pena de muerte, que aquí lo reprodujo en teatro, con éxito y en solitario (él actuó solo, porque de resto hubo mucho público) un famoso actor venezolano (¿Carlos Márquez?). A ese crimen los estadounidenses llamáronlo “el crimen del siglo”.
Víctor Hugo, uno de los más grandes escritores en la historia universal, quien a los catorce años recibió un premio de la Academia Francesa, formuló un magnífico alegato contra la pena de muerte en su obra “El último día de un condenado a muerte”, en el cual quien sería ejecutado describe de un modo patético y muy doloroso sus últimos momentos. En su harto famosa obra “Los miserables” también se pronunció contra la pena capital.
Son muy crueles tanto la pena de muerte como la cadena perpetua. Los criminales también son muy crueles. Pero esta indiscutible verdad no justifica que los demás también se porten como criminales al cometer actos de crueldad o estar de acuerdo con esta conducta o, para decir lo menos (que ya es decir bastante), no es de buen signo el coincidir con los criminales en crueles procederes.
Nada más aborrecible que la crueldad. Es indefectible la sensibilidad –en personas de bien, naturalmente– para poder condolerse del dolor ajeno y muy especialmente de los congéneres, así como del sufrimiento de todos los seres. La ideal sensibilidad implica la capacidad de sentir el dolor ajeno y de tener compasión. Quien no tenga sensibilidad y sea incapaz de tener compasión, es cruel. Al respecto es oportuno el recordar lo expresado por Ortega y Gasset acerca de que “esa incapacidad de sentirse herido en la herida del prójimo, hace que todo sea posible en España”; y que la crueldad también personifica a los criminales. Es más: esa crueldad o falta de compasión e insensibilidad general caracteriza de modo principal a los criminales porque está consubstanciada con éstos. Una sola vez (bastó) ví por televisión el administrar en Estados Unidos la pena de muerte a un condenado, que caminaba por el pasillo fatídico y me dije que él se lo buscó por sus horribles crímenes; pero seguí sintiendo lástima por aquel ser humano.
Por esa crueldad los criminales merecen que se les aplique una pena y una pena de penal, para que no puedan seguir delinquiendo y cometiendo atrocidades de toda índole. Es irrebatible que sí hay el derecho de punición, muy justificado por lo demás. Pero esto, que parece una verdad de Don Pero Grullo, no lo es aunque parezca mentira porque hasta una rama de la Criminología –la “Criminología crítica”– se atrevió a asegurar que “la sociedad tiene los delincuentes que se merece”… Así que aunque parezca una afirmación tautológica por declarar lo evidente, el derecho de punición se justifica y por potísimas razones jurídicas, éticas y filosóficas:
El eminentísimo penalista alemán Hans-Heinrich Jescheck, enseña: “El derecho penal se basa en el poder punitivo del Estado (“ius puniendi”) y a su vez constituye una parte del poder estatal. Uno de los cometidos indispensables del Estado es la creación de un orden jurídico, ya que sin él no sería posible la convivencia humana. El Derecho Penal es uno de los componentes imprescindibles en todo orden jurídico, la protección de la convivencia humana sigue siendo una de sus principales misiones (…) El Derecho Penal no sólo limita la libertad, sino que también crea libertad (…)’’ (resaltados míos).
Kant asevera que “(…) éticamente la pena es una exigencia incondicional que merece el delincuente; es un imperativo categórico, independientemente de su utilidad social”. Hegel afirma que “el delito niega el Derecho; la pena niega el delito y, siendo la negación de una negación, la pena reafirma el derecho”.
Kelsen reduce todo el Derecho a la lógica: “Toda norma jurídica consiste en una proposición condicional que enlaza un supuesto de hecho con una consecuencia jurídica”. Para este gran pensador es vínculo es el “deber ser”. Y concluye: “En Derecho pasa lo siguiente: si es A (supuesto de hecho) debe ser (enlace normativo) B (consecuencia jurídica). Y si no es B debe ser C”. Esta parte C es muy importante porque porque es el punto de la coacción, que para Kelsen era importantísimo pues sostenía que la coacción es el elemento esencial y primigenio del Derecho.
