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Dátiles, algo de miel y té

Ahora, puntualmente, llegan a nuestra memoria las sensaciones y recuerdos de esos fogosos años juveniles. No lo hemos olvidado: hemos sido jóvenes alguna vez

  • RAFAEL DEL NARANCO

23/10/2022 05:07 am

Estos días otoñales, subiendo desde las costas mediterráneas tras cruzar la península ibérica de sur a norte, hemos llegado al Principado de Asturias con el deseo de estar durante unos días en la heredad de nuestros mayores. En el trayecto del tren, hemos ido leyendo las memorias de una niña nacida en un harén, páginas de Fatema Mernissi, la escritora marroquí a quien tuvimos la satisfacción de tratar en la ciudad de Oviedo hace unos años, al recibir ella el premio “Príncipe de Asturias de las Letras 2014”, con la norteamericana Susan Sontag.

Sobre esas páginas comenzaron a surgir vivencias imborrables, al estar marcadas sobre la memoria y la propia piel, y con ellas, días con noches anchurosas de nuestra juventud, transcurridas en el Sahara Occidental, entre El Aaiún (actual Dakhla), Mahabes de Escaiquima y Smara, la ciudadela santa de las tribus saharauis.

Ahora, puntualmente, llegan a nuestra memoria las sensaciones y recuerdos de esos fogosos años juveniles. No lo hemos olvidado: hemos sido jóvenes alguna vez.

Cierta atardecida, bajo los palmerales, en ese instante en que la luz comienza a menguar y hacerse cada vez más tenue, escuché unas estrofas entonadas en la voz de Tehar Ben Jelloun, el escritor marroquí premio Goncourt, que, al presente, habiendo transcurrido incontables olvidos, las recuerdo activas, mientras se mezclan uncidas a una cadencia repleta de un sencillo estilo de populares palabras, o tal vez fueran poemas o coplas bereberes que regresaban a nuestro lado y decían:

“Tengo dátiles y un poco de miel, no tengo casa, pero tengo un país en los ojos, tengo una tierra en el corazón, amo este país…”

Ahora nos queda en la memoria esa época alejada en la distancia que siguen envuelta en imperecederas aventuras, tras haberse formado en el desierto del Sahara parte de esa apretujada necesidad de buscar otros confines que con el tiempo se convertirían en recuerdos perdurables dentro de nosotros mismos.

Una larga vivencia transcurrida bajo las jaimas teñidas de añil y olor a incienso color ámbar, recubierto con evasivas manos, brazos cimbreantes y miradas de vehemencia, inclinadas sobre el cuerpo entumecido del errabundo andariego.

Si cerramos loa párpados, nos vemos retornando nuevamente a las tierras de piedemonte en el Atlas, mientras el aullante siroco va avivando con ternura la luz azulina del alba.

Con alma arenosa, pude departir anhelos inolvidables dejados en un recodo atiborrado de pedruscos del río seco, vaguada en que las gacelas, a la caída de la tarde, buscaban la frescura de las brumas de la noche arrancando hierbajos.

Cada penetrante olor a té verde lo conozco; en mí, hasta las hendiduras de la piel están impregnadas de él.

Hace unos cuantos meses que no hemos vuelto a ir de Fez a Casablanca. Esa presencia era un encuentro ineludible. El caminante, a la manera de las cigüeñas en las mesetas castellanas, acudía envuelto de un céfiro brioso enmarcado sobre las gárgolas del tiempo.

Nos hospedamos en la atalaya contigua a la Medina, bastión inmemorial que guarda en sus estrechas callejuelas la época de laborar a mano la añeja artesanía de teñir el cuero, en el barrio de los tintoreros, como se hacía en tiempos de Muley Edris II, constructor de la ciudad e hijo del primer soberano del trono de los alauitas.

Es de noche y el aire esparce un fuerte olor a especies.

En cierta manera, homenajeando a Fatema y sus sueños en el umbral, acudía la ciudad fundada en el siglo IX. Caminé sin lasitud sobre ella, lo hacía mañana y tarde. En la noche acudía al barrio de los tintoreros, a tomar té verde y cenar pichones tiernos con una capa de hojaldre, mientras un solitario músico tentaba una guitarra ovalada, instrumento medieval llamado “el-oud”. Poseía un sonido de cuerda igual al gemido de una plañidera que embelesaba a las jóvenes con olor a hierbabuena.

Fueron los árabes musulmanes andaluces los que dieron gloria y esplendor a Fez. Es prodigioso. Como si los palacios fueran a competir unos con otros, éste ofrece grabados en bronce sobre madera de cedro; aquél, arabescos, columnas y ventanales ensortijados. Otros tienen patios enlosados de mármol con hermosísimas piedras de ónix; y fuentes, mucha agua, cuyos chorros al caer de una altura predestinada parecen canto de pájaros, sonidos de campanas o repiquetear de cantos conventuales en escuelas coránicas.

Partiendo de los profundos pueblos del Atlas, llegan a este reino jerifiano los campesinos bereberes con sus hechizos a la Medina, mundo bullicioso del perpetuo arte de comprar y vender, con una labia, estilo y donaire tan persuasivo que uno adquiere, sin miramientos, unos cachivaches como si se tratara de piezas únicas de hierro, bronce y cobre, cuando son simple hojalata.

El zoco es una colmena zumbadora, en que los alfareros, carboneros, carpinteros, herreros, tenderos, carniceros, sastres, guarnicioneros y aguadores, contadores de cuentos y chicuelos alborozados y juguetones esparcen sus mercancías en una permanente irisación de luz y griterío, en medio de un enredado arabesco de callejones mientras ojos enamorados cruzan las esquinas.

Boabdil, el último rey nazarí, abandonó granada y lloró sus penas en Fez. Llevó el amor germinado en la Alhambra y lo guardó en su pecho hasta el último suspiro de su vida cuando Alá lo llamó al paraiso.

rnaranco@hotmail.com
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