Reo de la literatura
Fue mi abuela la que llenó mi cabeza de historias, la que azuzó en mí una vena literaria que para entonces desconocía. Sus relatos eran fascinantes, llenos de buenos y de malos...
En un artículo reciente comenté que cuando al escritor mexicano Juan Rulfo se le interrogaba acerca del porqué no escribía más libros, solía afirmar que su tío Celerino había muerto, y era él quien le contaba las historias. Una excusa más o menos convincente a su decisión imperturbable de no entregar más libros a la imprenta. De algún modo, todos los escritores tenemos un “tío Celerino” en nuestro devenir, quien nos ha contagiado de literatura al contarnos sus historias, al pasarnos ese gusanito que sabe horadar muy bien en nuestro inconsciente, cuando de veras hay la pulsión por las letras.
Mientras escribía el artículo llegaba a mi cabeza el ya lejano recuerdo de mi abuela materna Teresa (la única que conocí), y quien murió sana a la longeva edad de cien años. Ni decirlo: en medio de una tribu de decenas de nietos, bisnietos y tataranietos ella solía expresar su predilección por mí, y eso me conmovía al extremo del llanto. Recuerdo que pasaba horas enteras en su compañía, tratando de matizar la soledad de un periodo de vida plagado de fantasmas y exento de sueños. Muchas veces, cuando iba a visitarla, la hallaba dormida en su sillón y de vez en cuando se le escapaba un hondo suspiro que me sobresaltaba, creyendo que se estaba asfixiando o que había expirado, y eso me afligía tanto que me quedaba inmutable, perplejo, petrificado en mi silla hasta que comprobaba que todo estuviera bien.
Fue mi abuela una mujer sufrida, que vino al mundo para ser esposa, ama de casa y madre. La misma suerte de las mujeres de su generación y de las siguientes, quienes por tradición y por leyes inmutables impuestas por los hombres, debían conformarse con su destino, así fuera ominoso, y tener que dejar a un lado sus propios sueños y anhelos en pos de la felicidad de los otros: su larga prole. Sí, larga. En el caso de mi abuela tuvo once o doce embarazos, pero lograron quedarse en este mundo ocho de sus vástagos. Y eso no fue nada en comparación con mi abuela paterna, a quien no conocí, pero que a decir de mi padre tuvo más de veinte embarazos.
Cuando mi abuela despertaba se sobresaltaba al percatarse de mi presencia. Sin que ella lo percibiera, y mientras dormía, le tomaba una mano y acariciaba sus dedos suaves, ya sin huellas dactilares; manos que hicieron portentos para sacar a la familia adelante. Si bien mi abuelo era un hombre hosco y de “armas tomar”, fue cumplidor con respecto al sostenimiento de la familia, pero eso no bastaba cuando las circunstancias sociales eran extremas y las finanzas apretaban por doquier. Era la mujer la que tenía que hacer malabarismos y milagros para estirar el dinero, lo que a decir verdad resultaba a veces imposible y hasta temerario.
Fue mi abuela la que llenó mi cabeza de historias, la que azuzó en mí una vena literaria que para entonces desconocía. Sus relatos eran fascinantes, llenos de buenos y de malos, con un montón de fantasmas que acechaban por todas partes y que se encargaban de perturbar la existencia y la paz de los vivos. Eran cuentos narrados en primera o en tercera persona, con gran tensión y drama, y con finales no siempre felices, pero contundentes y matadores. Me los contaba una y otra vez como para que se me grabaran, y nunca, pero nunca cambió la historia: como narradora era fiel a sus argumentos, precisa en sus descripciones, portentosa en sus hipérboles, magnánima en sus consideraciones morales. Como buena narradora no juzgaba a sus personajes, y dejaba que ellos se defendieran solos: que asumieran y cargaran a cuestas con su destino.
Créanme que nunca tuve la osadía de llevar un cuaderno y tomar notas, siempre fui fiel a mi memoria (y ya hoy es frágil). Cada vez que iba a visitarla le decía “nonita cuénteme la historia de su primer amor”. Ay, la primera vez que me atreví a hacerlo, pensé que me hablaría de mi abuelo Pedro (solía decir que yo era el más parecido), pero no fue así. Para mi sorpresa emergió de las sombras del tiempo una figura de la que estuvo prendada, y era correspondida. Cuando hablaba de él sus ojos se acristalaban y las palabras salían en medio de largos suspiros. Asombrado al enterarme de ese gran amor, le pregunté qué había pasado, por qué no se había casado con él. Hubo un incómodo silencio, al cabo del cual me respondió: “embarazó a una muchacha y el papá llegó con revólver en mano y lo obligó a casarse con ella”. Cada vez que lo recordaba su rostro se transfiguraba: como si el recuerdo de poco menos de un siglo (era muy joven cuando lo conoció) hiciera de ella otra persona; como si aquellas vivencias la sostuvieran para seguir adelante con su incierto destino.
