La grandeza del continente europeo
Sobre esa anchurosa percepción nuestra, se halla tal vez la palmaria representación europeísta en la que reposa la tan necesaria huella humanística que nos eleva del hermético sentido de la existencia, un ilimitado Cosmos que sigue siendo nuestro gran eni
No es la primera vez que hemos escrito esto, igual a otras verborreas nuestras salidas de las concordancias que nos ayudan a recorrer campos abiertos del diario existir.
Al haber convivido intensamente años absorbentes en Venezuela, y haber retornado a la Europa de nuestros antepasados repleta de estremecimientos, del inmemorial continente que hemos vuelto a encontrar nos deslumbra su apego a los códigos y las tradiciones que forman cada una de las esencias que han germinado sobre él con todas sus consecuencias. Unas esplendorosas, otras espeluznantes.
Nos llegan al recuerdo unas palabras de Winston Churchill mientras expandía el perenne humo de sus afamados puros habanos “Romeo y Julieta”:
“Por difícil que sea decirlo ahora… espero con ansias unos Estados Unidos de Europa, en los que las barreras entre las naciones se reducirán al mínimo”.
Hay algo certero: el añejo continente es una aventura perenne, que contiene su propia existencia en sí misma.
En un siglo que aún se puede rozar con las manos, padeció dos guerras mundiales y docenas de enfrentamientos bélicos entre los propios vecinos. Las últimas más sangrantes en los Balcanes que, aún apaciguadas, no terminan de cicatrizar.
El continente de las civilizaciones greco-latinas sigue conservando aspectos memorables de su pasado luminoso. No todo es polvo ni piedra calcárea: hay luz, ideas imperecederas, pensamientos filosóficos trascendentales y una raza humana con valores basados en la libertad y la siempre agradable conversa.
Y no podía ser menos al haber germinado aquí – en la zona más conflictiva- las extraordinarias páginas de esos admirados centroeuropeístas que han sido Stefan Zweig, Robert Musil, Joseph Roth, Rainer María Rilke.
La noción aristotélica de la equidad anhelada en los escritos de Platón a Heidegger o Sartre, se ha esparcido y germinado.
Innegable es que la Unión Europea ha tenido sus altibajos, que Reino Unido – no ahora, sino desde hace años – no ha estado muy cómodo unido al continente, al tener sus entrañas insertadas con ímpetu en su Isla de Albión.
El Brexit (salida) de la UE está teniendo un movimiento de contrariedades, dudas y recelos, ya que no todos los anglosajones deseaban que se cumpliera esa ruptura votada. Londres consensuó su alejamiento, y aún así, será siempre más lo que les seguirá uniendo al continente de Galileo, Michael de Montaigne, René Descartes o Spinoza, que lo que les pueda separar.
Europa, aún siguiendo firme para consolidarse más como una agrupación de naciones unidas, es una trascendental idea en sí misma, añadiéndole capas de tradiciones, reales unas, instauradas otras, o colocadas, a modo de una venta de paños regentada por un resignado luterano, al deleite del diálogo con el parroquiano de turno.
La Unión Europea hoy transita sobre los anhelos de “La marcha Radetzky” de Strauss, composición que Joseph Roth, nacido el mismo año de la muerte del maestro, convirtió en un relato basado en un imperio austriaco que pocos años después seria desmembrado.
Uno, intentando ser cronista al amparo de los antiguos caminos errabundos, anda estos días de junio de un lado a otro por las encrucijadas de la curtida piel de toro española, al encuentro de entelequias y metáforas que nos ayuden a comprender, aún en forma de retazos, el sentimiento de Europa como unidad compartida.
De ella brota una progresión de patriotismo casero estilo Cataluña que es la vitola de los crueles nacionalismos amasados de incontable odios, desprecios y anatemas imborrables, que nos han hecho dudar de esa heredad europeísta como un crisol de afanes.
Europa es un lugar céntrico de la memoria con amplias pasiones telúricas esparcidas en el devenir de cada esperanza posible, sembrada sobre ideas, palabras y pergaminos memorables de Dante, Tomás de Aquino, Shakespeare, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Goethe y, un poco más cerca, Antonio Machado, Heidegger, Steiner - Europa está en sus libros – o Claude Lévi-Strauss. Y para no olvidar el sufrimiento reciente que hiere, el Primo Levi del holocausto nazi.
“Las grandes ideas humanas, eso es la cultura europea”. Lo que Mann había aprendido de Goethe, y éste de Ulrico von Hutten, cuando un día puntual, el 25 de octubre de 1518, escribió una carta a un colega en la cual le explicaba que, no obstante haber nacido de noble cuna, no deseaba ser un aristócrata sin habérselo ganado.
Al ser nuestra forma de vida en la urbe mediterránea de Valencia del Cid – apacible metrópoli a la que hemos llegado al salir de Caracas - pausada y generosa, los días se alargan en una constante monotonía fragmentada a la caída de la tarde, al saborear un té verde marroquí con hierbabuena, en un café del barrio antiguo en la Ciutat Vella.
En una conferencia en el Nexos Institute, en Breda, Holanda, George Steiner señaló - y siempre nos llega esa idea a la memoria -, que Europa es un café colmado de gente y palabras, donde se escribe poesía, filosofía y se conspira, sin separarse de las empresas culturales, artísticas y políticas de Occidente.
