Primorosamente envuelto, en un paquete que no daba lugar a equívocos acerca de su contenido, recibí hace ya muchos años un libro enviado por una de mis mejores amigas: Los cinco lenguajes del amor.

Una guirnalda de rosas en forma de corazón orlaba la portada el texto prometiéndonos un discurso irremediablemente cursi. Pero mis prejuicios y mi soberbia recibieron su merecido: al igual que el hábito no hace al monje, tampoco es posible juzgar un libro por su apariencia. Los cinco lenguajes del amor ha sido un documento al que necesariamente he vuelto los ojos a lo largo de los años.

Creo que de él recuperaría dos ideas importantes: la claridad de que no todos nos sentimos amados a través de los mismo gestos, y el hecho de que es necesario prestar atención a cuál es el lenguaje del amor de aquellos a quienes deseamos hacer sentir queridos.

Gary Chapman, que así se llama el autor, un pastor bautista, teólogo y profesor universitario, distinguía, a partir de su experiencia como consejero matrimonial, cinco lenguajes básicos para comunicar amor: tiempo de calidad, actos de servicio, palabras, caricias y regalos materiales.

Normalmente es fácil descubrir cuál es el lenguaje del amor de la otra persona prestando atención tanto a lo que ofrece (lo que revela cuáles son los gestos que considera “señales de amor”) como a las reacciones ante lo que recibe.

Nuestra noción de amor es diferente de acuerdo a la historia que hayamos vivido, a nuestra cultura, a nuestra familia y hasta a cuál es nuestro hemisferio cerebral dominante.

Estas premisas deben alertarnos en dos sentidos: primero, en que si queremos hacer sentido amado a alguien, tenemos que verificar cuál es su lenguaje del amor, porque de lo contrario, aunque nos esforcemos mucho, corremos el riesgo de no alcanzar nuestro objetivo. En segundo lugar, debemos estar atentos a los gestos que tiene el otro para con nosotros, porque pudiera ser que se estuviera expresando en su propio y particular lenguaje, y nosotros estemos infravalorando su esfuerzo.

Durante mis años de estudio de gerencia, en una época en que conceptos como el kansei, los círculos de calidad y la calidad total se sucedían como las estrategias de productividad más promisorias de la época, se tornaba difícil para mí distinguir entre los conceptos de eficiencia y eficacia. Uno de mis profesores lo sintetizó de esta manera: “Fácil: eficiente es el que hace muchas cosas; eficaz es el que hace las cosas necesarias para alcanzar una meta”.

Volviendo al libro de Chapman, siempre teniendo en mente el deseo de hacer más grata la vida de los otros, podríamos preguntarnos cuán eficaces estamos siendo en hacer sentir queridas a las personas de nuestro entorno. Requiere un esfuerzo adicional estar atento, pero a la postre identificar cuál es el lenguaje del amor de cada quien puede resultar hasta un juego divertido (a veces una persona puede comunicarse con más de un lenguaje amoroso).

La conciencia de que cada uno comunica sus afectos según puede y según sabe nos debe llevar a la gratitud, a contar y reconocer cada una de las manifestaciones amorosas que se producen hacia nosotros.

Las personas no eligen su lenguaje del amor. A veces es la expresión de sus carencias, y sus expectativas no hacen más que traducir sus necesidades. Ello nos llama a ser comprensivos con la naturaleza de cada quien, y a tratar de “ceder” o expresarnos en un lenguaje que no es el nuestro para lograr hacer felices a los otros. Se trata de una tarea que parece adecuada en Navidad, época amorosa por excelencia, ya que “Tanto amo Dios al mundo que entregó a Su Hijo unigénito”.

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