El coraje y valor de la literatura
Las obras literarias admiradas, poco o nada tienen que ver con la vida personal de sus autores, muchas de ellas trágicas, alocadas, banales y hasta canallescas
Nuestras circunstancias humanas pueden ser útiles en un entorno social diferente al actual, dependiendo, indudablemente, de híbridas circunstancias; unas controladas, otras tocantes a una realidad ceñida a impulsivas actitudes.
De ello se ha escrito tenazmente, y más cuando surge una realidad creadora en seres que han mostrado cualidades prodigiosas.
El escrito austríaco de origen judío Joseph Roth, genio introvertido que destilo sangre a lo largo de su vida, modeló su imagen afligida sobre la corriente del río Sena a su paso por Paris. Y allí mismo, desnudó su fatiga para que el agua lo llevara sobre los piélagos montaraces del planeta. Y expresó:
“Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”.
Hizo su autorretrato mojando el cerdamen de una existencia beoda, repleta de incomprensiones, desmedidas dudas y ninguna esperanza.
Viéndose irremediablemente abandonado en esa Francia de entreguerras, durmiendo bajo puentes y agarrado a la munificencia de algún que otro amigo, aún pudo ver la niebla cuajada de ese cauce que ya había matizado en “La leyenda del santo bebedor”, sobre uno hojuelas de papel que se volvieron ramas de laurel sobre su admirable escritura.
Nada mejor que unos tragos de licor para estimularse frente a la dictadura de las cuartillas en blanco.
El deleite literario bien vale un desastre intrínseco que algunas veces se valoriza con la propia existencia que arropa.
Nadie conoce con certidumbre los manantiales por los que un escritor o escritora se embriaga hasta perder la conciencia, y cuando emerge del hondo barranco, renace dentro de la epidermis la fibra que traspasa la utopía más sobrehumana y crea momentos universales sobre carillas perdurables.
Parte de la gran literatura se hace con una fuerza arrancada del espíritu, y sobre la inteligencia centrada en la personalidad de cada ensueño.
La lista de dicha verdad se hace amplia, larguísima, y se introduce, con la fuerza de una luminiscencia, entre los senderos de la creación más asombrosa. La terna pudiera ser considerable, pero haremos un triunvirato con los creadores y creadoras que al autor de estas líneas más le embelesan:
Omar Khayyam, Gonzalo de Berceo, Bocaccio, Edgar Allan Poe, César Vallejo, Cervantes, Lope de Vega, Juan Rulfo, Baudelaire, Paul Bowles, Gustave Flaubert, Joyce, Miguel de Unamuno, Ramón del Valle-Inclán, Constantino Kavafis, Leopoldo Alas “Clarín”, Antonio Machado, Lawrence Durrel, Jorge Luis Borges, Curzio Malaparte, George Steiner, Claudio Magris y… de las mujeres, Virginia Woolf, Pearl S. Buck, Iréne Némirovsky, Marguerite Duras, Rosalía de Castro, Marguerite Yourcenar….
Las obras literarias admiradas poco o nada tienen que ver con la vida personal de sus autores, muchas de ellas trágicas, alocadas, banales y hasta canallescas. Han sido numerosos los libros prodigiosos que han salido de mentes calenturientas y magulladas hasta el tuétano.
Cada filia o aversión personal sigue senderos de inspiración distintos a la de su propio creador, siendo esa la causa de que seres endemoniadamente malévolos realicen creaciones prodigiosas, en donde imperan la dulzura, el sentido común y la belleza en sus rangos más elevados.
Cada una de las lenguas escritas conserva ardor, ramalazos recónditos, ternura sensitiva, apegos, y un condimento de reciedumbre entre las cicatrices del espíritu que fascina y asombra.
Leer es respirar, una necesidad del ánimo y sus hormonas invisibles sobre el deseo asexuado de la mente, ahí donde convergen las incertidumbres, cada una de las sensaciones que nos envuelven, y dejan fluir un estremecimiento que embelesa.
No hay libros buenos ni malos, solamente estupendos y pésimos. Presumiblemente de los últimos un poco más, pero esa apreciación muchas veces depende de la mala ojeriza de los críticos, o del momento telúrico que el propio lector enfrenta.
Millones de hombres y mujeres nacen, viven y mueren sin haber poseído nunca en sus manos una hoja escrita a la pálida luz de un candil para ayudarlos a sentir la inconmensurable belleza de una balada y, a pesar de esa desazón, han sufrido, amado, gemido y fallecido inclinados en el yermo de la soledad como cualquier genio prodigioso de la literatura.
En comparación, es más barato comprar un libro que salir a cenar, acudir al teatro o asistir a un espectáculo musical, y eso no es válido únicamente en sociedades subdesarrolladas.
Y así, en este mismo instante, en el corto espacio de escribir estas dos cuartillas y media, varios cientos de niños y niñas mueren de hambre entre los arrabales del planeta Tierra. Otros cruzan ese mar de las civilizaciones llamado Mediterráneo, en chalupas miserables para encontrar el sueño anhelado hacia una existencia más justa y condescendiente.
Y regresamos al principio de estas líneas.
La dipsomanía- presentada sobre una acción más extensa - si es usada en una dilapidación, se revierte en imperfección, mácula desmembrada, mientras, si tomada con moderación, se hace deleite al paladar y surge en ella bizarría ampliada.
De ello se ha escrito tenazmente.
