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Volver a empezar

RAFAEL DEL NARANCO. Existir es la realidad al trasluz de los días con sus dispersas noches, siendo así el primer paso que podemos rozar con esperanza

  • RAFAEL DEL NARANCO

18/08/2018 05:00 am

Con la ciudad a orillas del mar Mediterráneo en la que subsistimos actualmente habiendo dejado Caracas a despecho de los soplos y el desespero, poco o nada en tenemos que decirnos en nuestro retorno.

Abandonamos la urbe peninsular en donde habíamos comenzado nuestros primeros pasos en la redacción del diario provinciano, y hemos regresado a ella con rugosidades en la piel y un recóndito cansancio interior. 

Es incuestionable que el joven idealista de ese entonces ya no es el mismo. Las pequeñas arterias en las que habíamos realizado gacetillas en sus barrios, son ahora enormes avenidas, plazas, modernos bloques de edificios y aires más frescos. La Valencia del Cid es otra, y nuestra persona un caduco mortal llegado del desarraigo voluntario. 

A partir de ese entonces –y han transcurrido 6 años– se nos van los días, semanas y meses en recordar los tiempos caribeños que han sido cada uno de ellos inolvidables. Uno verdea de diversas maneras y siempre las evocaciones son un nido interior cuyos polluelos se hallan asustados debido a la turbación de tener que dejar sus hojuelas. 

Esta última noche de un agosto ibérico de temperaturas enormemente altas, con un libro de trovadores griegos –recopilación de Miguel Castillo Didier editada en la desaparecida Monte Ávila– resguardado sobre el respaldo del tálamo donde cobijo mis alucinaciones cada vez menos dominantes, nos acompaña. 

Así, sobre el camastro sosegado, nos quedamos adormilados entre un vaho de bajamares, capiteles y promontorios jónicos entre unas estrofas empujadas a modo de una emoción seducida entre los versos de Kostis Palamas, Constantino Kavafis, Nikos Kazantzakis, Elías Simopulos, Odiseo Elytis y Yorgos Seferis siempre ensoñado con su “bella Esmirna”. 

Al lado de ellos las palabras de Pablo Liasidis, el mismo que trenzara toda su obra en lengua chipriota-griega, la isla de la perpetua bajamar. Él parece que se nos acercarse y susurra como si leyera sobre nuestra piel desmenuzada: 

“Roca era tu corazón en los comienzos, pero yo arremetí, / y poco a poco lo quebré con el martillo de la esperanza, / y encontré suave arena de dicha y allí anclé, / y brotó el agua artesiana del amor”. 

Tal vez permisiblemente en alguna parte el tiempo –anatema de la supervivencia misma– comience a hacerse llaga y los ensueños, antaño sueltos, recomiencen a deshacerse en luz y sombras mientras seguimos siendo rehenes de sus recuerdos.

Todos en nuestro interior sabemos que la subsistencia desgasta, seca, hiere de tal manera que todo en nuestra entelequia se vuelve una mixtura de magulladuras, un camino zigzagueado de insondables ramalazos donde antes existía un riachuelo de ilusiones. Siendo así, que en otras contiendas, cuando el tiempo inapelable nos alcanza, este nos obliga a enfrentamos con los espectros que han poblado nuestra fortuita nacencia. 

Cruzado ese instante, las dudas se hacen largas, la fosforescencia parece esconderse, y sentimos cómo el fresco de la tierra se fuera amoldándose entre los huesos, ahora mucho más quebradizos. 

Recordamos que en la lejana vereda de Chacaíto, barriada donde hemos transitado en días colmados de sosiego –antaño un remanso y hoy soplo deshumanizado-, el encanto bohemio que envolvía ese recodo de Sabana Grande se ha revertido en una algarada donde impera el desencanto y los mercachifles. 

Se suele narrar en algún epitafio helénico que cuando el gran Eurípides pidió no derramar lágrimas nuevas sobre penas antiguas, destapó el frasco donde se mezcla la esperanza con unas gotas de agua de rosas, ese bálsamo que los pueblos árabes de la cordillera del Atlas dan a los enfermos del alma. 

La actual noche agosteña de la ciudad de río Turia valenciano transcurre sin apaciguar la alta temperatura. Retomo el manual de los poetas griegos donde Takis Varvitsiotis, nacido en Tesalónica donde vivió sus 95 años entre olivos, parras y pinos negros, modulaba versos admirables entre angustias filosas y romero marchito: 

Pasarán años y años, pero tú no pidas / Volver a ver tu color en la penumbra de los ángeles, / No olvides las rosas blancas, /No olvides el polen del cielo, /No digas que la vida no es bella

Existir es la realidad al trasluz de los días con sus dispersas noches, siendo así el primer paso que podemos rozar con esperanza mientras la inexorable partida, cuando llega, es un tránsito de una alucinación a otra, un resplandor de un agosto inundando en los añiles del Mediterráneo, ese piélago que nos mira desde las honduras helénicas en el cual comenzó el atributo del diálogo que nos hizo verdaderamente humanos. 

Lo expresamos una vez en un instante preciso: aunque nos atareáramos sobre ardores a la hora de escribir, el lector no encontraría nada más que resquicios entre las líneas de mis apegos, siendo ese el fundamento de volver, una vez más, a empezar de nuevo. 

rnaranco@hotmail.com
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