Espacio publicitario

Mitomanía penal comunista

Marx no era abogado sino –nada menos– economista, filósofo e historiador; pero sin autoridad científica se inmiscuyó en muy arduos temas jurídico-penales reservados a los especialistas en la materia penal o Derecho por excelencia

  • ALEJANDRO ANGULO FONTIVEROS

01/12/2022 05:00 am

El magistrado Luis Fernando Damiani Bustillos, muy competente abogado y brillante sociólogo postgraduado en Venezuela, Francia y España, está además adornado por notorias e importantísimas prendas morales que justifican el valorarlo como un juzgador integérrimo. Por todo ello fue muy satisfactoria su designación como Magistrado del Supremo y, en 2015, como Director del Instituto de Investigación y Postgrado de la Escuela Nacional de la Magistratura del Tribunal Supremo de Justicia.

Empero, en tan importante Escuela –puesto que su muy ardua misión es formar a los futuros jueces– el magistrado Damiani Bustillos (fuímos condiscípulos en el San Ignacio de Loyola), además de muy buena cátedra, ha venido impartiendo algunas enseñanzas e ideas propias de una corriente sociológica –coincidente con la denominada criminología crítica– que abomina del Derecho Penal y de su congrua facultad de penar, lo cual en definitiva implica que no ha de regir el Derecho Penal sino la “justicia popular” expresada en las decisiones de la comuna…

Tal ideología es propia del comunismo y tan optimista cuan irrealizable, al punto de que los mismos comunistas no la practican. (No complicaré, cual entomólogo, con enigmáticos “distinguos” –muy propios de los estudiosísimos jesuitas– o distinciones entre marxistas y comunistas, como hace un bien inteligente jurista y amigo desde los años sesenta en la U.C.V.). Marx –de innegable gran talento– no fue abogado, por lo cual no tenía la básica preparación científico-social para disertar sobre temas jurídicos y mucho menos a fondo, para lo cual es indefectible el haberse postgraduado. Sin embargo, en aras del marxismo, curiosamente Marx hubo de entremeterse y hasta elaboró una nueva visión o “teoría del Derecho”, al que condenó por ser una “ideología burguesa” en pro del dominio de los oligarcas, a cuyos intereses las leyes dan protección y garantías.

Esa exasperada hipótesis marxiana fulminó máxima vituperación contra lo que apostrofó como “Derecho penal burgués”, que según Marx debe abolirse porque se basa en prohibiciones para mejor oprimir a la clase proletaria con injustos castigos; pero nada más justo –y de antiguo es así en todas las latitudes y longitudes– que prohibir matar gente y encarcelar al que lo haga. El Derecho penal es la suprema garantía de coexistencia pacífica y el pretender abolirlo es querer abandonar la convivencia a la impunidad o a la ley de la selva o peor, ya que en ésta sólo se mata por necesidad y no por la tan “humana” cuan vesánica sed de sangre. Además aquella reiterada prohibición penal (la pena) no implica un negativismo pues empieza y termina por ser positiva, puesto que el Derecho penal reprime para crear libertad: así se justifica en la dialéctica de Hegel (por quien, vaya coincidencia, Marx fue bastante influido) porque enseñó que el crimen es negación del Derecho y la pena negación del crimen: al ser negación de una negación, la pena afirma el Derecho y la justicia. Con reprimir también se hace prevención y en las luces o la pedagogía ético-penal inspírase la conducta social positiva.

La mayor protección y libertad consiguiente es para el proletariado, cuya mayoría no delinque: de ser así, quiero decir, si delinquiera, “no dejaría títere con cabeza”, como exclamó don Quijote en aquella pelea… Pero esa clase social, tan desprotegida por su característica indigencia y ahogo perpetuo, sufre a más no poder la vesania de los criminales y todo Estado tiene la responsabilidad eminente de ampararla.