Incluso con todo, pretendemos asumir sobre la conciencia, la opinión que en el camino largo de la escritura pretendemos asumir: unas cuartillas no ayudaran a mejorar la enrevesada esencia humana. Y la causa es bien conocida: procedemos de barro mal cocido.
rnaranco@hotmail.com
De ello se ha escrito tenazmente, y más cuando surge una realidad creadora en seres que han mostrado cualidades prodigiosas.
El escrito austríaco de origen judío Joseph Roth, genio introvertido que destilo sangre a lo largo de su vida, modeló su imagen afligida sobre la corriente del río Sena a su paso por Paris. Y allí mismo, desnudó su fatiga para que el agua lo llevara sobre los piélagos montaraces del planeta. Y expresó:
“Así soy realmente: maligno, borracho, pero lúcido”.
Hizo su autorretrato mojando el cerdamen de una existencia beoda, repleta de incomprensiones, desmedidas dudas y ninguna esperanza.
Viéndose irremediablemente abandonado en esa Francia de entreguerras, durmiendo bajo puentes y agarrado a la munificencia de algún que otro amigo, aún pudo ver la niebla cuajada de ese cauce que ya había matizado en “La leyenda del santo bebedor”, sobre uno hojuelas de papel que se volvieron ramas de laurel sobre su admirable escritura.
Nada mejor que unos tragos de licor para estimularse frente a la dictadura de las cuartillas en blanco.
El deleite literario bien vale un desastre intrínseco que algunas veces se valoriza con la propia existencia que arropa.
Nadie conoce con certidumbre los manantiales por los que un escritor o escritora se embriaga hasta perder la conciencia, y cuando emerge del hondo barranco, renace dentro de la epidermis la fibra que traspasa la utopía más sobrehumana y crea momentos universales sobre carillas perdurables.
Parte de la gran literatura se hace con una fuerza arrancada del espíritu, y sobre la inteligencia centrada en la personalidad de cada ensueño.
La lista de dicha verdad se hace amplia, larguísima, y se introduce, con la fuerza de una luminiscencia, entre los senderos de la creación más asombrosa. La terna pudiera ser considerable, pero haremos un triunvirato con los creadores y creadoras que al autor de estas líneas más le embelesan:
Omar Khayyam, Gonzalo de Berceo, Bocaccio, Edgar Allan Poe, César Vallejo, Cervantes, Lope de Vega, Juan Rulfo, Baudelaire, Paul Bowles, Gustave Flaubert, Joyce, Miguel de Unamuno, Ramón del Valle-Inclán, Constantino Kavafis, Leopoldo Alas “Clarín”, Antonio Machado, Lawrence Durrel, Jorge Luis Borges, Curzio Malaparte, George Steiner, Claudio Magris y… de las mujeres, Virginia Woolf, Pearl S. Buck, Iréne Némirovsky, Marguerite Duras, Rosalía de Castro, Marguerite Yourcenar….
Las obras literarias admiradas poco o nada tienen que ver con la vida personal de sus autores, muchas de ellas trágicas, alocadas, banales y hasta canallescas. Han sido numerosos los libros prodigiosos que han salido de mentes calenturientas y magulladas hasta el tuétano.
Cada filia o aversión personal sigue senderos de inspiración distintos a la de su propio creador, siendo esa la causa de que seres endemoniadamente malévolos realicen creaciones prodigiosas, en donde imperan la dulzura, el sentido común y la belleza en sus rangos más elevados.
Cada una de las lenguas escritas conserva ardor, ramalazos recónditos, ternura sensitiva, apegos, y un condimento de reciedumbre entre las cicatrices del espíritu que fascina y asombra.
Leer es respirar, una necesidad del ánimo y sus hormonas invisibles sobre el deseo asexuado de la mente, ahí donde convergen las incertidumbres, cada una de las sensaciones que nos envuelven, y dejan fluir un estremecimiento que embelesa.
No hay libros buenos ni malos, solamente estupendos y pésimos. Presumiblemente de los últimos un poco más, pero esa apreciación muchas veces depende de la mala ojeriza de los críticos, o del momento telúrico que el propio lector enfrenta.
Millones de hombres y mujeres nacen, viven y mueren sin haber poseído nunca en sus manos una hoja escrita a la pálida luz de un candil para ayudarlos a sentir la inconmensurable belleza de una balada y, a pesar de esa desazón, han sufrido, amado, gemido y fallecido inclinados en el yermo de la soledad como cualquier genio prodigioso de la literatura.
En comparación, es más barato comprar un libro que salir a cenar, acudir al teatro o asistir a un espectáculo musical, y eso no es válido únicamente en sociedades subdesarrolladas.
Y así, en este mismo instante, en el corto espacio de escribir estas dos cuartillas y media, varios cientos de niños y niñas mueren de hambre entre los arrabales del planeta Tierra. Otros cruzan ese mar de las civilizaciones llamado Mediterráneo, en chalupas miserables para encontrar el sueño anhelado hacia una existencia más justa y condescendiente.
Y regresamos al principio de estas líneas.
La dipsomanía- presentada sobre una acción más extensa - si es usada en una dilapidación, se revierte en imperfección, mácula desmembrada, mientras, si tomada con moderación, se hace deleite al paladar y surge en ella bizarría ampliada.
De ello se ha escrito tenazmente.
Incluso con todo, pretendemos asumir sobre la conciencia, la opinión que en el camino largo de la escritura pretendemos asumir: unas cuartillas no ayudaran a mejorar la enrevesada esencia humana. Y la causa es bien conocida: procedemos de barro mal cocido.
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