212°, 163° y 24°
Esa reconfiguración radical del venezolano, potenciada al máximo por la decadencia suprema de la cultura juvenil que nos viene de afuera, convierten a los muchachos de la esperanza a la indiferencia
Desde finales del siglo XIX, los actos de los poderes públicos, luego de indicar su fecha, señalaban cuántos años habían transcurrido desde la Independencia (está corriendo el 212) y de la Federación (163). Sólo esos dos fastos eran merecedores de cerrar las leyes, decretos, sentencias. Posiblemente fue Guzmán Blanco quien comenzó la costumbre, puesto que fue el Ilustre Americano quien fundó la Gaceta Oficial y gobernaba nominalmente en nombre de la Federación.
En otras palabras, nadie, ni Gómez que duró 27 años en el poder, o la democracia, que duró 40, se había atrevido a añadir otra cuenta a los años de la República, hasta que Hugo Chávez lo comenzó a hacer, hace ya varios lustros. A los años de la Independencia y de la Federación le añadió los años de “la revolución bolivariana”, de los cuales está corriendo el 24°.
No había llegado a los quince años su tiempo en el poder (al que llegó porque la democracia, el denostado pacto de Punto Fijo, tenía un sistema electoral que reconocía al ganador, sea quien sea) cuando consideró que su labor era equivalente a la de Bolívar y Zamora. Algo de pudor queda, porque ni el Tribunal Supremo, ni el Ministerio Público, incluyen en su cuenta anual a la llegada al poder de Chávez.
En todo caso, ya van 25 años de este proceso. Una vida completa, que si además se le suman los años de inconsciencia de la niñez, llegamos a la asombrosa conclusión de que todo venezolano menor de treinta años no conoce otra cosa que ésta, el continuo lema que esconde realidades, la obra pública como una mano de pintura. En el Metro todavía se ven en los vagones carteles de inauguraciones del 2012 y de promesas para el 2013, promesas que una década después no se han cumplido ni hay esperanza de que se cumplan.
Ese cuarto de siglo ha dejado daños irreparables. Y no se está hablando de los daños económicos, que nuestros mejores economistas estiman en un retraso de una década para volver a lo que éramos. En estas décadas el venezolano joven, el menor de treinta años, se ha vuelto escéptico y temeroso. Un pueblo que sólo salía del país de vacaciones o a estudiar, se va desesperado, desesperanzado, a países que hasta hace poco, antes de esta hecatombe bolivariana, no ofrecían oportunidades algunas comparables a la venezolanas.
Si algo señalan las encuestas es que no creemos en nadie. La esperanza genuina que despertó Guaidó, innegable para quien tenga ojos en la cara, fue asesinada por propios y extraños, que terroríficamente se parecen mucho si son de esa generación que se llama la de lo hijos de Chávez, unos por gusto o interés, otros por degradación de las costumbres.
Basta analizar el bien social más importante, o de los más importantes, y que es imposible rescatar a realazos, aunque ayuden: la educación. Desde que el primer ministro de Educación de Chávez decretó unas fiestas patronales porque comenzaba el año escolar, algo así como si el marido o la esposa esperaran un homenaje por llevar comida a la casa, ya se veía que lo que venía era un gran engaño, la reducción paulatina de toda expectativa de mejora y la suprema felicidad social en una caja de clap.
Esa reconfiguración radical del venezolano, potenciada al máximo por la decadencia suprema de la cultura juvenil que nos viene de afuera, convierten a los muchachos de la esperanza a la indiferencia, ya los pocos genios que uno se encontraba en cada año escolar son cada vez menos: sencillamente se van a lugares donde los profesores van a clase y con el salario se come.
Si la recuperación económica, verdadera y no de castillos (o restaurantes) en el aire, durará una década, la social durará una generación. Si empezamos ya.
@glinaresbenzo.
En otras palabras, nadie, ni Gómez que duró 27 años en el poder, o la democracia, que duró 40, se había atrevido a añadir otra cuenta a los años de la República, hasta que Hugo Chávez lo comenzó a hacer, hace ya varios lustros. A los años de la Independencia y de la Federación le añadió los años de “la revolución bolivariana”, de los cuales está corriendo el 24°.
No había llegado a los quince años su tiempo en el poder (al que llegó porque la democracia, el denostado pacto de Punto Fijo, tenía un sistema electoral que reconocía al ganador, sea quien sea) cuando consideró que su labor era equivalente a la de Bolívar y Zamora. Algo de pudor queda, porque ni el Tribunal Supremo, ni el Ministerio Público, incluyen en su cuenta anual a la llegada al poder de Chávez.
En todo caso, ya van 25 años de este proceso. Una vida completa, que si además se le suman los años de inconsciencia de la niñez, llegamos a la asombrosa conclusión de que todo venezolano menor de treinta años no conoce otra cosa que ésta, el continuo lema que esconde realidades, la obra pública como una mano de pintura. En el Metro todavía se ven en los vagones carteles de inauguraciones del 2012 y de promesas para el 2013, promesas que una década después no se han cumplido ni hay esperanza de que se cumplan.
Ese cuarto de siglo ha dejado daños irreparables. Y no se está hablando de los daños económicos, que nuestros mejores economistas estiman en un retraso de una década para volver a lo que éramos. En estas décadas el venezolano joven, el menor de treinta años, se ha vuelto escéptico y temeroso. Un pueblo que sólo salía del país de vacaciones o a estudiar, se va desesperado, desesperanzado, a países que hasta hace poco, antes de esta hecatombe bolivariana, no ofrecían oportunidades algunas comparables a la venezolanas.
Si algo señalan las encuestas es que no creemos en nadie. La esperanza genuina que despertó Guaidó, innegable para quien tenga ojos en la cara, fue asesinada por propios y extraños, que terroríficamente se parecen mucho si son de esa generación que se llama la de lo hijos de Chávez, unos por gusto o interés, otros por degradación de las costumbres.
Basta analizar el bien social más importante, o de los más importantes, y que es imposible rescatar a realazos, aunque ayuden: la educación. Desde que el primer ministro de Educación de Chávez decretó unas fiestas patronales porque comenzaba el año escolar, algo así como si el marido o la esposa esperaran un homenaje por llevar comida a la casa, ya se veía que lo que venía era un gran engaño, la reducción paulatina de toda expectativa de mejora y la suprema felicidad social en una caja de clap.
Esa reconfiguración radical del venezolano, potenciada al máximo por la decadencia suprema de la cultura juvenil que nos viene de afuera, convierten a los muchachos de la esperanza a la indiferencia, ya los pocos genios que uno se encontraba en cada año escolar son cada vez menos: sencillamente se van a lugares donde los profesores van a clase y con el salario se come.
Si la recuperación económica, verdadera y no de castillos (o restaurantes) en el aire, durará una década, la social durará una generación. Si empezamos ya.
@glinaresbenzo.
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