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Memorias de libros y desarraigos

Escribir es una pasión que hiere. Esa artimaña está unida a falsos heroísmos, y las palabras de turno que abundan, las completamos empapadas de prejuicio, secreción y lamentos, sobre el Gran Pasatiempo del Mundo actual

  • RAFAEL DEL NARANCO

19/03/2023 05:07 am

Atestiguo, lector o lectora de estas líneas, ser autor permanente de una sola página escrita repitiéndose infinidad de veces. Y amplifico más: nuestra existencia es semejante, o parecida, a un largo transitar sobre el planeta, y cuya condición es poder avanzar sobre cauces púdicos – si eso llega a ser posible - , con la salvedad de saber con certidumbre el sendero a seguir, mientras el cuerpo se halla anheloso, el aliento sereno, y en la cercana lontananza del horizonte humano, un epígrafe nos va anunciando el final del camino.

Escribir, en nuestro menguado entendimiento, significa enfrentarse a incertidumbres, aprensiones y una necesidad de intentar saber lo que vendrá detrás de la próxima página en blanco.

Esto nos lleva a un conocimiento. Si cada hombre o mujer leyera a lo largo de su existencia únicamente la tragedia “Hamlet”, hallaría en ella lo necesario para conocer en profundidad a los seres humanos.

Harold Bloom, penetrante conocedor de Shakespeare, menciona un prefacio de Samuel Johnson encabezando una edición de las obras teatrales del prolífico autor inglés:

“Éste es el mérito del bardo anglosajón: que sus dramas son el ejemplo de la vida; que aquel cuya mente ha quedado enmarañada siguiendo a los fantasmas alzados ante él por otros escritores, pueda curarse de sus éxtasis delirantes leyendo sentimientos humanos en lenguaje humano, mediante escenas que permitirían a un ermitaño hacerse una opinión de los asuntos del mundo y a un confesor predecir el curso de las pasiones”.

La odisea grecolatina señala que Sísifo, rey de Corinto, célebre por su astucia, al morir fue castigado al averno, y para no permitirle hacer uso de ninguno de sus conocidos trucos, debía empujar hasta la cima de una montaña una pesada piedra, pero ésta, antes de llegar a la cúspide, caía, por lo que Sísifo debía comenzar de nuevo.

Albert Camus expone sobre el “El mito de Sísifo”, que la fábula exterioriza la representación de una irrazonable actitud al aceptar el ser humano su destino sin rebelarse.

Y en ese sentido debe estar el propio Hamlet. Personaje espeluznante, sarcástico, si no hubiera asumido las dos partes humanas en que la arcilla y el espíritu se abrazan intentando perpetuarse sobre el destino que la mayoría de las veces es sanguinario.

No lo sabremos con certeza, y aún así es posible que el Príncipe de Dinamarca - si Shakespeare no lo encadenara a su irremediable destino -, hubiera podido dialogar con su propio yo, y con ello defenderse de su insaciable vida e impedir que se encontrara envuelto en sanguinarios asesinatos. En el castillo de Elsinor, solamente faltó despedazar a los caballos y a cada uno de los criados de la cocina.

Shakespeare era un actor considerable, y lo dicen bien las crónicas de entonces. Para él, las puestas en escena en el Teatro The Globe de Londres debieran ser despiadadas y apoteósicas. Así era la época. A la par se debate que varias de las obras las escribió el dramaturgo, Christopher Marlowe, del que Anthony Burgess, el mismo de “La naranja mecánica”, lo matizó en “Un hombre muerto en Deptford”.

En esa narración las dudas y las certezas se dan la mano sin llegar a una decisión sólida: ¿Era a la vez Shakespeare? Dilema aún no resuelto. Ya no es vital saberlo. Tenemos las obras, y ellas son la inmensa grandeza del espíritu humano.

Escribir no siempre es un gozo. Se sufre. Cada renglón obligaba a encorvarse dentro de uno mismo en todos los personajes imaginables que la razón a veces rechaza. La verdad no posee rostro, solamente indescifrables miedos e inmensidad de dudas sin ninguna respuesta.

Pensando en Marlowe, recordamos que el emperador Adriano, al trasluz de la creación literaria de Marguerite Yourcenar, nos ha adiestrado a soportar los golpes secos de los años.

Hace un tiempo largo que ciertos libros marcan sobre nuestra piel adolorida los mismos surcos.

Es acerbamente real que los epítomes literarios no son, mal que nos inquiete, un asunto de primera necesidad entre más de la mitad de los pueblos, aún siendo llamados los libros “pan del alma”, y es que millones de hombres y mujeres nacen, viven y mueren sin haber disfrutado de una hoja escrita a la pálida luz de un candil para ayudarles a sentir la inconmensurable belleza de un poema.

Y a pesar de esa desazón, han sufrido, amado y fallecido, inclinado en el yermo de la soledad como cualquier genio prodigioso de la literatura universal. Nuestra raza es extraña y asombrosa a su vez.

Uno no concibe la existencia sin los libros; otros individuos sin televisión, menjurjes, alcohol o sin lascivia.

No hará falta ampliar sobre estos dos volantes níveos, que en la literatura contemporánea hay todos esos ingrediente en abundancia y mucho más, y si a ello añadimos destemplanzas quejumbrosas, encaramiento vehemente, efervescencia, abnegación y un poco de felonía pervertida, vemos la existencia tal como es.

Escribir es una pasión que hiere. Esa artimaña está unida a falsos heroísmos, y las palabras de turno que abundan, las completamos empapadas de prejuicio, secreción y lamentos, sobre el Gran Pasatiempo del Mundo actual, que, aún siendo virulento e híbrido en ocasiones, tal vez contenga la particularidad de poder reflejar hasta la última emanación de la existencia, y sobre una octavilla blanca, el gran prodigio de nuestra existencia humana.

rnaranco@hotmail.com
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