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El dios creador

El demiurgo-escritor nos hace guiños por doquier, juega con nosotros, interactúa y establece con cada uno una relación sutil, pero necesaria, a los fines de que estemos contestes y despiertos

  • RICARDO GIL OTAIZA

14/03/2024 05:02 am

Cuando vamos al Diccionario de la Lengua Española por el vocablo “Demiurgo”, hallamos algo interesante: “En la filosofía de los platónicos y alejandrinos, dios creador”; y todo esto va a cuento porque el escritor suele ser considerado como tal: crea nuevos mundos, grandes personajes, intrincadas historias y se hace dueño del destino de todos, y cuando lo analizamos con la cabeza fría nos percatamos de que aquello es sencillamente maravilloso, porque con ese “magma” que moldea con sus manos, configura seres que sufren y disfrutan, que aman y odian, que hacen de sus existencias espacios para la recreación de “realidades” que, nos llevan a volar, a salirnos de la página del libro y asistir fascinados al encuentro de lo imposible.
 
El poder de la escritura creativa es inmenso, y tenemos que estar conscientes de ello, porque sólo así asistiremos a nuestro cotejo con la cuartilla, desde la conciencia de la gran responsabilidad que tenemos en nuestras manos, porque eso que recreamos no es mera fantasía, ya que al ser leído y creído por quienes se acercan a las páginas del libro, pasa a formar parte de su realidad, y ella incide en su persona y en su entorno, y esto podría significar también un reacomodo en su existencia, un cambio sustancial, un impacto tremendo que reoriente su destino y el de los suyos, lo que nos lleva a asumir nuestra labor con una dignidad (no hallo otro vocablo) que deberá ir más allá del aspecto meramente formal, que es importante, no lo niego, y diría que es esencial y consustanciado con lo que se nos cuenta: ese universo paralelo que se abre ante nosotros y que nos lleva de la mano a subsumirnos en él, a ser parte de la trama, a reírnos o a llorar, a hacernos cómplices, más que espectadores de lo allí plasmado.

El demiurgo-escritor está conteste con su papel de dios, y lo asume con gallardía y entrega todo de sí para estar a la altura de las circunstancias, y es precisamente esa “conciencia de sí” lo que lo atribula, lo que lo lleva a entregarse a la tarea creadora con una pasión que va más allá de lo obvio y de la lógica, que lo empuja a olvidarse de él mismo (o de ella) para hacerse parte y todo de lo narrado, para dejar su mundo personal atrás y abrirse sin reticencias a un espacio mágico, en donde habitan seres como los reales, pero que no lo son, aunque esos seres tengan nombres y biografías tomados de la vida misma, porque al ser incluidos en una trama novelesca, los convierte en seres literaturizados o de ficción, que son tan creíbles como los de carne y hueso, y para ello hablamos de la verosimilitud, y aquí está precisamente su encanto y su razón de ser: sentir que todo aquello sucede ante nuestros ojos, que los personajes están tan vivos como nosotros, que su esencia humana es la nuestra y entonces los amamos o los odiamos, pero jamás somos indiferentes frente a ellos, porque no es posible tamaña traición a nuestro pacto como lectores con el artífice de aquellas páginas.

El demiurgo-escritor nos hace guiños por doquier, juega con nosotros, interactúa y establece con cada uno una relación sutil, pero necesaria, a los fines de que estemos contestes y despiertos, a que demos el salto dentro de la página, a que entremos a formar parte de ese mundo de ficción, y cuando esto sucede, que suele ser a las primeras de cambio, pues nos atrapa sin remedio, nos fagocita y lo sabemos, pero nos entregamos a él como lo hace el amante a su pareja, y así de la mano con esos seres fantasmales y reales a la vez, recorremos las calles de ciudades desconocidas para nosotros, nos internamos en inhóspitos territorios, navegamos por inmensos mares, subimos a la cima de los grandes montes, nos topamos con seres extraordinarios en su beatitud o en su maldad, nos codeamos sin más con héroes y villanos, conocemos lo que se oculta tras las sombras, indagamos con inquietud en medio de la oscuridad de la noche y también nos regocijamos cuando el anhelado encuentro, o la verdad escondida, o el sueño imposible por maravilloso, se nos muestran como trofeos ante nuestros ojos.

Leemos cuento y novela, poesía y ensayo, y literatura en general, porque anhelamos ser sublimados por el encanto del creador, de lo contrario sería una tontería acercarnos a las páginas, amén de una pérdida de tiempo, pero sabemos que tras ellas nos aguardan cosas impensables en nuestro propio mundo, por lo menos en sus matices y derivaciones, y dejamos nuestra cotidianidad para abrir el libro y traspasar el umbral: y una vez dentro nos dejamos llevar por las palabras que se hacen imágenes, y sin darnos cuenta somos arrastrados por la corriente de lo contado y nos hacemos parte del cauce, vamos en una suerte de hipnosis viviendo mundos paralelos, cabalgando sucesos y realidades que nos impactan en su esencia, que hacen tambalear nuestras propias convicciones, que nos hacen entrever cuestiones en las que jamás habíamos reparado, y es precisamente allí en donde está la clave de la lectura: ser y no ser, estar y no estar, vivir o dejarse vivir, irnos pero al mismo quedarnos en la quietud del espacio en el que nos hallamos, y todo este portento y esta revelación son materializables gracias al poder de la palabra.
 
No en vano se nos cuenta en la Biblia que Dios, el gran demiurgo, creó todo con la palabra, y Jorge Luis Borges, en su atrevimiento, vio en aquellas páginas el súmmum de lo literario.

rigilo99@gmail.com
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