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No digas que la vida no es bella

La existencia es la realidad de los días con sus noches, el primer paso que rozamos con ilusión mientras la forzosa partida, cuando llega, es un tránsito gris de una alucinación a otra, un resplandor inundado de los añiles del Mediterráneo

  • RAFAEL DEL NARANCO

16/10/2022 05:07 am

A orillas del Mediterráneo en donde nos prolongamos tras haber dejado Caracas, los soplos con vivencias marcadas no han dividido de cuajo – imposible sería hacerlo - los recuerdos interiores.

Es irrefutable: uno perpetúa aquello que bien conoce, depositado en las vivencias interiores.

Abandonamos la urbe peninsular en el que habíamos comenzado nuestros primeros pasos en la redacción del diario provinciano, y hemos retornado a ella con rugosidades en la piel y un recóndito reposo del ir viviendo.

Es indudable que el idealista de ese entonces ya no es el mismo. Las pequeñas arterias en las que habíamos realizado gacetillas acerca de la vida de sus barrios, son ahora enormes avenidas, plazas, flamantes bloques de edificios y aires más frescos. La Valencia del Cid es otra, y en nuestra persona perdura ese escozor que va dejando la vida empujada a seguir llevando, sobre evocaciones, dulzuras interiores. Y algo certero:

Sobre la existencia hay más alegría que oscuras evocaciones, al ser las experiencias percibidas parte del andariego que somos hoy.

A partir de ese entonces – y han trascurrido espaciosos letargos - se nos han ido días, semanas y meses, en recordar los tiempos caribeños que han sido cada uno de ellos perdurables. Uno verdea de diversas maneras la existencia, y siempre las reminiscencias son un nido interior cuyos polluelos, aún se hallan asustados debido a la turbación de haber tenido que dejar las hojuelas venezolanas.

Poseo sobre la mesa en la que enderezo estas sensaciones escritas, un libro de trovadores griegos - recopilación del admirado chileno Miguel Castillo Didier - editado en la desaparecida Monte Ávila, y cuya labor desarrollada sobre la cultura helénica es admirable.

Sobre esas páginas nos quedamos con un vaho de bajamares, capiteles y promontorios jónicos entre estrofas empujadas por la emoción de los versos de Kostis Palamas, Constantino Kavafis, Nikos Kazantzakis, Elías Simopulos, Odiseo Elytis y Yorgos Safaris, poeta siempre ensoñado con su “Bella Esmirna” en ese ir viviendo para que las pasiones se sostengan.

Al conjunto de esos versos, las palabras de Pablo Liasidis, el mismo que trenzara su obra en lengua chipriota-griega, la isla de la perpetua bajamar. Él parece que se nos acercarse y susurra como si leyera sobre nuestra piel desmenuzada las pasiones tantas veces marcadas:

“Roca era tu corazón en los comienzos, pero yo arremetí, / y poco a poco lo quebré con el martillo de la esperanza, / y encontré suave arena de dicha y allí anclé, / y brotó el agua artesiana del amor”.

Tal vez en alguna parte el tiempo - anatema de la supervivencia misma - comience a hacerse llaga y los ensueños, antaño sueltos, recomiencen a deshacerse en luz y sombras mientras seguimos siendo rehenes de sus recuerdos.

Todos en nuestro interior sabemos que la subsistencia desgasta, seca, hiere de tal manera que todo a nuestro alrededor se vuelve una mixtura de magulladuras, un camino zigzagueado de insondables ramalazos donde antes existía un riachuelo de ilusiones. Siendo así que, en otras contiendas, cuando el tiempo inapelable nos alcanza, éste nos obliga a enfrentamos con los espectros que han poblado nuestra fortuita nacencia.

Cruzado ese instante, las dudas se hacen largas, la fosforescencia parece esconderse, y sentimos como el fresco de la tierra va amoldándose entre los huesos, ahora mucho más quebradizos.

Recordamos que, en la lejana vereda de Chacaíto, barrio donde hemos transitado en días colmados de sosiego - antaño un remanso y hoy soplo deshumanizado -, el encanto bohemio que envolvía ese recodo de Sabana Grande se ha revertido en una algarada donde impera el desencanto y los mercachifles.

Se suele narrar en algún epitafio helénico que cuando el gran Eurípides pidió no derramar lágrimas nuevas sobre penas antiguas, destapó el frasco donde se mezcla la esperanza con unas gotas de agua de rosas, ese bálsamo que los pueblos árabes de la cordillera del Atlas dan a los enfermos del alma.

La actual noche de octubre en la ciudad del río Turia valenciano transcurre sin apaciguar aún sus altas temperaturas. Retomo el manual de los poetas griegos para encontrarme con Takis Varvitsiotis, nacido en Tesalónica, vivió 95 años entre olivos, parras y pinos negros, modulando versos entre angustias filosas y romero marchito:

“Pasarán años y años, pero tú no pidas / Volver a ver tu color en la penumbra de los ángeles. / No olvides las rosas blancas. / No olvides el polen del cielo. / No digas que la vida no es bella”.

La existencia es la realidad de los días con sus noches, el primer paso que rozamos con ilusión mientras la forzosa partida, cuando llega, es un tránsito gris de una alucinación a otra, un resplandor inundado de los añiles del Mediterráneo, piélago que nos mira desde las honduras helénicas en donde comenzó el atributo del diálogo que nos hizo verdaderamente humanos, y nos ayuda a expresarnos con el alma.

Lo hemos dicho sobre los fallones que nos vieron en el mar Caribe: aunque nos atareáramos sobre ardores al escribir, el lector de estos renglones no hallaría nada más que resquicios entre las líneas de mis apegos, siendo ese el fundamento, la necesidad de volver, una vez más, a empezar siempre de nuevo sobre el terruño de la existencia.

rnaranco@hotmail.com
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