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Fitipaldi

Protegernos es una reacción instintiva ante el peligro. Al retraer la cabeza y las patas, cada tortuga queda al resguardo de las hostilidades externas dentro de su pequeña fortaleza.Sin embargo, no se trata más que de eso: una forma de eludir las amenazas

  • LINDA D'AMBROSIO

06/02/2023 05:02 am

El primer regalo que recibió mi hija, quien cumplió ayer treinta años, fue un morrocoy. Estaba allí, esperándola, cuando llegó a casa, puesto que un familiar cercano lo había encontrado solo, en mitad el campo, y lo había recogido para ella.

Hoy en día valoro esta iniciativa con recelo, al pensar que el animalito había sido separado de su hábitat y de sus congéneres. Pero el caso es que llegó a nuestro hogar e intentamos darle la mejor vida que pudimos.

Enseguida, el humor familiar decidió bautizarlo Fitipaldi.

Para nuestra sorpresa (no sabíamos nada de morrocoyes ni tortugas) la lentitud de estos animalitos resultó un mito: Fitipaldi hacía honor a su nombre, desplazándose velozmente, especialmente hacia los dominios de nuestra gata, cuya comida devoraba con fruición (¿otra insensatez fruto de nuestra ignorancia?)

Cuando cambiamos de vivienda, una de nuestras preocupaciones fue concebir una “morrocoyera”, un lugar en el que Fitipaldi disfrutara de relativa libertad y en el que pudiera guarecerse de las inclemencias del entorno. Así pues, en el espacio que quedaba bajo los tres escalones que conducían al patio, se construyó ex profeso su casita.

En más de una oportunidad me he sentido identificada con los morrocoyes, esos maravillosos animalitos, sobre todo porque, básicamente, tienden a “enconcharse” ante las amenazas.

Nunca me he sentido en el derecho de pedirle a alguien que cambie, que sea diferente de cómo es. Me he reservado la opción de sustraerme del desagrado, de recoger mi cabeza y mis patas o de alejarme, cuando algo no me gusta. Sin embargo me pregunto si algunas relaciones se pudieran haber salvado si yo hubiera comunicado mi malestar, porque, finalmente, lo que nos desagrada son ciertos comportamientos, no las personas que los llevan a cabo.

Desde la Evangelio hasta Hollywood se han adentrado en este asunto: es el mismo samaritano, mal visto en su comunidad, el que se apiada del hombre que permanece malherido en el camino tras ser vapuleado por unos salteadores. Por su parte el director Paul Haggis, en su interesantísima película Crash, demuestra como la misma persona puede actuar de dos formas distinta, y a veces hasta contradictorias, dependiendo de las circunstancias. De este modo, quizá no valga la pena renunciar a todo lo bueno que una persona ofrece por razones puntuales que tal vez tendrían remedio.

Quizá se trata apenas de poner en común, de permitirle al otro saber cómo nos sentimos.

Y es que ¿cómo esperar de otro que modifique su comportamiento, si no sabe que nos incomoda? Quizá poner los propios sentimientos en común nos expone a constatar que al otro le da absolutamente lo mismo, o a dejar en evidencia cuán profundamente nos afectan sus acciones. En ocasiones se trata de detalles aparentemente insignificantes pero, a final de cuentas, nos afectan.

Protegernos es una reacción instintiva ante el peligro. Al retraer la cabeza y las patas, cada tortuga queda al resguardo de las hostilidades externas dentro de su pequeña fortaleza. Sin embargo, no se trata más que de eso: una forma de eludir las amenazas.

El hecho es que el entorno no cambia, ni el morrocoy se fortalece.

Si siempre he sentido que estoy en la obligación de darle al otro la libertad de ser él mismo, respetándome a mi misma al poner distancia de lo que me desagrada, enfrascándome como un morrocoy en su caparazón, también reconozco que en ocasiones vale la pena hablar, si creemos que puede haber una oportunidad para arreglar las cosas.

Es una reflexión que agradezco al hoy desaparecido Fitipaldi, en el trigésimo aniversario de su llegada a nuestras vidas.

Linda.dambrosiom@gmail.com

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