En la obra de Bujarin, “L'ABC del comunismo”, está quintaesenciado el mito penal de que con la extinción del capitalismo no habrá ley, Policía ni cárcel. Mito que recuerda otra entelequia comunista sobre otra "extinción": la del Estado; pero en la bella utopía del comunismo no hubo tal extinción sino lo contrario u omnipresencia o lo totalitario del stalinismo. No obstante, los comunistas claudican al vaivén de su gran contradicción de no predicar con el ejemplo respecto al crimen: lo combaten con draconiana severidad. Ejemplo al canto: En 1986 fui a investigar sobre delitos en los deportes en la Universidad de La Habana, porque sabía que el Código Penal cubano los tipificó y al respecto hablé con el decano de la Facultad de Derecho. Hablando sobre la criminalidad en general, me dijo que como en Cuba el Estado atendía las necesidades más apremiantes del pueblo como la salud y la educación, la delincuencia era prácticamente inexistente. Aunque por excepción –añadió– podía algún perturbado asaltar a una persona; “¡Pero ése no lo hace más!”, según con fiero designio fulminó esa sentencia con traza patibularia…

Combatir el delito no ayuda más a los ricos sino a los indefensos pobres: son las víctimas más frecuentes de los criminales, quienes los masacran con tánta crueldad como impunidad. Las personas con más recursos económicos pueden invertir extremadamente más en términos de su seguridad personal, mientras que los pobres no tienen ni mucho menos esa disponibilidad monetaria para atender la seguridad de ellos ni de sus familiares, por lo que su vulnerabilidad es muchísimo mayor y quedan a merced de criminales de toda laya. Y a propósito de víctimas, llamaba poderosamente la atención –a mí al menos– que jamás se invocaran sus derechos humanos ni se les atendiera, aunque esto ha venido cambiando aquí porque las poderosas iniciativas y ejecutorias internacionales –en materia de victimología– han influido en la toma de conciencia sobre tamaña injusticia.

Luchar contra el crimen es asistir a los más necesitados en salud, alimentos y educación, incluido el control de natalidad; así como el vigilar la creación, aprobación y ejecución de leyes penales, pues el crimen procura pervertir cada una de esas etapas en aras de la impunidad. Y contra ésta principiar por dar integral protección a jueces y fiscales.

La ciencia del Derecho Penal es fundamento indefectible de todo Estado social, democrático, de justicia y Derecho, como está postulado aquí en la Constitución. El Código Penal recoge esos principios científicos que constituyen su hontanar y su cauce permite la realización práctica de la justicia penal. Y de antiguo, cuando un pueblo es yugulado por la criminalidad, que asesina, secuestra, asalta y viola, se ha recurrido al Derecho Penal como máximo factor disuasorio, controlador social y garantizador por antonomasia de una pacífica convivencia.

El crear un orden jurídico es la principal misión del Estado en aras de proteger la convivencia humana. Por esto Roxin –el más grande criminalista vivo del mundo y a quien me honré en invitarlo a Venezuela para dar en 2006 unas conferencias en la Universidad Santa María, como en efecto las dio– asegura que “Un Estado en el cual el Derecho Penal no ofrece una protección efectiva, ya no sería un Estado de Derecho”.

El delito es desorden y por eso el pueblo ve en el Derecho Penal el Derecho por excelencia, ya que con la coacción –orientada al telos o bien común– reprime para crear libertad. El delito implica una rebelión contra la autorictas de la ley y por ende constituye un desorden máximo. Debo reiterar lo señalado antes acerca de que el delito, según Hegel, niega el Derecho; la pena niega el delito y, al ser la negación de una negación, la pena termina por afirmar el Derecho. Por ser el delito tan sumamente grave contra la sociedad –puesto que hace peligrar su desarrollo y aun su existencia misma– es que el Derecho Penal resulta la mejor defensa social.

El Derecho Penal, pues, no sólo limita la libertad sino que crea libertad al proteger los derechos humanos de los más graves desafueros y, así, propicia la vida del hombre en condiciones de una dignidad que no existe si se tolera que impunemente sea víctima de diversos crímenes: todo ello justifica el poder punitivo (“ius puniendi”) del Estado. En realidad de verdad, lo más contrario a los derechos humanos es permitir que un pueblo sufra tántos horrores por la acción impune de los criminales.