Mi abuela sembró en mi cabeza la semilla literaria, fue ella la que alimentó mi cabeza y mi alma con decenas de historias que se quedaron en mí como un tatuaje interior y como un sedimento, que me sostienen y le dan sentido y norte a mi extrema pasión por las letras. Hoy, cuando han pasado veintiséis años de su partida, la tengo tan presente como entonces: todavía escucho su voz y veo la emoción de su bello rostro nunca horadado por la ancianidad, cuando sentía que lo que me contaba me fascinaba, que era importante para mí, que me alimentaba hasta el extremo de hacer de mi ser un poseso de la palabra. Sí, soy un poseso, me declaro reo de la literatura, me entrego a la vindicta de quienes me leen y me someto a sus designios.
rigilo99@gmail.com
Mientras escribía el artículo llegaba a mi cabeza el ya lejano recuerdo de mi abuela materna Teresa (la única que conocí), y quien murió sana a la longeva edad de cien años. Ni decirlo: en medio de una tribu de decenas de nietos, bisnietos y tataranietos ella solía expresar su predilección por mí, y eso me conmovía al extremo del llanto. Recuerdo que pasaba horas enteras en su compañía, tratando de matizar la soledad de un periodo de vida plagado de fantasmas y exento de sueños. Muchas veces, cuando iba a visitarla, la hallaba dormida en su sillón y de vez en cuando se le escapaba un hondo suspiro que me sobresaltaba, creyendo que se estaba asfixiando o que había expirado, y eso me afligía tanto que me quedaba inmutable, perplejo, petrificado en mi silla hasta que comprobaba que todo estuviera bien.
Fue mi abuela una mujer sufrida, que vino al mundo para ser esposa, ama de casa y madre. La misma suerte de las mujeres de su generación y de las siguientes, quienes por tradición y por leyes inmutables impuestas por los hombres, debían conformarse con su destino, así fuera ominoso, y tener que dejar a un lado sus propios sueños y anhelos en pos de la felicidad de los otros: su larga prole. Sí, larga. En el caso de mi abuela tuvo once o doce embarazos, pero lograron quedarse en este mundo ocho de sus vástagos. Y eso no fue nada en comparación con mi abuela paterna, a quien no conocí, pero que a decir de mi padre tuvo más de veinte embarazos.
Cuando mi abuela despertaba se sobresaltaba al percatarse de mi presencia. Sin que ella lo percibiera, y mientras dormía, le tomaba una mano y acariciaba sus dedos suaves, ya sin huellas dactilares; manos que hicieron portentos para sacar a la familia adelante. Si bien mi abuelo era un hombre hosco y de “armas tomar”, fue cumplidor con respecto al sostenimiento de la familia, pero eso no bastaba cuando las circunstancias sociales eran extremas y las finanzas apretaban por doquier. Era la mujer la que tenía que hacer malabarismos y milagros para estirar el dinero, lo que a decir verdad resultaba a veces imposible y hasta temerario.
Fue mi abuela la que llenó mi cabeza de historias, la que azuzó en mí una vena literaria que para entonces desconocía. Sus relatos eran fascinantes, llenos de buenos y de malos, con un montón de fantasmas que acechaban por todas partes y que se encargaban de perturbar la existencia y la paz de los vivos. Eran cuentos narrados en primera o en tercera persona, con gran tensión y drama, y con finales no siempre felices, pero contundentes y matadores. Me los contaba una y otra vez como para que se me grabaran, y nunca, pero nunca cambió la historia: como narradora era fiel a sus argumentos, precisa en sus descripciones, portentosa en sus hipérboles, magnánima en sus consideraciones morales. Como buena narradora no juzgaba a sus personajes, y dejaba que ellos se defendieran solos: que asumieran y cargaran a cuestas con su destino.
Créanme que nunca tuve la osadía de llevar un cuaderno y tomar notas, siempre fui fiel a mi memoria (y ya hoy es frágil). Cada vez que iba a visitarla le decía “nonita cuénteme la historia de su primer amor”. Ay, la primera vez que me atreví a hacerlo, pensé que me hablaría de mi abuelo Pedro (solía decir que yo era el más parecido), pero no fue así. Para mi sorpresa emergió de las sombras del tiempo una figura de la que estuvo prendada, y era correspondida. Cuando hablaba de él sus ojos se acristalaban y las palabras salían en medio de largos suspiros. Asombrado al enterarme de ese gran amor, le pregunté qué había pasado, por qué no se había casado con él. Hubo un incómodo silencio, al cabo del cual me respondió: “embarazó a una muchacha y el papá llegó con revólver en mano y lo obligó a casarse con ella”. Cada vez que lo recordaba su rostro se transfiguraba: como si el recuerdo de poco menos de un siglo (era muy joven cuando lo conoció) hiciera de ella otra persona; como si aquellas vivencias la sostuvieran para seguir adelante con su incierto destino.
Mi abuela sembró en mi cabeza la semilla literaria, fue ella la que alimentó mi cabeza y mi alma con decenas de historias que se quedaron en mí como un tatuaje interior y como un sedimento, que me sostienen y le dan sentido y norte a mi extrema pasión por las letras. Hoy, cuando han pasado veintiséis años de su partida, la tengo tan presente como entonces: todavía escucho su voz y veo la emoción de su bello rostro nunca horadado por la ancianidad, cuando sentía que lo que me contaba me fascinaba, que era importante para mí, que me alimentaba hasta el extremo de hacer de mi ser un poseso de la palabra. Sí, soy un poseso, me declaro reo de la literatura, me entrego a la vindicta de quienes me leen y me someto a sus designios.
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