Cuando pase el Carnaval
No hay forma de que las verdades más ruidosas, se constituyan en silencios escandalosos; para muchos no hay nada que hacer hasta que se produzca un cambio radical, que para los abusadores nunca llegará, “por las buenas o por las malas”
Una frase atribuida a San Ignacio de Loyola, habla sobre la pertinencia de “no impulsar, grandes cambios –o cambios radicales –en tiempos de tribulación”; tal principio no implica un consejo para la inercia, menos de la espera pasiva a que las transformaciones se produzcan de manera automática. Las grandes catástrofes sociales derivadas de gobiernos o estructuras de poder, se asocian de manera inexorable, a la permanencia de un mismo grupo (o persona) ejerciendo de manera discrecional todas las ramas del poder público, sin contraparte que haga un adecuado equilibrio; un ejercicio de contraloría que ponga en la balanza las diferentes acciones, como base para hacer los correctivos necesarios.
El primer paso para enfrentar las grandes crisis, es reconocer que dicha situación existe, es tangible, palpable, observable o captada por los sentidos; estímulo que en el campo del lenguaje médico se traduce como un signo. La situación de calamidad pública que se vive en Venezuela, no puede considerarse como “una sensación” –cual dirían algunos aduladores que convenientemente hacen de celestinas en los círculos gobernantes. La inconformidad producto de carencias acentuadas son manifiestas; apreciables en toda su dimensión, aún con gríngolas convenientes, quien vive en la realidad diaria no puede serle desapercibida. Se ha hecho normal que el funcionario público en estados fallidos se haga el desentendido, dejando de cumplir con sus funciones para no “chocar” con quien tiene el control del poder; sin embargo, tal actitud medrosa puede servir como justificación a la inoperancia para su círculo de vicio burocrático, no así para el común ciudadano donde se incluye a su propio entorno familiar que sin lugar a dudas, es testigo silente del deshonor y la vergüenza que ello implica para su descendencia.
El dejar hacer con la promesa de que vendrán recompensas, por lo que “hay que tener paciencia”, es una bofetada a la inteligencia, una patada al hígado de quien colaboró con conocimiento, esfuerzo físico y disposición de tiempo útil en la construcción de una “opción” que parecía amable con las aspiraciones de los más necesitados. La población venezolana es de una generosidad proverbial, aún en los más oscuros episodios de la historia se esfuerza por justificar lo injustificable; la vergüenza ante el vecino, el amigo o familiar a quien se convenció de un camino providencial se hace agotadora, cruel y con consecuencias psicológicas inestimables en el daño que deja a la conciencia.
Mientras aquellos a quien se le tributó la confianza y la esperanza, que en la intención de señalar un camino que amortizara las tribulaciones diarias, esperan y esperan; exigen paciencia, como si fuese un manantial imperecedero a quien ve cada a día deteriorarse la calidad de vida, y hasta la vida misma; no obstante, encerrados en burbujas de cristales los funcionarios y su cofradía no modifican sus gustos, placeres y sin pudor alguno, hacen exhibición pública de nuevos bienes, o crecimiento de los ya obtenidos previamente. La realidad no les afecta, la desidia en un mérito y una condición para mantener status quo de apariencia. Quienes con la promesa de hacer las cosas distintas para frenar el avasallamiento, las tropelías de un centralismo asfixiante, inoperante y pésima reputación en su eficiencia y transparencia; sucumbieron ante la lisonja y la mano felpuda que acaricia el pelo como cachorros mimosos: El ha sido resultado mirar al otro lado mientras la usurpación se desplazaba silente, ocupaba los mejores sillones dejando la misma situación presente, pero ahora los invasores no solo tienen la partida para comprar el café, además se adueñaron de la cafetera. Ya ni siquiera importa la doctrina y la norma; se hizo un juego macabro en el cual los valores como la vida pasan a un segundo plano.
En este orden de ideas, los profesionales con vocación de servicio pasan a la catacumbas, al silencio rumiante de frustraciones, sobre todo cuando el intrusismo hace gala de una perversidad sin límites. Funcionarios de segunda, con formación inexistente en tema que comporta el más el elemental de los derechos, el derecho a vivir, segundo a una calidad de vida aceptable se abrogan una autoridad de la cual no están investidos, desconocen la opinión del “supuesto cuentadante”, e imponen decisiones que niegan la atención a quienes desvalidos acuden al estado, sencillamente “porque hay que esperar que pase el carnaval”.
No hay forma de que las verdades más ruidosas, se constituyan en silencios escandalosos; para muchos no hay nada que hacer hasta que se produzca un cambio radical, que para los abusadores nunca llegará, “por las buenas o por las malas”. Funcionarios quienes deberían ser garantes de servicios de calidad, hostigan, amenazan, exponen al escarnio a los trabajadores; deplorable es la forma como en redes sociales con la mayor de la impunidad, denigran, ofenden con lenguaje soez, expresiones y acciones que pudieran significar delitos típicos y objetivos, sobre todo cuando (aunque sean “opiniones personales”) detrás está la imagen de la institución a la cual “representan” que como forma de amedrentamiento sobre aquellos a quien la norma pone bajo su cargo (o no), también constituyen faltas que generan responsabilidad civil y penal. Sin embargo, no vale rendirse, hay que seguir construyendo, buscar espacios y rendijas para qué quien más lo necesite pueda tener derecho a soñar. La euforia de las comparsas ocupa estos días, la muerte no tiene horario, tampoco es selectiva, sigue su derrotero, no tiene tiempo para la “paciencia” en espera del “momento adecuado”, tampoco esperará a cuando pase el carnaval.
Pedroarcila13@gmail.com
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