El Derecho Criminal, y nunca se insistirá lo bastante en esto, reprime para crear libertad. En la medida que logre su esencial fin de influir en la colectividad para crear una conciencia ética y de respeto por las leyes e ipso facto por los demás, crea más libertad. Los pueblos que sean más capaces de entender esa necesidad, así como la grandeza del Derecho Penal, tendrán también mayor capacidad de ser libres. Es más: la idea que se forme un pueblo del Derecho Penal y de la ley penal, es guía segura del estado de su moral y educación.

Y de todo ello surge una responsabilidad eminente para quienes, habiendo tenido la oportunidad y el mérito de poderse preparar mejor y especialmente en Derecho y en la ciencia penal, deben llevar ese mensaje al vulgo e influirlo hasta hacérselo comprender a cabalidad. Esta sería la mejor manera de hacer en Venezuela la ideal prevención, dado que el Derecho Penal también tiene una función preventiva, inescindible de la represiva, ya que funcionan como una unidad: hasta cuando reprime, el Derecho Penal cumple indirectamente una labor de prevención, puesto que para Jescheck “la pena justa constituye un instrumento imprescindible, en interés de la colectividad, para el mantenimiento del orden social”. La mejor prevención es educar al hombre en el amor y respeto a la moral y a las leyes:Vincular” al ciudadano con las leyes, como enseñó el sabio venezolano Andrés Bello.

El mismo gran tratadista alemán Jescheck enseña: “La justificación de la pena reside en su necesidad para mantener el Orden jurídico entendido como condición fundamental para la convivencia humana en la comunidad. El poder del Estado se aniquilaría por sí mismo, si no tuviera fuerza suficiente para impedir que las infracciones jurídicas intolerables se afirmaran abiertamente. Sin la pena el ordenamiento jurídico dejaría de ser un orden coactivo y quedaría rebajado al nivel de una simple recomendación no vinculante. La pena, como expresión de la coacción jurídica, forma parte de toda comunidad basada en normas jurídicas (justificación jurídico política de la pena). La pena es además necesaria para satisfacer la sed de justicia de la comunidad. Una convivencia humana pacífica sería imposible, si el Estado se limitara simplemente a defenderse de los delitos cuya comisión fuera inminente y pretendiera, tanto de la víctima como de la generalidad, que aceptaran el delito cometido y vivieran con el delincuente como si no hubiera pasado nada. Las consecuencias de una tal actitud llevarían a que cada uno se tomara la justicia por su mano y al regreso de la pena privada” (resaltados míos).

El padre Fernando Pérez Llantada y Gutiérrez, S.J., eminente criminólogo y penalista, confirmó esta reflexión sobre la impunidad al referirse (en su magnífico tratado “Criminología”) a los principios del Derecho Penal clásico: “La prevención. A corto plazo, el mejor medio de la prevención es tener una ley clara, aplicada de la misma manera a todos y lo más rápidamente posible después del delito. La gravedad de la pena poco importa. Lo que importa tanto al culpable como al público, es que el delito da lugar infaliblemente a la represión y que no haya prácticamente probabilidad de escapar de la ley. Se trata, pues, de crear un vínculo (o un condicionamiento) entre el acto prohibido y un castigo. A largo plazo, el mejor medio de prevenir será educar al pueblo. (…) Perfeccionar la educación constituye el medio más seguro, al mismo tiempo que el más difícil, de evitar los delitos” (resaltados míos).

Sin embargo, no se ha de creer en la utopía, que reinó desde el siglo XVI hasta casi el siglo XIX, de que el solo incremento de las penas y una febricitante penalización de las conductas podían frenar por completo la criminalidad. En verdad nada la puede impedir por ser un inextinguible fenómeno social. Lo que sí es factible es reducir la criminalidad a niveles tolerables en términos de resistencia. Ningún país del mundo y ni siquiera aquellos considerados como grandes potencias económico-sociales, pueden escapar al tan terrible como ineluctable flagelo de la criminalidad. Por consiguiente hay que tomar en consideración las causas que precipitan al hombre a delinquir. La opresión del ser humano por duras circunstancias económico-sociales lo hacen en ocasiones propender al delito y máxime si no ha recibido una educación adecuada.

