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El milagro de la escritura

RICARDO GIL OTAIZA. Se requiere que a lo largo del proceso creador se establezcan vasos comunicantes entre el consciente y el subconsciente; entre su momento histórico y el mundo interior

  • RICARDO GIL OTAIZA

19/07/2018 05:01 am

Como pocas artes, la escritura exige que el esteta goce de ciertas condiciones personales y familiares para desarrollar su tarea. Podríamos decir que dentro de su “disciplina” tendrá que haber elementos propios de la vida de oración: silencio, paz interior, riqueza del espíritu, y un entorno en completa y perfecta armonía. Si se perturban algunas de estas variables será difícil para muchos autores (y en algunos casos, imposible), escribir un texto que valga la pena. La escritura no es un proceso mecánico, que brota sin más por mera decisión racional; para que ella se dé y fluya como aspiramos se requiere de entrada un “algo” que he denominado “ansia interior”, que denota comunicar, transmitir, entregar lo que se lleva dentro. Es un deseo de mostrar -y de mostramos- que podría ser equivalente al desnudo en las artes escénicas, y que en el poeta se patentiza en la perfección de los versos que entregan al lector las interioridades del alma. 

El escritor es un ser solitario, y no precisamente porque se halle solo en medio del mundo, sino que a pesar de estar acompañado por multitudes él reclama una conexión directa con su Ser para que así emerja “esa ansia” que lleva dentro y desea transmitir a toda costa. En este caso preciso la soledad no será jamás sinónimo de ingrimitud; todo lo contrario: estará poblada, habitada, impregnada y azuzada de referentes, de fantasmagorías, de múltiples personajes, de vivencias y de voces interiores (y de afuera) con las cuales deberá comunicarse y hacerse intérprete. Y ya ni importa si esa conexión se logra en medio de una solitaria biblioteca, ajena al torbellino de la existencia o de sus avatares, o con la bulla de una fiesta, o disfrutando entre amigos en una tasca, o con niños gritando a todo pulmón en sus juegos y deliciosas trifulcas, porque una vez establecida se abren los canales y todo fluye hasta un nivel rayano en prodigio. 

Arturo Uslar Pietri nos cuenta en sus revelaciones a la periodista Margarita Eskenazi, que requería encerrarse unas cuantas horas para sentarse a escribir y durante todo ese tiempo nadie podía interrumpirlo; ni siquiera su esposa, quien advertida por tantos años de plácida convivencia, sabía ponerse de lado para dejar al escritor macerado en su propia reflexión intelectual. En contraposición a esto, lo mejor de la obra de mi querida amiga Mireya Krispin, la gran poetiza venezolana, fue escrito en tascas y bares. Y no estoy hablando de una obra cualquiera, sino de portentosos textos que nos cuentan del amor y la amistad; pero también de lo metafísico e intangible. Es tal la hondura de sus poemas, que no sabemos cuándo termina el texto poético y cuándo comienza el texto filosófico. En lo personal siendo muy joven requería encerrarme sin ruido alguno para sentarme a escribir, de lo contrario era muy poco lo que sacaba como saldo de una larga jornada de trabajo. Con el tiempo, y en la medida en que fueron llegando mis hijas al mundo, con toda la algarabía que esto implicaba, aprendí abstraerme y así establecer conexión con mi “yo interior” y que pudiera emerger sin fórceps todo lo que tenía por decir a mis lectores. 

En la realidad la soledad no es algo inmanente al escritor o al acto de la escritura; más sin embargo, se requiere que a lo largo del proceso creador se establezcan vasos comunicantes entre el consciente y el subconsciente; entre su momento histórico y el mundo interior (algunos dirán que la cosmovisión autoral que brota y se erige en arte), y esto amerita de ciertas condiciones. Sólo así emergerá el milagro de la escritura traducido en texto y en obra. En arte y en vida, ni más ni menos. 

@GilOtaiza 

rigilo99@hotmail.com
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