Sobre esa anchurosa percepción nuestra, se halla tal vez la palmaria representación europeísta en la que reposa la tan necesaria huella humanística que nos eleva del hermético sentido de la existencia, un ilimitado Cosmos que sigue siendo nuestro gran enigma, aun conociendo solo parte de su enorme estructura.
rnaranco@hotmail.com
Al haber convivido intensamente años absorbentes en Venezuela, y haber retornado a la Europa de nuestros antepasados repleta de estremecimientos, del inmemorial continente que hemos vuelto a encontrar nos deslumbra su apego a los códigos y las tradiciones que forman cada una de las esencias que han germinado sobre él con todas sus consecuencias. Unas esplendorosas, otras espeluznantes.
Nos llegan al recuerdo unas palabras de Winston Churchill mientras expandía el perenne humo de sus afamados puros habanos “Romeo y Julieta”:
“Por difícil que sea decirlo ahora… espero con ansias unos Estados Unidos de Europa, en los que las barreras entre las naciones se reducirán al mínimo”.
Hay algo certero: el añejo continente es una aventura perenne, que contiene su propia existencia en sí misma.
En un siglo que aún se puede rozar con las manos, padeció dos guerras mundiales y docenas de enfrentamientos bélicos entre los propios vecinos. Las últimas más sangrantes en los Balcanes que, aún apaciguadas, no terminan de cicatrizar.
El continente de las civilizaciones greco-latinas sigue conservando aspectos memorables de su pasado luminoso. No todo es polvo ni piedra calcárea: hay luz, ideas imperecederas, pensamientos filosóficos trascendentales y una raza humana con valores basados en la libertad y la siempre agradable conversa.
Y no podía ser menos al haber germinado aquí – en la zona más conflictiva- las extraordinarias páginas de esos admirados centroeuropeístas que han sido Stefan Zweig, Robert Musil, Joseph Roth, Rainer María Rilke.
La noción aristotélica de la equidad anhelada en los escritos de Platón a Heidegger o Sartre, se ha esparcido y germinado.
Innegable es que la Unión Europea ha tenido sus altibajos, que Reino Unido – no ahora, sino desde hace años – no ha estado muy cómodo unido al continente, al tener sus entrañas insertadas con ímpetu en su Isla de Albión.
El Brexit (salida) de la UE está teniendo un movimiento de contrariedades, dudas y recelos, ya que no todos los anglosajones deseaban que se cumpliera esa ruptura votada. Londres consensuó su alejamiento, y aún así, será siempre más lo que les seguirá uniendo al continente de Galileo, Michael de Montaigne, René Descartes o Spinoza, que lo que les pueda separar.
Europa, aún siguiendo firme para consolidarse más como una agrupación de naciones unidas, es una trascendental idea en sí misma, añadiéndole capas de tradiciones, reales unas, instauradas otras, o colocadas, a modo de una venta de paños regentada por un resignado luterano, al deleite del diálogo con el parroquiano de turno.
La Unión Europea hoy transita sobre los anhelos de “La marcha Radetzky” de Strauss, composición que Joseph Roth, nacido el mismo año de la muerte del maestro, convirtió en un relato basado en un imperio austriaco que pocos años después seria desmembrado.
Uno, intentando ser cronista al amparo de los antiguos caminos errabundos, anda estos días de junio de un lado a otro por las encrucijadas de la curtida piel de toro española, al encuentro de entelequias y metáforas que nos ayuden a comprender, aún en forma de retazos, el sentimiento de Europa como unidad compartida.
De ella brota una progresión de patriotismo casero estilo Cataluña que es la vitola de los crueles nacionalismos amasados de incontable odios, desprecios y anatemas imborrables, que nos han hecho dudar de esa heredad europeísta como un crisol de afanes.
Europa es un lugar céntrico de la memoria con amplias pasiones telúricas esparcidas en el devenir de cada esperanza posible, sembrada sobre ideas, palabras y pergaminos memorables de Dante, Tomás de Aquino, Shakespeare, Miguel Ángel, Leonardo Da Vinci, Goethe y, un poco más cerca, Antonio Machado, Heidegger, Steiner - Europa está en sus libros – o Claude Lévi-Strauss. Y para no olvidar el sufrimiento reciente que hiere, el Primo Levi del holocausto nazi.
“Las grandes ideas humanas, eso es la cultura europea”. Lo que Mann había aprendido de Goethe, y éste de Ulrico von Hutten, cuando un día puntual, el 25 de octubre de 1518, escribió una carta a un colega en la cual le explicaba que, no obstante haber nacido de noble cuna, no deseaba ser un aristócrata sin habérselo ganado.
Al ser nuestra forma de vida en la urbe mediterránea de Valencia del Cid – apacible metrópoli a la que hemos llegado al salir de Caracas - pausada y generosa, los días se alargan en una constante monotonía fragmentada a la caída de la tarde, al saborear un té verde marroquí con hierbabuena, en un café del barrio antiguo en la Ciutat Vella.
En una conferencia en el Nexos Institute, en Breda, Holanda, George Steiner señaló - y siempre nos llega esa idea a la memoria -, que Europa es un café colmado de gente y palabras, donde se escribe poesía, filosofía y se conspira, sin separarse de las empresas culturales, artísticas y políticas de Occidente.
Sobre esa anchurosa percepción nuestra, se halla tal vez la palmaria representación europeísta en la que reposa la tan necesaria huella humanística que nos eleva del hermético sentido de la existencia, un ilimitado Cosmos que sigue siendo nuestro gran enigma, aun conociendo solo parte de su enorme estructura.
rnaranco@hotmail.com
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