Se hace menester, en consecuencia, tratar de disminuir en lo posible la pobreza, no solamente por razones de justicia social sino para contribuir en dar a las personas más oportunidades de llevar una vida digna y alcanzar sus fines. En este noble propósito de abatir la pobreza y la consiguiente disminución de recursos en general, debe el Estado adelantar –con urgencia de vida o muerte– una política demográfica que mejore la calidad de la población y determine que la carencia de los recursos no sea tan grave, para lo cual es necesario el controlar la natalidad porque en Venezuela tienen más hijos quienes menos los pueden mantener y educar: hay mucha más gente que recursos. Y siempre tener presente, en relación con las personas que perpetran delitos, que también y además del castigo, hay que considerarlos tanto en la vertiente del cabal respeto a sus derechos humanos cuanto a promover su reinserción social en la medida de lo posible y justo.

La ley penal debe ser liberal y no represiva en exceso sino con una tendencia general a ser comprensiva y no fijar penas excesivamente altas. Tal no es lo más importante sino la certeza de su cumplimiento. Es preferible estipular penas moderadas y que se cumplan, a fulminar sanciones severísimas que después resulten incumplidas por cualquier razón e incluso la de que la ley penal adjetiva, como por desgracia ha sucedido aquí con el Código Orgánico Procesal Penal, anule o enerve la ley penal substantiva o ley mucho más importante: potísima prueba es que la substantiva es por lo general inmodificable –por ejemplo el matar a otra persona siempre será un homicidio, a menos que haya causas de justificación, como la legítima defensa, o causas de inculpabilidad como el juzgarse a un inimputable– y que cuanto a la adjetiva menudean sus reformas.

Al respecto asevera Jescheck: “Uno de los cometidos elementales del Estado es la creación de un orden jurídico, ya que sin él no sería posible la convivencia humana. El Derecho Penal es uno de los componentes imprescindibles en todo orden jurídico, pues (…) la protección de la convivencia humana en sociedad sigue siendo una de sus principales misiones (…) Por ello, la necesidad de la coacción penal se ha advertido por la Humanidad desde los tiempos más primitivos, y la punición de los delitos ha contado en todas las culturas entre las más antiguas tareas de la comunidad. La opinión popular ve todavía hoy en el Derecho Penal el Derecho por excelencia”.

Kant enseña que éticamente la pena es una exigencia incondicional que merece el delincuente; es un imperativo categórico, independientemente de la utilidad social. Kelsen reduce todo el Derecho a la lógica: “Toda norma consiste en una proposición condicional que enlaza un supuesto de hecho con una consecuencia jurídica”. Esta consecuencia es la coacción o para Kelsen el “elemento esencial y primigenio del Derecho”.

La impunidad es injusticia, porque no da al criminal el castigo que le corresponde. Es de los injustos más indignantes que puede haber, porque además evidencia falta de voluntad para ejecutar la ley de quienes han sido honrados con la sublime misión de hacer justicia. Su majestad intelectual, Goethe, aseveró que los jueces que no condenan a los criminales terminan haciéndose cómplices de éstos. Uno de los efectos perniciosos de la impunidad, abstracción hecha del mal que representa en lo ético, filosófico y jurídico, es el de su inmenso impacto desmoralizador en la colectividad. En conclusión: ante la inobservancia de las leyes hay la imperiosa necesidad de una reacción estatal. Lo contrario es la impunidad. Si no hay castigo se pierde autoridad, se pierde soberanía y se pierde el Estado de Derecho mismo.

Y precisamente por esto, el Estado, cumpliendo su deber, tiene interés en interferir oficiosamente dicha conducta delictiva; pero cuando no se castigan los delitos, no solamente deja el Estado de cumplir su esencial obligación de preservar el orden público sino que los ciudadanos pierden credibilidad en el Poder Público. Jescheck enseñó: “Tan pronto como el Derecho Penal deja de poder garantizar la seguridad y el orden, aparece la venganza privada, como ha enseñado repetidamente la más reciente experiencia histórica”.

En EEUU se hizo un estudio sobre las causas de la violencia y se dijo: “También se ha considerado responsable a la permisividad de la sociedad, tanto en lo referido a nuestras prácticas de crianza de niños, como a nuestro sistema de jurisprudencia, se ha atribuido a los padres permisivos para con sus hijos y las Cortes clementes con los delincuentes, la causa de la violencia en Norteamérica (…) Un factor comentado como determinante situacional de la no agresión fue el temor al castigo” (resaltados míos).