La pena, además de que su fin primero o principal es castigar, tiene otra finalidad de mucha importancia que es el de regenerar a quien delinquió, para que prescinda de sus hábitos antisociales y logre llevar una vida con un nivel ético adecuado o al menos tolerable. El Derecho Penal tiene como principal misión la de mantener el orden público y el dar protección a la ciudadanía. En relación con ello, el insigne criminólogo Fernando Pérez Llantada, S.J. (sacerdote jesuita y decano de la Facultad de Derecho y decano de Postgrados en la Universidad Católica Andrés Bello) escribió en su monumental tratado “Criminología”, hacía énfasis en el fin punitivo y también en el fin de prevención de la pena en términos de precaver el delito.
La pena, en conclusión, tiene en el moderno Derecho Penal el fin preponderante de la resocialización de los delincuentes, que es frustrado por completo por la pena de muerte—como es lógico—y casi en su totalidad por la cadena perpetua.
El presidente Maduro, ante la colosal e impúdica sarta de crímenes contra el patrimonio público y en explosiva declaración, llegó a proponer la cadena perpetua para los peculadores y otros delincuentes concernidos; pero salta a la vista la diferente vara de medir los crímenes de corrupción y los crímenes violentos o de sangre como los asaltos o atracos, por ejemplo, para los cuales ningún presidente u otro alto funcionario en la moderna historia patria ha postulado esa terrible pena de prisión eterna ni mucho menos.
Esa diferencia al mensurar ambas modalidades criminosas es bastante llamativa –para mí al menos– porque no cabe duda de que los delitos de matar, como primera intención o ésta implícita o sobrevenida, son muchísimo más graves que los de corrupción, sin quitar a estos últimos delitos ni a sus autores su despreciable condición merecedora de penas elevadas; pero no más que las sanciones penales que se deben aplicar a quienes maten gente en la perpetración de crímenes tan abominables como el robo, la violación y el secuestro. Es interesante e ilustrativo el señalar –en torno a la harto razonable agravante de dar muerte o de querer darla– que la ley estadounidense (“CSEA” O Cyber security Enhancement Act) aprobada por una mayoría aplastante del Congreso, fulminó cadena perpetua para terroristas y, si sus crímenes no implicaran peligro de muerte, las penas serían de veinte años de cárcel.
Ni este Gobierno, ni todos los demás, se han valido de la mejor solución contra el crimen: el controlar la natalidad. La superpoblación causa pobreza y la pobreza extrema propende al delito. Uno de los rasgos sobresalientes de los países más civilizados o, cuando menos más educados, es la preocupación por el devenir de la población y principalmente por el crecimiento de la población, que es la principal fuente de los llamados problemas de población. En general se dice que hay problemas de población cuando no hay una relación adecuada entre población y recursos, anomalía que se manifiesta por coexistir con ciertos problemas demográficos, económicos, sociales, geopolíticos, médicos, educativos, etc.
Dicha anomalía puede ser determinada o agravada por una “explosión demográfica” debida, por lo general, a la inexistencia o ruptura del equilibrio que debe haber entre la natalidad y la mortalidad. Una explosión demográfica es el violentísimo crecimiento de la población, que ocurre cuando la natalidad es mucho mayor que la mortalidad. Crecimiento que suele generar un gran malestar social, porque los recursos son menores que las necesidades. De ahí la necesidad de una regulación de la natalidad, que puede ser aplicada por quienes lo deseen.
La explosión demográfica es para Toymbee el más grave después de la destrucción de la Humanidad por las armas nucleares, peligro bastante agravado en la actualidad por la peligrosísima agresión u hostilidad en gavilla contra la muy poderosa Rusia. E incluso el primer peligro si se considera que aquel problema (la superpoblación) genera expansionismo y consiguientes guerras.
