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Veinticuatro horas en la vida de una mujer

El escenario principal de la trama se sitúa en el glamoroso principado de Mónaco, donde un grupo de huéspedes de una pensión de lujo discuten agriamente en la sobremesa sobre la moral de una compañera pensionista

  • ÁLVARO MONTENEGRO FORTIQUE

20/03/2023 05:04 am

Esa sugestiva y casi enigmática frase, que invita a reflexionar acerca de la naturaleza profunda de la feminidad, fue escogida como título de una fascinante novela corta escrita en 1927 por el intelectual austríaco Stefan Zweig. La obra es apasionante, fácil de leer, redactada en una forma admirable y, además, resulta interesantísima para cualquier persona que tenga curiosidad por conocer la realidad de la naturaleza humana. Resulta natural quedar atrapado por esta novela a medida que uno pasa sus páginas, y descubre los impulsos que mueven a los personajes en la trama.

Se trata de cómo una mujer puede hacer, en un solo día, aquello que no habría imaginado nunca que haría en algún momento de su vida, empujada violentamente hacia los acontecimientos aún en contra de su voluntad, guiada en principio por los más puros sentimientos de bondad.

Zweig descubre paso a paso, sutilmente, con una precisión parecida a la de los cirujanos cuando operan el cerebro de un paciente, cada pliegue de las emociones más recónditas que puede sentir el alma de una mujer en situaciones extraordinarias. Las palabras y párrafos que compone el autor en este relato, penetran con una minuciosidad descomunal dentro de las diferencias más recónditas y sutiles, pero muy verdaderas, que existen entre las psiquis de una mujer y un hombre. Lo hace con certeza y sin ni siquiera intentar juzgarlas.

El escenario principal de la trama se sitúa en el glamoroso principado de Mónaco, donde un grupo de huéspedes de una pensión de lujo discuten agriamente en la sobremesa sobre la moral de una compañera pensionista, Madame Henriette, mujer casada de 33 años con dos hijas, quien el día anterior abandonó furtivamente la pensión y a su familia para escaparse a una aventura con un jovencito francés.

Como era predecible, Zweig dirige a casi todos sus personajes, los compañeros de la pensión, a reprochar la fulminante fuga que alteró las plácidas vacaciones familiares de todos. El suceso “era como para conmover violentamente la sensibilidad de personas acostumbradas a una existencia ociosa, exenta de preocupaciones”.

Lo que se sale de lo común en esta historia es que hay un personaje, uno sólo, que le lleva la contraria a la mayoría. Sin justificar la evasión romántica, este héroe de la tolerancia que no juzga sino que observa, expone ante sus compañeros que “una mujer, en determinada hora de su vida, en contra de su voluntad y de la conciencia de su deber, se halla indefensa fuerzas misteriosas”.

La presidenta de honor de la mesa, una aristócrata inglesa ya anciana, escuchaba con una majestuosa calma las fogosas argumentaciones de los bandos. Para reestablecer la paz en el grupo, le pregunta al tolerante: “¿Usted cree pues, si he entendido bien, que Madame Henriette, o cualquier mujer, sin habérselo propuesto, puede lanzarse inconscientemente en una aventura repentina? ¿Cree que hay acciones que una mujer una hora antes de cometerlas juzgaría imposibles, y de las cuales no llegaría a ser responsable? Yo lo creo en absoluto, señora”, contesta el respetuoso compañero.

Ese argumento de no juzgar ni condenar, sino de conservar el respeto por las decisiones de una mujer cuando le ocurre un arranque de pasión, lo trabaja Zweig a través del personaje tolerante en una forma irreprochable. Ni siquiera tiene que llevarlo al otro extremo de justificar o enaltecer las pulsiones más osadas, sino que lo cubre con un manto de comprensión social muy humana: “Sólo la tengo por una mujer corriente, débil, la cual me merece cierto respeto por haber tenido valor para obrar de acuerdo con su voluntad; pero que me inspira aún mayor lástima, porque indudablemente mañana mismo, si no hoy, se sentirá profundamente desgraciada”

La aristócrata, sorprendida gratamente por la capacidad de benevolencia que mostraba su interlocutor, un casi desconocido que partiría al día siguiente y no vería más nunca, lo invita a conversar en privado para confesarle su más profundo secreto. Acuerdan verse luego, y comienza su reunión íntima diciendo: “Si en lugar de pertenecer a la religión anglicana yo hubiera estado afiliada a la religión católica, entonces se me hubiera presentado hace años la oportunidad de la confesión. Mas ese consuelo nos está vedado a nosotros, y hoy voy a hacer este ensayo singular: hablarme sinceramente a mí misma a la vez que le hablo a usted”

Le contó un día de su vida, un solo día, el cual turbó por muchos años su existencia. Ya viuda, durante unas vacaciones hace más de veinte años, fue a observar a los jugadores en el Casino de Montecarlo. Las manos de los jugadores, para ser más precisos, porque las caras de ellos siempre le parecieron máscaras de disimulo. Pasaba por las mesas dirigiendo su mirada hacia el tapete verde, como hacía normalmente, hasta que se sobresaltó cuando vio: “Dos manos convulsas que, cual animales furiosos, se acometían una a otra, dándose zarpazos y luchando entre sí de manera tal, que crujían las articulaciones de los dedos con el ruido seco de una nuez cascada”

Contra su costumbre, y por pura curiosidad, subió la mirada para encontrarse con una gran sorpresa: “Nunca, repito, nunca había visto un rostro en el cual se reflejase en forma tan abierta y tan impúdica la pasión y el instinto”. Era de un distinguido joven polaco que estaba jugando, y perdiendo, las joyas de su familia. “Y otra vez me estremecí, pues aquel rostro se expresaba con el mismo lenguaje desenfrenado y fantásticamente sobreexcitado que las manos. Reflejaba igual cólera agudizada en su expresión, y la misma delicada y casi femenina belleza”

Después de perderlo todo, el desesperado joven sale del casino y nuestra heroína lo sigue, presintiendo lo peor. Las siguientes veinticuatro horas se convierten en un torbellino de sentimientos femeninos bondadosos, mezclados con desesperanza y la aterradora obsesión del joven, que despiertan otras pasiones inesperadas en la mujer salvadora. Al terminar de leer el libro, uno queda con la sensación de que “las mujeres tienen algo en común con los ángeles: los seres que sufren, les pertenecen”. Y también que, por amor y compasión, son capaces de hacer en un día lo que nunca harían en toda su vida.

@montenegroalvaro
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