En el “ranking” de los “best sellers” venezolanos se han festejado las reláficas de o sobre famosos delincuentes criollos, algunos de los cuales han sido objeto (por allá en la década de los ochenta sobre todo) de impúdicos homenajes de diversos sectores, incluso gubernamentales, de la vida nacional. Y en contraste con las admirativas interviús a los personajes de marras (que no de amarras) no se cuenta ninguna entrevista –al menos que yo recuerde– a ningún funcionario policial, por destacado o hasta heroico que haya sido. Y esto a pesar de que la justicia social también debe resentirse de que esos policías ganen tan poco y expongan tánto, así como de que tengan que ser vecinos de maleantes porque jamás se les ha provisto –como se debiera– de barriadas policiales, etc. Toda esta sinrazón se debe a la impunidad que, incluso, abriga conductas como las comentadas a pesar de que, a veces, constituyen verdaderamente el delito de instigación a delinquir al través de mensajes que hacen del crimen algo sublime.

Cuanto al tema de la impunidad, valga como áureo colofón el citar al genio e incomparable héroe Simón Bolívar:

“La impunidad de los delitos hace que éstos se cometan con más frecuencia: y al final llega el caso en que el castigo no basta para reprimirlos”. (Carta al general Salom, del 15-1-1824).

“La clemencia con el malvado es castigo del bueno, y si es una virtud la indulgencia, lo es, ciertamente cuando es ejercida por un particular, pero no por un gobierno”. (Carta al presidente del Perú, Dr. Unanue, del 25-11-1825).

“Hasta la fuerza misma debiera emplearse en contra de individuos que desatienden los intereses de su país, en perjuicio de la confianza que éste les hace”. (Carta al general Páez, del 28-12-1827).

“La corrupción de los pueblos nace de la indulgencia de los tribunales y de la impunidad de los delitos. Mirad, que sin fuerza no hay virtud; y sin virtud perece la República”. (Discurso ante la Convención de Ocaña, del 29-2-1828).

“La clemencia con los criminales es un ataque a la virtud”. (Carta al señor Estanislao Vergara, del 22-4-1829).

Desde otra vertiente, también es supremamente injusta la impunidad en lo que se refiere a las víctimas de la criminalidad común, quienes ¡¡también tienen derechos humanos!! En este sentido, tienen derecho a su protección y a ser indemnizados. Esto, que parece una verdad de Perogrullo, deja bastante sorprendidos a muchos e incluso abogados y hasta penalistas. La razón de la sorpresa es que hace muy pocos años se fue tomando conciencia de la atroz injusticia que había habido en torno a esas víctimas y sus derechos, tan preteridos siempre pese a su evidente e inmensa importancia: no sólo tienen derechos humanos los inhumanos criminales sino ¡¡también sus víctimas!! Y este criterio tan justiciero sólo puede sustentarlo y hacerlo realidad el Derecho Penal que, como su nombre lo indica, se basa en las penas que de modo tan justiciero irroga a quienes matan, secuestran, violan niños, mujeres y asaltan.

La injusticia ha sido mundial y por eso el 29 de noviembre de 1985, la ONU hizo la Declaración 40/34 sobre los principios fundamentales de justicia para las víctimas de crímenes y del abuso de poder. La injusticia ha sido tan extrema que, en tal Declaración, se reconoce que millones de personas sufren daños como resultado del crimen y que no se han reconocido adecuadamente los derechos de estas víctimas; y se asegura que hay la necesidad de adoptar medidas nacionales e internacionales para garantizar el reconocimiento universal y eficaz del respeto a los derechos de las víctimas del crimen, e invita a los Estados miembros a tomar las medidas pertinentes para hacer efectivas las provisiones contenidas en la mencionada Declaración.

