Invitación a la paciencia
La frustración ocasionada por la dependencia y el sentimiento de ser una carga para otros pueden causar que la muerte sea percibida como una solución, más allá del temor y la ansiedad que pueda disparar este trance
-¿De dónde eres?
-De Valle de la Pascua..
-De Valle de la Pascua..
La mujer, con dulzura, iba dándome de comer lo único cuya consistencia parecía convenirme: un flan. Resultaba reconfortante encontrar una compatriota en una situación semejante, en un hospital a 6.993 kilómetros de casa, en Madrid.
He estado en los dos polos: he sido dependiente hasta para respirar, y también he sido cuidadora. Conozco bien el desgaste que supone disponer del propio tiempo para asistir a alguien que no puede valerse por sí mismo. Es una situación con la que las madres suelen estar familiarizadas, con un detalle: los niños crecen y cobran autonomía, mientras que las personas dependientes pueden permanecer en ese estadio durante años.
Es muy fácil que en una relación de este tipo haya cortocircuitos. El cuidador percibe al objeto de sus cuidados como una responsabilidad, un grillo o una ocasión de volcarse amorosamente en alguien, según el caso, mientras que, por su parte, la persona dependiente no solo se encuentra privada de su autonomía, sino que también sabe que está consumiendo el tiempo y energía de la persona que vela por ella y, aunque lo acepte como ley de vida, puede experimentar sentimientos de culpa, frustración, e impotencia.
Cuando la situación de dependencia es permanente, o creciente, como en el caso de los ancianos, la persona experimenta además una de las peores sensaciones que se puede enfrentar: la desesperanza. A través de las muchas vicisitudes y retos que plantea la vida, a menudo nos sostiene la confianza de que en el futuro todo va a ser mejor. La conciencia de que es posible que las cosas no solo no mejoren, sino que puedan tornarse más oscuras, debe de ser desalentadora.
La frustración ocasionada por la dependencia y el sentimiento de ser una carga para otros pueden causar que la muerte sea percibida como una solución, más allá del temor y la ansiedad que pueda disparar este trance.
A su vez, el cuidador puede sentirse impotente, frustrado y hasta víctima de una injusticia pues, empeñando su tiempo y su energía en el cuidado de otra persona, puede verse poco reconocido y ser objeto, inclusive, de la impaciencia de la persona dependiente.
En estas fechas, que se prestan a que las personas hagan balance y constaten, descorazonadas, cuál ha sido su evolución en el tiempo; en que suele haber más reencuentros familiares y más quehacer, en las que resultan más evidentes las ausencias y se ven removidas las emociones y el sentimentalismo, la invitación es a ejercitar la paciencia y a empatizar con la persona dependiente.
El hecho de que alguien se vea físicamente disminuido no merma en absoluto su integridad ni su experiencia. En lo personal, me disgusta muchísimo la tendencia a tratar a las personas dependientes como niños, tanto en la manera de dirigirse a ellos, como en el modo de someterlos a lo que el cuidador le parece más oportuno. ¿Cómo nos sentiríamos nosotros, adultos sanos, si otra persona ignorara nuestro parecer y nos impusiera lo que es más adecuado (o cómodo) según su criterio? Me enferman los diminutivos y, por supuesto, no puedo ni considerar que se avergüence en una reunión familiar a las personas mayores. Ellos nos llevan, al menos, una ventaja: han aguantado más años y ya eso, por sí solo, los hace acreedores a nuestro respeto.
Juan (21:18-25) cita la advertencia, metafórica en el caso de Pedro: “Cuando eras joven, te vestías e ibas a donde querías. Pero te aseguro que, cuando seas viejo, extenderás los brazos y otra persona te vestirá, y te llevará a donde no quieras ir”. Es apenas cuestión de tiempo que lleguemos a la misma situación.
linda.dambrosiom@gmail.com
He estado en los dos polos: he sido dependiente hasta para respirar, y también he sido cuidadora. Conozco bien el desgaste que supone disponer del propio tiempo para asistir a alguien que no puede valerse por sí mismo. Es una situación con la que las madres suelen estar familiarizadas, con un detalle: los niños crecen y cobran autonomía, mientras que las personas dependientes pueden permanecer en ese estadio durante años.
Es muy fácil que en una relación de este tipo haya cortocircuitos. El cuidador percibe al objeto de sus cuidados como una responsabilidad, un grillo o una ocasión de volcarse amorosamente en alguien, según el caso, mientras que, por su parte, la persona dependiente no solo se encuentra privada de su autonomía, sino que también sabe que está consumiendo el tiempo y energía de la persona que vela por ella y, aunque lo acepte como ley de vida, puede experimentar sentimientos de culpa, frustración, e impotencia.
Cuando la situación de dependencia es permanente, o creciente, como en el caso de los ancianos, la persona experimenta además una de las peores sensaciones que se puede enfrentar: la desesperanza. A través de las muchas vicisitudes y retos que plantea la vida, a menudo nos sostiene la confianza de que en el futuro todo va a ser mejor. La conciencia de que es posible que las cosas no solo no mejoren, sino que puedan tornarse más oscuras, debe de ser desalentadora.
La frustración ocasionada por la dependencia y el sentimiento de ser una carga para otros pueden causar que la muerte sea percibida como una solución, más allá del temor y la ansiedad que pueda disparar este trance.
A su vez, el cuidador puede sentirse impotente, frustrado y hasta víctima de una injusticia pues, empeñando su tiempo y su energía en el cuidado de otra persona, puede verse poco reconocido y ser objeto, inclusive, de la impaciencia de la persona dependiente.
En estas fechas, que se prestan a que las personas hagan balance y constaten, descorazonadas, cuál ha sido su evolución en el tiempo; en que suele haber más reencuentros familiares y más quehacer, en las que resultan más evidentes las ausencias y se ven removidas las emociones y el sentimentalismo, la invitación es a ejercitar la paciencia y a empatizar con la persona dependiente.
El hecho de que alguien se vea físicamente disminuido no merma en absoluto su integridad ni su experiencia. En lo personal, me disgusta muchísimo la tendencia a tratar a las personas dependientes como niños, tanto en la manera de dirigirse a ellos, como en el modo de someterlos a lo que el cuidador le parece más oportuno. ¿Cómo nos sentiríamos nosotros, adultos sanos, si otra persona ignorara nuestro parecer y nos impusiera lo que es más adecuado (o cómodo) según su criterio? Me enferman los diminutivos y, por supuesto, no puedo ni considerar que se avergüence en una reunión familiar a las personas mayores. Ellos nos llevan, al menos, una ventaja: han aguantado más años y ya eso, por sí solo, los hace acreedores a nuestro respeto.
Juan (21:18-25) cita la advertencia, metafórica en el caso de Pedro: “Cuando eras joven, te vestías e ibas a donde querías. Pero te aseguro que, cuando seas viejo, extenderás los brazos y otra persona te vestirá, y te llevará a donde no quieras ir”. Es apenas cuestión de tiempo que lleguemos a la misma situación.
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