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El amor es el principio de todo

A estos personajes los voy recordando sobre estas líneas, como un deseo de expandir mi admiración por ellos, ya que me vienen acompañando de una forma furtiva a lo largo de la existencia, que ya es considerable

  • RAFAEL DEL NARANCO

04/06/2023 05:07 am

“Saber envejecer es la mayor de las sabidurías y uno de los más difíciles capítulos del gran arte de vivir”, dejó dicho Enríquez Federico Amiel.

Esas palabras son una declaración inherente al sedimento entristecido, y en ella prevalece una idea: ver encogerse nuestro rostro es percibir el albor de la existencia en lontananza y, sobre ella, la raya del horizonte que no cruzaremos.

A causa o razón de que la brisa sopla a nuestro favor en el tiempo de la juventud colmada de pujanza y atrevimiento, al ver irse el paso los años, la felicidad apetecida y la bienandanza dependerán en parte de nosotros mismos, y cuando el envejecimiento que llega, pudiera ser nuestra mejor “obra maestra” en la vida.

Cierta tarde, en esa alborada en que la existencia se hacía zalamera a nuestros ojos, abrimos una carta, casi soplo, casi alba sobre el papel. Olía a romero y hierbabuena.

Bien nos viene ahora a la débil memoria - algo magullada - que en un tiempo habíamos guardado en ella las evocaciones y las añoranzas sobre la trastienda de los recuerdos que no desearíamos ver desaparecer, ni se volvieran calina.

Y sobre ella se quedó reposado un libro con sabor a parietaria y poleo; ahora, desempolvando ese pequeño tomo de páginas azulinas, volvimos a posar nuestra mirada sobre esas líneas, ante el ruego de una joven estudiante de un liceo de la ciudad que solicitaba a un viejo escritor construido de caminos serpenteados, unas palabras prendidas de afecto que le pudieran ayudar a calmar una pasión, quizás la primera de su corta vida – vendrán más y serán remolinos ardientes y dulzuras conmovidas - dedicadas a un novel amor que veía alejarse de su lado.

Imposible negarse: hay súplicas más decisivas que el bramido del viento.

Le entregué la ternura convertida en palabra, de unas estrofas que leímos hace un tiempo inmemorial en una librería de Buenos Aires apretado al barrio La Boca.

“Gracias amor, por todo lo que es y no ha sido. Gracias por tu hermosa sonrisa. Gracias por tu perfume, creo que son magnolias, semejantes a tu alma de niño cándido y dulce. Gracias por ese instinto creador, por esas manos que escriben párrafos y frases amables y sencillas. Gracias por tus ojos, por las pupilas que se tornan color miel con la luz del día. Gracias por “conversar” conmigo en las tardes antes de que escribieras tus cartas y por hacerme sentir mucho más confundida y “tímida”; por sentirme tonta e insegura; por hablar; por mirarme con extrañeza sujetando tu rostro con las manos mientras escuchas mis comentarios, y por hacer que yo sonrojase apartando la mirada ante tus bromas diáfanas”.

Eran largas esas cascadas de afectos, y no todas resistieron el paso del tiempo. Unas se volvieron nubosidad, otras céfiro de secano, y la mayoría olvido sin retorno.

Quizá sea cierto: uno borronea cartas pretendiendo seguir los senderos de madame de Sévigné, Rousseau o lord Chesterfield, para terminar con frecuencia cobijado en las palabras de Shakespeare: “… cuando el amor habla, la voz de todos los dioses adormece el cielo con su armonía”.

A estos personajes los voy recordando sobre estas líneas, como un deseo de expandir mi admiración por ellos, ya que me vienen acompañando de una forma furtiva a lo largo de la existencia, que ya es considerable.

Lo señaló Amiel: la vida es un tejido de hábitos, y el nuestro es leer con una única intención: no sentirnos vacíos.

Ahora bien, de todos los poetas del aliento ferviente, quien más se acerca a nosotros, es José Agustín Goytisolo, un ser que para los hombres y mujeres de mi generación, formados de migración, dudas, deseos y crecientes anhelos, era como un sonido clavado en un corazón repleto de ausencia y pesadumbre.

En un poema de nombre “Autobiografía” - cordón umbilical para los soñadores sin sueños de la posguerra española - Goytisolo hizo el retrato al carbón de nuestras atormentadas almas, y todos, sin excepción, hasta los incrédulos de la palabra, lloramos alguna vez sobre esas estrofas.

El escritor que nos dejó por propia voluntad al alba de los 70 años, comenzó a sentir cómo su vida se volvía un juguete roto de los vientos y las lluvias perpetuas. Muy posiblemente por eso, un día brumoso, cargado de colorantes turbios, se fue en peregrinaje a la tumba de Antonio Machado en el cementerio de Colliure.

Estando allí – bajo un cielo grisáceo - cara al rostro de piedra del poeta le dijo: “Yo no he venido para llorar sobre tu muerte, sino que alzo mi vaso y brindo por tu claro camino y porque siga tu palabra encendida.”

Retumbó el cielo, rompió a llover y sobre el cielo cruzaron pájaros perdidos.

En alguna parcela del camposanto, entre los tilos, altos cipreses erguidos, frutos plumosos de la clemátide y el jugoso saúco, sus amigos de generación, Alfonso Costafreda y Gabriel Ferrater, y su admirado Cesare Pavese, lo observaban con asombrada cadencia

Había nacido en Cataluña de una familia vasco-cubana; su infancia quedó marcada por la muerte de su madre en la Gran Vía madrileña durante un bombardeo de la aviación franquista. Se llamaba Julia y su nombre quedó proscrito, envuelto en honda soledad, hasta que José Agustín lo recuperó cuando nació su hija. A ella le dedicó el poema “Palabras para Julia” que el cantautor Paco Ibañez popularizó.

Lector o lectora: perciba esas estrofas con sensible ternura.

rnaranco@hotmail.com

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