Paraíso olvidado
Paraíso olvidado y el resto de mis libros cuentan sus propias historias. Ellos son lo que yo quise que fueran, pero también me moldearon e interpelaron como autor. Han traído a mi vida grandes satisfacciones
El título de la columna se corresponde con el de mi primer libro de cuentos, que salió en 1996 por el Consejo de Publicaciones de la Universidad de Los Andes. Este libro, como los demás de mi obra, tiene su propia historia que intentaré contar. Un año antes había publicado por la misma casa mi primera novela que titulé Espacio sin límite, de la que hablaré la próxima semana. Varios de los cuentos que constituyen Paraíso olvidado fueron publicados originalmente en un extinto periódico local llamado El Vigilante, con ilustraciones de mi esposa, quien es, además de farmacéutico como yo, dibujante y pintora. Recuerdo uno de los cuentos del libro, Memorias tras las rejas, que relata el desengaño de un hombre que asesinó a otro para vengar la honra mancillada de su hermana. El día que salió publicado me llamó un amigo a la casa y me dijo, como con cierto pudor, “Ricardo, no sabía que habías estado preso”. Yo me quedé petrificado con el teléfono en la mano, porque aquel amigo daba por hecho que lo narrado era parte de mi vida. Le respondí, manteniendo la calma, que nunca había estado preso, que lo contado era solo ficción. A partir de entonces supe de primera mano los sutiles linderos entre la ficción y la realidad, y cómo un texto literario puede convertirse en una “verdad” ante los ojos del lector (solemos llamarlo verosimilitud).
En aquella misma época usaba barba completa e iba con cierta frecuencia a la barbería para que me la arreglaran (nunca he podido hacerlo yo mismo). Sobre la mesita estaba un ejemplar del periódico, y ese día había salido uno de mis cuentos. A la espera de mi turno vi con espanto cómo el hombre al que atendían tomó el periódico y comenzó a leer mi cuento. Yo me puse a temblar. No contento con leer en voz baja, el hombre leía al barbero fragmentos del cuento, mientras que en las pausas y respiros exclamaba: “¡que vaina tan buena!” Y proseguía. Yo estaba al borde del colapso. Casi una hora duró la escena (lo que se llevó el arreglo de su abundante barba) y le dio tiempo para concluir la lectura con los comentarios respectivos. Halagos y conjeturas se mezclaron entonces para llevarme a un estado de absoluta perplejidad, y créanme que fui incapaz de decirles que yo era el autor de aquel cuento. Fue la primera crítica químicamente pura que recibí por mi trabajo literario.
Dos o tres años después conjunté todos mis cuentos en un libro, se lo presenté al editor y fue aprobado. El libro salió de la imprenta en agosto del 96. Gracias a las atenciones que tuvo para conmigo el también escritor Alberto Jiménez Ure, logré acceder a un gran directorio con los teléfonos y direcciones de escritores reconocidos dentro y fuera del país. En diciembre de ese mis año compré un paquete de sobres manila tamaño carta y, con la paciencia de Job, fui dedicando cada uno de aquellos bellos ejemplares. Luego de varios viajes hasta los correos, envié no menos de cien libros y aguardé por las respuestas (los envíos fueron distanciados durante el año siguiente: varios paquetes por mes). Un mediodía nos encontrábamos almorzando mi esposa, mis dos hijas (la tercera vendría pocos años después) y yo, cuando repicó el teléfono. Al otro lado de la línea una voz grave y cansada de hombre mayor preguntó por el escritor Ricardo Gil Otaiza. Cuando pregunté quién hablaba me respondió: “soy Juan Liscano”. Pensé que mi amigo Jiménez Ure me estaba tomando el pelo, porque recibir una llamada de Liscano era recibirla de una de las figuras de la cultura venezolana más prominentes de Venezuela en la segunda mitad del siglo XX. Hechas las aclaratorias de mi parte y con toda la vergüenza y el terror de este mundo a cuestas, lo atendí expectante. Me dijo sin titubeos: “termino de leer su libro y estoy tan encantado, que no puedo esperar a que salga el ensayo que escribiré en la prensa nacional. Suelo tirar al cesto todos los sobres que me llegan sin abrirlos siquiera, porque son muchos y la vida no me alcanza para eso, pero no sé por qué abrí el suyo y hallé el libro. Comencé a leer y ya no pude detenerme”.
Una semana después (el 24 de octubre de 1997) salió el ensayo de casi una página en el diario El Globo de Caracas, que tituló Cuentos fuera de serie. El Paraíso Olvidado por Ricardo Gil Otaiza, con ilustración de Michelle. Destacó Liscano la impronta metafísica y ontológica en aquellos relatos, lo que de alguna manera explica la gran atracción que produjo en el crítico, ya que para entonces se hallaba en una búsqueda interior que lo llevó a profundizar en los intersticios del Ser. A partir de aquella llamada Juan Liscano y yo nos hicimos amigos, y hablábamos todos los días durante una hora o más. Nos turnábamos en las llamadas y muchas veces lo hizo a mi número de la facultad. Solía quejarse de la poca atención que recibía de las editoriales de entonces y a veces percibí un sutil dejo de amargura que matizaba inmediatamente con una crítica al régimen imperante (y que hoy continúa). Me invitó varias veces a su casa en Caracas, pero desgraciadamente mis compromisos académicos me impidieron atenderlas como debía y cuando me percaté ya era tarde: murió el 17 de febrero de 2001.
