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Jerusalén o el coraje humano

No es infrecuente que el síndrome de esa ciudad santa, tan universal como la luminiscencia y el aire, sea el soplo de una pasión desmedida levantada sobre millones de almas a través de los siglos

  • RAFAEL DEL NARANCO

05/02/2023 05:07 am

Mal comienzo del año para Jerusalén tras el atentado a una sinagoga que ha dejado 7 muertos y diversos heridos, y cuyas acciones asume el movimiento islamista Hamás.

La ciudad sigue haciendo su vida, a conciencia de que sus habitantes han venido asumiendo la permanente situación. Tres veces he estado en la ciudad y es impresionante la entereza existente.

Jerusalén es el enclave enraizado de las tres religiones monoteístas, una catarata de convulsiones en el transitar de los siglos que han producido inmensos valores del aliento humano, y a su vez, animadversiones a granel, ya que tras siglos del continuo existir y dolientes tragedias, continúan produciendo valores de la estirpe humana y, tal vez para valorarlo, es necesario estar allí.

Jerusalén, capital de Israel, sigue siendo ciudad sagrada para cristianos, judíos y musulmanes.

Los hebraicos han venido dando diversas concesiones en ese tablado explosivo tras derrotar en Junio de 1967, en la “Guerra de los Seis Días”, a un ejército árabe formado por Egipto, Jordania, Irak y Siria.

Ahora - y siempre - lo que no están dispuestos bajo ningún fundamento, es a entregar la ciudad de David a modo de la revuelta en los años 60-70 después de Cristo contra los romanos. Desde ese entonces todo hijo de Jacob imprime en cada uno de sus descendientes la esperanza mantenida al calor del deseo en ningún tiempo olvidado: “El año próximo en Jerusalén”.

Profundos ramalazos vienen estimulando la diáspora a partir de la noche de aquellos tiempos hincados sobre las piedras derruidas del Templo de Salomón y en su consagrada evocación exclaman:

“¡Ah, Jerusalén, Jerusalén!, si llegara yo a olvidarme de ti, ¡que la mano derecha se me seque! ¡Quede pegada mi lengua al paladar si yo no me acordara de ti!”

Al paso de los siglos ellos vivieron con filisteos, moabitas y fenicios. Han sufrido y anhelado esperanzas sobre los surcos áridos a veces, fértiles y renacidos otros. Compartieron sus rezos ante las mismas piedras, sembraron trigo y recogieron aceite con los vecinos de diversas creencias.

Hace largo tiempo esa convivencia está truncada sin que nadie apenas recuerde cuando los descendientes de Abraham o de los omeyas sunní saboreaban bajo las jaimas de piel de cabra o de camello en el desierto de Galilea, Samaria, Negev o Sinaí, el mismo café negro, mientras unos invocaban la suras y los otros el Libro de los Proverbios.

La convivencia actual entre árabes y judíos es un nudo en la garganta que impide atesorar un pequeño resquicio de esperanza posible. La sangre llama, y cuando se encuentran, el polvo, el agua y la cutícula cobriza, se cubren de escarlata quejumbrosa.

Historias, de uno u otro signo hay muchas, algunas iguales y a la vez distintas. ¿Y la verdad? Atravesando el aire transparente entre las estribaciones del Río Jordán y las riberas salitradas del Mar Muerto.

No es una frase hueca decir que judíos y palestinos están obligados a entenderse mientras el cielo y la tierra coexistan. Han vivido juntos desde el principio de los períodos bíblicos y lo deberán seguir haciendo.

¿Alguien recuerda hoy que por los caminos de Beer Sheba existió un largo período de paz entre esos dos pueblos nacidos a las sombra de los profetas?

¿Algún día renacerá el sueño de Isaías en la brillante luminosidad de esa tierra en la que esas comunidades están destinadas por los dioses a vivir yuxtapuestas?

Y así dice el versículo: “Y alegraréme con mi pueblo, y nunca más se oirán voz de lloro ni voz de clamor. Y edificarán casas, y morarán en ellas; y plantarán viñas, y comerán el fruto de sus cepas”.

No es infrecuente que el síndrome de esa ciudad santa, tan universal como la luminiscencia y el aire, sea el soplo de una pasión desmedida levantada sobre millones de almas a través de los siglos, desde aquel lejano día en que David lanza una piedra sobre la cabeza de Goliat, lo derriba, es nombrado rey, y comienza la historia más apasionante jamás contada, debido a lo que tiene de sublime locura, ramalazo sin fin, amor a raudales y religiosidad.

A nosotros, peregrinos de la propia existencia, Jerusalén nos ayudó a comprender la paradoja de esta estirpe, cuya resignación es la expresión asombrosa de su propia existencia.

Refieren los hechos de este pueblo que cuando el antisemitismo se fortaleció a mediados del siglo XIX, los judíos consideraron que había llegado la hora de regresar a la tierra prometida, poseer surcos para arar, un pedazo de campo con sinagogas y un rincón inviolable donde enterrar a sus muertos.

Aquel día del 14 de mayo de 1948, tras milenios de la primera gran expatriación, Ben Gurion proclamó la segunda fundación del estado de Israel. Con ella llegó la Guerra de los Seis Días, las revueltas de la Intifada, y aún así, nada impidió consolidar la nación y ser el único país con una democracia consistente en el Medio Oriente.

Escasas veces un pueblo ha tenido que moldear cada día su sentido de nación con empuje, audacia y fe

En el Talmud se leen con embelesamiento estas palabras: “Diez medidas de belleza descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta.

Diez medidas de dolor descendieron sobre el mundo; nueve recibió Jerusalén y una, el resto del planeta”.

Y algo certero: Los ojos, sobre la masilla de que uno está hecho, posiblemente ya no vuelvan a ver esa ciudad. No importa, ella subsiste en nuestro recuerdo.

rnaranco@hotmail.com

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