5 de julio de 1811
JIMENO HERNÁNDEZ. Todos los representantes, con la única excepción del padre Maya, votaron a favor de la Declaración de Independencia. Entonces se procedió a redactar un oficio dirigido al Ejecutivo.
A raíz de los sucesos del 19 de abril de 1810 nacieron los dos primeros partidos políticos en Venezuela, la Sociedad Patriótica y el club de los Sincamisa. Estas dos facciones lograron arrancar, a la fuerza de discursos incendiarios y amenazadores, que la ansiada proclamación de Independencia llegara discutirse en Congreso.
En los primeros días de julio de 1811, el Poder Legislativo recibió la solicitud por parte de la Sociedad Patriótica para que se proclamara, de manera inmediata, la Independencia del reino de España. El órgano acordó consultar con el Presidente Cristóbal Mendoza si la creía conveniente y pensaba llegado el momento de dar tan importante paso.
Fue así como la mañana del 5 de julio de aquel año, el Presidente del Congreso, Rodríguez Domínguez, dio cuenta de la respuesta del Ejecutivo respecto a la Declaración de Independencia. Este le comunicó a los representantes del pueblo que el Dr. Cristóbal Mendoza era de la opinión que esta debía realizarse cuanto antes.
El General Francisco de Miranda fue el primero en solicitar la palabra tras escuchar aquello. Lo hizo para manifestar su apoyo a la posición del Ejecutivo y aprovechó su discurso para informarle a los presentes que las últimas noticias llegadas de la península ibérica eran favorables a los fines patriotas, que había llegado el momento de romper los lazos que nos ataban a España. Al parecer, el presbítero Ramón Ignacio Méndez, diputado por Guasdalito intentó abalanzarse contra Miranda para propinarle un bofetón. Así empezaba una acalorada discusión que duró largas horas. Miranda, Juan Germán Roscio, Palacio Fajardo y Cabrera argumentaron con fogosas arengas a favor de la Independencia. El padre Manuel Vicente Maya dijo que las instrucciones que tenía de su electorado no le permitían votar a favor del proyecto emancipador, a lo que Antonio Nicolás Briceño le respondió que se encontraba en su misma situación pero votaría a favor del proyecto emancipador. En fin, en eso transcurrieron lentas las horas hasta que el Presidente del Congreso consideró suficientemente discutida la materia y, llamando la atención sobre la importancia de la resolución a tomarse, procedió a someter el asunto a votación.
Todos los representantes, con la única excepción del padre Maya, votaron a favor de la Declaración de Independencia. Entonces se procedió a redactar un oficio dirigido al Ejecutivo.
-El Supremo Congreso ha sancionado en este día la declaratoria de nuestra independencia y se ocupa actualmente de discutir las fórmulas de aquel sublime y memorable acto. En tanto, pues, se determina, ha acordado que se participe al Supremo Poder Ejecutivo tan laudable y digna resolución, para que como encargado privativamente de la seguridad pública, adopte las medidas que crea más convenientes en las actuales circunstancias, bajo el firme supuesto de que con cuanta brevedad sea posible se expedirá la interesante declaración que nos eleva al alto rango de Estado libres e independientes y nos saca de la horrorosa esclavitud en que hemos yacido hasta ahora.-
Tras leerse ante el Congreso la resolución redactada por los representantes del pueblo, las barras estallaron en júbilo y al momento en que se dio a conocer la noticia el clamor se difundió por las calles de Caracas. Dejemos que sea uno de los testigos que presenció los hechos de aquel día, el realista José Domingo Díaz, quien nos relate en sus “Recuerdos sobre la Rebelión de Caracas” lo sucedido después a la firma del acta.
Este día funesto fue uno de los más crueles de mi vida. Aquellos jóvenes, en el delirio de su triunfo, corrieron por las calles, reunieron las tropas en la plaza de la Catedral, despedazaron las banderas y escarapelas españolas, sustituyeron las que tenían preparadas e hicieron correr igualmente una bandera de sedición a la Sociedad Patriótica, club numeroso establecido por Miranda y compuesto de hombres de todas castas y condiciones, cuyas violentas decisiones llegaron a hacer la norma de las del Gobierno. En todo día y la noche los atroces pero indecentes furias de la revolución agitaron violentamente los espíritus de los sediciosos. Yo los vi correr por las calles en mangas de camisa y llenos de vino, dando alaridos y arrastrando los retratos de Su Majestad, que habían arrancado de todos los lugares en donde se encontraban. Aquellos pelotones de hombres de la revolución, negros, mulatos, blancos, españoles, americanos, corrían de una plaza a otra, en donde oradores energúmenos incitaban al populacho al desenfreno y a la licencia. Mientras tanto, todos los hombres honrados, ocultos en sus casa, apenas osaban ver desde sus ventanas entreabiertas a los que pasaban por sus calles. El cansancio, o el estupor causado por la embriaguez, terminaron con la noche tan escandalosa.
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