Esa tan campanuda Declaración tiene, sin embargo, un sesgo político y lo prueba rotundamente la inserción del párrafo “y del abuso de poder”. Es una verdad apodíctica que el abuso de poder estatal es un delito muy grave y conduce a crímenes monstruosos, por lo que sus víctimas han de ser protegidas en los textos legales de forma expresa; pero el torcimiento conceptual principia cuando se confunden las víctimas de la criminalidad común con las víctimas de la criminalidad política, lo cual propicia ab initio un trato muy diferente de sendas criminalidades porque mientras se da gran importancia a las víctimas políticas, se menosprecian o al menos se descuidan las víctimas de la criminalidad común. Prueba apodíctica de lo torcido que está en principio ese introito conceptual, es el caso del terrorismo que pongo como un potísimo ejemplo de tan grande inconveniencia y dislate jurídico penal:

El terrorismo está constituido por una serie de conductas de atroz inhumanidad, que no son delitos políticos y que por esto siempre deben dar lugar a la extradición: es inadmisible que baste un móvil político para justificar cualquier clase de crimen. El fin político no debe justificar ciertos medios de lucha. Los delitos políticos, como idealistas que son o debieran ser, son refractarios a los crímenes más graves y aunque tengan una finalidad política o sus autores la pretextaran: predominaría el carácter de delito común por la teoría de la preponderancia y no hay lugar a inmunidad internacional alguna. El terrorismo no es un delito político y por esto sorprende su exclusión de la lista de crímenes de lesa humanidad. Máxime si se repara en que el Derecho Penal Humanitario tiene su noble esencia o razón de ser en aliviar el sufrimiento en la guerra, y que los Convenios de Ginebra, así como sus Protocolos, inspirados en dicho Derecho humanitario y expresión máxima de éste, condenan el terrorismo. Si al propio tiempo se considera que la mayoría de crímenes de lesa humanidad se producen durante la guerra, ¿cómo es que el terrorismo no está descrito como un crimen de lesa humanidad en el Estatuto de Roma? La verdad pura y dura es que lo que subyace en esa actitud cosmopolita, aparentemente bobalicona, es el ansia del intervencionismo para fines inconfesables pero harto conocidos.

El Proyecto de Código Penal que redacté y aprobó en pleno y por unanimidad el Supremo en 2004, contuvo una innovación importante respecto a las víctimas de la criminalidad y acerca de su indemnización por parte del victimario o, en su defecto, del Estado. Por eso se incorporó el Art. 7, denominado “Naturaleza y fines de la pena”: “La pena podrá ser corporal y acumulativamente pecuniaria e indemnizatoria a la víctima (…)”. Disposición ésta que cumplió con lo establecido en la Declaración sobre los Principios Fundamentales de Justicia para las Víctimas de Delitos y del Abuso de Poder, contenida en la Resolución N° 40/34, del 29 de noviembre de 1985 aprobada por la Asamblea General de Las Naciones Unidas.

También se creó la Fundación para la Protección a las Víctimas de la Criminalidad Común (FUNDAPROVIC) que por años cumplió una gran labor hasta que una vez ido yo del Supremo por espontánea voluntad propia el 31-12-2005, pasó que al principiar 2006 y para el asombro generalizado fue clausurada por la entonces sui géneris presidenta Lamuño…

Aquel Proyecto de Código Penal se caracterizó por la liberalidad y por ejemplo el Art. 40: “Quien obre influido por tan extremas como notorias condiciones de pobreza e ignorancia y desigualdad sobrevenidas, todo lo cual le haya ocasionado una evidente falta de integración al sistema normativo nacional; y en cuanto estas circunstancias hayan determinado una debilitación manifiesta de su civismo, una propensión a delinquir y de forma evidente la conducta punible; y cuando tales circunstancias no tengan la excepcionalísima entidad suficiente para excluir la responsabilidad penal, será sancionado con la pena establecida para el delito cometido en un término no mayor de la mitad del límite superior, ni menos de la tercera parte del límite inferior”.

aaf.yorga@gmail.com
Siguenos en Telegram, Instagram, Facebook y Twitter para recibir en directo todas nuestras actualizaciones
-

Espacio publicitario

Espacio publicitario

Espacio publicitario

DESDE TWITTER

EDICIÓN DEL DÍA

Espacio publicitario

Espacio publicitario