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El editor

En mi no tan ligera labor como editor, he sufrido miles de situaciones que podría calificar de inauditas: porque han escapado de los estándares establecidos y me han llevado a densos aprendizajes

  • RICARDO GIL OTAIZA

18/01/2024 05:03 am

Les he hablado en reiteradas oportunidades de la tarea del lector y del escritor: territorios en los que me siento como pez en el agua, y hoy deseo referirme un tanto a la del editor, que vendría a completar ese triángulo necesario en el campo de la palabra impresa y digital. En lo particular, tengo cierta experiencia en ese mundo, ya que a lo largo del tiempo he fungido como editor de revista científica durante algunos años y también me he adentrado en la edición de libros, en compañía de amigos y de colegas académicos. Poder tener la visión completa del espectro libresco y literario es fundamental, porque nos permite sopesar, en su justa dimensión, todas sus connotaciones e impacto.

Ser editor es una tarea compleja en la que hay que hacer frente a muchas variables: la parte dineraria, la calidad y pertinencia de los textos recibidos, así como el estado de pulcritud de los mismos, las trabas burocráticas que siempre se ponen de frente, y los disímiles contactos que hay que establecer para que todo discurra más o menos bien. En lo particular he sentido, que mover tantos hilos, no siempre sutiles, dificultan la labor, porque no todos los actores de los procesos están a la altura de las circunstancias, y a veces te hacen la vida de cuadritos, lo que te lleva a llevarte las manos a la cabeza y decirte con amargura: ¡vaya, en qué laberinto me he metido!

Quienes escribimos, nos topamos con frecuencia con herramientas propias de cada programa, que nos facilitan la labor de edición, e igual ocurre si enviamos textos por las redes sociales, y cuando hacemos clic en la entrada “editar” suele ser para modificar el texto: hacerle correcciones, agregar y quitar palabras que entorpecen la claridad del mensaje, mejorar su estética y, en fin, dejarlo en un estado que aspiramos esté cercano a la perfección. Ahora bien, traigo este aspecto a colación, porque dichas aplicaciones minimizan la esencia de lo que es en sí el proceso de edición, porque en la realidad cuando asumes dicha tarea la labor de corrección no es en sí la más importante, porque puedes darles los textos a personas especialistas (escritores, licenciados en letras, periodistas, gramáticos, etcétera) que se ganan la vida como correctores: les pagas sus honorarios, y asunto resuelto. Lo ingente, en cambio, es la trama que concita cada hilo que le da forma al gran tejido de la edición, y que muchas veces se pierde vista, porque de pronto aparecen contratiempos que superan las expectativas, y es entonces cuando se monta la gata en la batea.

En mi no tan ligera labor como editor, he sufrido miles de situaciones que podría calificar de inauditas: porque han escapado de los estándares establecidos y me han llevado a densos aprendizajes, no exentos, como ha de suponerse, de las respectivas molestias. Esas “lecciones” recibidas, muchas veces injustas y canallescas, si se quiere, me dejaron la piel un tanto endurecida y curtida, así como con la firme decisión (inaudita también, por irreal, porque lo imprevisto es eso: un accidente) de que “esto no me va a volver a pasar”.

Hace ya un año y medio, un querido tocayo y colega, y yo, editamos el volumen Figuras de la merideñidad Vol. II, que fue publicado en la plataforma digital de las Publicaciones del Vicerrectorado Académico de la Universidad de Los Andes (ULA). El libro en cuestión conjunta dieciséis ensayos biográficos acerca de importantes personajes que, habiendo nacido o no en Mérida, hayan dejado un legado a la ciudad y al país en distintos órdenes del saber: artes, letras, ciencia, religión, tradición y tecnología. El libro fue presentado en la Academia de Mérida y en el Paraninfo de la ULA, en el magnífico contexto de otros libros. El acuerdo con los autores, previamente establecido, implicaba de parte de ellos una mínima colaboración crematística para poder hacer frente a los gastos de un proceso que, por ser digital, no deja de tener hoy en Venezuela elevadas cotas, que no pueden ser asumidas directamente por la institución, habida cuenta de la seca de recursos a la que están sometidas las universidades nacionales.

De los dieciséis autores todos cumplieron con su palabra, excepto uno, quien, al ver el libro publicado, y sus dos ensayos bellamente editados, pues se negó a colaborar aduciendo razones tan enrevesadas, absurdas e inverosímiles, que en lo particular terminé creyendo que hablaba con un ser completamente enloquecido. Y no contento con eso, me insultó: prácticamente me dijo que estaba mercadeando con sus textos, echó mano de groserías y me mandó a freír espárragos. Por supuesto, lo dejé de ese tamaño: no discuto con irracionales, sino que me alejo de ellos para no recibir su halo oscuro y amenazante.

Pocos meses después, cuando pensaba que todo fluía como un río, recibí un mensaje de voz del esperpéntico personaje a mi WhatsApp (craso error de mi parte: no haberlo bloqueado o eliminado su contacto) en el que me decía que había leído mi artículo de la prensa nacional: no se ahorró los adjetivos y las groserías para decirme que con mis artículos meramente literarios “blanqueaba al régimen”. Según la lógica del patán que, dicho sea de paso, es un hombre ya mayor y formado al más alto nivel académico, con libros y demás, escribo de literatura y de libros para distraer a los lectores y proteger al gobierno. “Cosas veredes, amigo Sancho”, pudo haber dicho el Quijote.

rigilo99@gmail.com


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