Paraíso olvidado y el resto de mis libros cuentan sus propias historias. Ellos son lo que yo quise que fueran, pero también me moldearon e interpelaron como autor. Han traído a mi vida grandes satisfacciones.
rigilo99@gmail.com
En aquella misma época usaba barba completa e iba con cierta frecuencia a la barbería para que me la arreglaran (nunca he podido hacerlo yo mismo). Sobre la mesita estaba un ejemplar del periódico, y ese día había salido uno de mis cuentos. A la espera de mi turno vi con espanto cómo el hombre al que atendían tomó el periódico y comenzó a leer mi cuento. Yo me puse a temblar. No contento con leer en voz baja, el hombre leía al barbero fragmentos del cuento, mientras que en las pausas y respiros exclamaba: “¡que vaina tan buena!” Y proseguía. Yo estaba al borde del colapso. Casi una hora duró la escena (lo que se llevó el arreglo de su abundante barba) y le dio tiempo para concluir la lectura con los comentarios respectivos. Halagos y conjeturas se mezclaron entonces para llevarme a un estado de absoluta perplejidad, y créanme que fui incapaz de decirles que yo era el autor de aquel cuento. Fue la primera crítica químicamente pura que recibí por mi trabajo literario.
Dos o tres años después conjunté todos mis cuentos en un libro, se lo presenté al editor y fue aprobado. El libro salió de la imprenta en agosto del 96. Gracias a las atenciones que tuvo para conmigo el también escritor Alberto Jiménez Ure, logré acceder a un gran directorio con los teléfonos y direcciones de escritores reconocidos dentro y fuera del país. En diciembre de ese mis año compré un paquete de sobres manila tamaño carta y, con la paciencia de Job, fui dedicando cada uno de aquellos bellos ejemplares. Luego de varios viajes hasta los correos, envié no menos de cien libros y aguardé por las respuestas (los envíos fueron distanciados durante el año siguiente: varios paquetes por mes). Un mediodía nos encontrábamos almorzando mi esposa, mis dos hijas (la tercera vendría pocos años después) y yo, cuando repicó el teléfono. Al otro lado de la línea una voz grave y cansada de hombre mayor preguntó por el escritor Ricardo Gil Otaiza. Cuando pregunté quién hablaba me respondió: “soy Juan Liscano”. Pensé que mi amigo Jiménez Ure me estaba tomando el pelo, porque recibir una llamada de Liscano era recibirla de una de las figuras de la cultura venezolana más prominentes de Venezuela en la segunda mitad del siglo XX. Hechas las aclaratorias de mi parte y con toda la vergüenza y el terror de este mundo a cuestas, lo atendí expectante. Me dijo sin titubeos: “termino de leer su libro y estoy tan encantado, que no puedo esperar a que salga el ensayo que escribiré en la prensa nacional. Suelo tirar al cesto todos los sobres que me llegan sin abrirlos siquiera, porque son muchos y la vida no me alcanza para eso, pero no sé por qué abrí el suyo y hallé el libro. Comencé a leer y ya no pude detenerme”.
Una semana después (el 24 de octubre de 1997) salió el ensayo de casi una página en el diario El Globo de Caracas, que tituló Cuentos fuera de serie. El Paraíso Olvidado por Ricardo Gil Otaiza, con ilustración de Michelle. Destacó Liscano la impronta metafísica y ontológica en aquellos relatos, lo que de alguna manera explica la gran atracción que produjo en el crítico, ya que para entonces se hallaba en una búsqueda interior que lo llevó a profundizar en los intersticios del Ser. A partir de aquella llamada Juan Liscano y yo nos hicimos amigos, y hablábamos todos los días durante una hora o más. Nos turnábamos en las llamadas y muchas veces lo hizo a mi número de la facultad. Solía quejarse de la poca atención que recibía de las editoriales de entonces y a veces percibí un sutil dejo de amargura que matizaba inmediatamente con una crítica al régimen imperante (y que hoy continúa). Me invitó varias veces a su casa en Caracas, pero desgraciadamente mis compromisos académicos me impidieron atenderlas como debía y cuando me percaté ya era tarde: murió el 17 de febrero de 2001.
Paraíso olvidado y el resto de mis libros cuentan sus propias historias. Ellos son lo que yo quise que fueran, pero también me moldearon e interpelaron como autor. Han traído a mi vida grandes satisfacciones.
rigilo99@gmail.com
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