Fue hasta mitad del siglo XIX que la población mundial llegó a mil millones de habitantes; pero bastó menos de un siglo para aumentar otros mil millones y otros treinta años para llegar a los los tres mil millones. Y cuando alboreó el siglo XXI, más de siete mil millones. Por todo ello han coincidido socialistas y capitalistas en la extrema necesidad de regular la fecundidad. Hasta la Iglesia Católica concuerda y patrocina centros de planificación familiar y sólo difiere en los métodos: solamente por serios motivos que eximan de la esencial obligación (“creced y multiplicaos”) de procrear en el matrimonio, postulan el de abstinencia total y parcial o “natural” o del “ritmo” y de Ogino y Knauss, para aprovechar los lapsos estériles de las mujeres. El magnífico médico Enrique Benaím Pinto me dijo una vez –riéndose– que él había visto muchos “oginitos”.
La Iglesia Católica repudia categóricamente los métodos artificiales, aunque el ilustre pontífice Pío XII (alocución del 28-11-1951) pareció sugerir una eventual conformidad con la contracepción artificial; pero la natural, insisto, fue aceptada el 10 de febrero de 1880 por León XIII (Encíclica Arcanum Divinae Sapientiae) y ratificada el 31 de diciembre de 1930 por Pío XI (Encíclica Casti Connubi). La O.M.S. y las NN.UU han hecho tajantes pronunciamiento a favor del control de la natalidad.
Una política demográfica propende a lograr el óptimum en la calidad de la población y ésta se afecta por su crecimiento incontrolado. Una multiparidad excesiva, además, predispone al cáncer cervical. Es equivocado creer que si se tiene un gran territorio no hay problema de población. No se debe relacionar la población con su territorio sino con sus recursos demográficos disponibles: agua, alimentos, educación, vivienda y un largo etcétera que incluye las posibilidades de comunicación, estacionamientos y recreación. Luchar por la asistencia (médica sobre todo) y aquellos bienes y servicios, es la presión demográfica. Ojalá que Venezuela no reincida en el nefasto equívoco por su gran territorio propicio a esa tentación.
Hace unas cuatro décadas la tasa de natalidad llegó hasta 45 y ha ido descendiendo (por la inflación y carestía) hasta el 21,6 de 2004. Mas el proletariado (de prole, prolíficos) sigue sufriendo un crecimiento galopante, cual autodestructivo cáncer y al ritmo de la denominada “fecundidad natural”. Y hay que ayudarlos: se ven madres muy pobres cargadas de hijos, en patética contraposición a las ricas que tienen dos o tres. Además así se lucharía contra el flagelo del aborto clandestino (flagelo causado por el palmario error de no haber legalizado el aborto libre) y según el antes mencionado principio de salud pública de que es preferible que el hijo abortado no hubiera sido concebido. El haber actuado y actuar crasamente en esta materia ha sido y es prácticamente una tragedia nacional.
Se combatiría también la criminalidad, pues la pobreza influye en ésta y aunque no como su causa principal que es la impunidad. Es admirable la madre que ha tenido el valor y el honor de dar la vida; pero hasta los animales regulan sus nacimientos cuando no es propicia la circunstancia. Dentro del derecho a la educación debe figurar la sexual para que las familias procreen los hijos que puedan mantener y educar.
Dicho sea de paso, no quiero decir con esto que el Gobierno actual o el presidente no se preocupen y ocupen del gravísimo problema de la criminalidad, puesto que se logró beneficiar en grande a la ciudadanía al enervar –por vez primera desde el general Pérez Jiménez– esa criminalidad y llevarla a un evidente nivel tolerable por mucho menor que el habido en décadas pasadas, en las que no hubo una respuesta efectiva del Estado contra tal criminalidad.
Es muy probable que esto (la inacción contra la criminalidad) se deba a que las así llamadas “democracias” son reluctantes a “reprimir” porque esto las parangona con las dictaduras; pero la más oprobiosa dictadura era la que por décadas ejerció la criminalidad contra el pueblo venezolano, al compás de la más escandalosa impunidad de toda laya de delincuentes. A partir del año 2000 (COPP) hubo un alud de disposiciones legales y un inaudito cabalgamiento de beneficios que libertaban pronto hasta a los homicidas. Algo de eso se mantiene hoy día…
Empero, el Gobierno, que ha tenido innegable éxito en la prevención y lucha contra el crimen, ha descuidado olímpicamente la mejor solución contra el aterrador yugo de la criminalidad: el control de la natalidad.
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