Convergencia y divergencia
RICARDO GIL OTAIZA. La lectura y la escritura tendrán por la fuerza del destino planetario que “amoldarse” a los requerimientos de una vida que fluye a pasos agigantados...
La literatura es una ingrimitud a la que tanto lectores como escritores tenemos pleno derecho. En su configuración, entran a formar parte las experiencias, las anécdotas, los hechos de la cotidianidad y, sobre todo, la imaginación de sus artífices. Es así como en su proceso de desarrollo el creador logra fabular y mentir, divagar y recrear mundos a la medida de sus propias necesidades personales y estéticas. No se puede concebir entonces a la literatura como producto de un mercado y para un mercado, cuya única finalidad es vender cientos de miles de ejemplares, porque lo que importa a fin de cuentas es ese diálogo bien íntimo que se establece entre el escritor y el lector, en el que otras consideraciones ajenas a su esencia, simplemente no tienen cabida en él. La lectura y la escritura son actos distintos, pero como afluentes llegan al mismo mar y cumplen similares objetivos: entretener y comunicar.
Lectura y escritura son factores convergentes y divergentes a la vez, sólo que cada uno de sus momentos -de sus espacios- parecieran apoderarse de la voluntad y de la realidad de los actores. Si bien el espectro de acción de cada acto -lectura y escritura- requiere el máximo de atención y de concentración por parte del “receptor” o del “emisor”, no podemos evitar deslindarlos, escindirlos, cercenarlos, para que no se pierda su sentido y su finalidad, y se alcance ese todo llamado “internalización”. Ambos fenómenos son seccionados y fragmentados como tales para su plena comprensión por parte de la finitud de los sentidos, pero no podemos soslayar que su integralidad va más allá de nuestras posibilidades intelectuales y personales.
Ahora bien, la globalización como meta de un mercado expectante y frío, intenta con sus poderosas herramientas y tentáculos transformar a la literatura en un fenómeno de masas, que le es por definición incongruente y mutante. Paradójicamente, al buscar con esfuerzo la elevación del número de lectores, no nos cuidamos de elevar consigo la estética, igualando por abajo al lector hasta convertirlo en un calculado témpano que termina por contagiar su rigidez, a un fenómeno que debería ser vida y acción en todos los sentidos.
Por otra parte, la no correspondencia de los autores a las exigencias de la vertiginosidad de la vida y, con ella, a la multiplicidad de intereses de un lector complejo, cuya atención es muy lábil por período de tiempo, hace que sigan proliferando en el mercado los consabidos libracos, que muy “pocos” pueden terminar de leer. No se justifica, entonces, novelas de setecientas o más páginas, que requieren de larga atención por parte de un lector, que dicho sea de paso no está en la disposición de asumir por disímiles factores, más aún cuando la tecnología pone en sus manos productos que sólo necesitan de un vistazo para saciar su innata curiosidad, y así mantenerse entretenido e informado.
La lectura y la escritura tendrán por la fuerza del destino planetario que “amoldarse” a los requerimientos de una vida que fluye a pasos agigantados, y le imprime al devenir histórico del hombre y de la mujer matices bien interesantes, pero al mismo tiempo trágicos. El ser humano sabe que su periplo vital se ha extendido gracias a la magia de la tecnociencia, pero también es consciente de la volatilidad de sus procederes ante los gigantescos retos que tiene por delante. En otras palabras: al humano le es perentorio prestar demasiada atención a lo urgente que depara la existencia, mientras que lo verdaderamente importante va quedando rezagado como algo marginal, que puede esperar otra ocasión, o tal vez una oportunidad que nunca llegue en la vida.
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