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Marías: el niño dentro

Resulta delicioso leer estos textos autobiográficos de nuestro autor insertos en Un falso diario: Moleskine, porque sin pudor o vergüenza rememora pasajes que para muchos serían insignificantes y hasta triviales

  • RICARDO GIL OTAIZA

06/10/2022 05:02 am

A propósito del pequeño tributo que le he venido rindiendo en la prensa nacional al escritor español Javier Marías (1951-2022), recientemente fallecido, para lo cual he tenido que escudriñar aquí y allá en su vida y en su obra, así como echar mano de mis recuerdos de viejo lector de sus escritos (unos treinta años y mi memoria no es muy fiable), hallo un elemento que me llama poderosamente la atención, y es lo relativo a su propensión a rememorar y exaltar todo aquello relacionado con su niñez. Quienes lo trataron de cerca hacen referencia a que en sus conversaciones siempre traía a colación, por ejemplo, su gusto por las historietas o tebeos, su pasión por los Wésterns, o películas del lejano Oeste, su afán coleccionista de soldaditos de plomo, su fijación por aquella etapa temprana cuando se marchó por segunda vez con su familia a los Estados Unidos, específicamente a New Haven, Connecticut (1955-56), porque su padre (el filósofo y también escritor Julián Marías), había sido contratado para dictar un curso en la Universidad de Yale.

El primer viaje a la nación del norte había sido cuando él era un crío de varios meses de nacido, y fue a Wellesley, Massachusetts. En algunas páginas autobiográficas, publicadas en uno de sus libros (Aquella mitad de mi tiempo), el autor hace referencia a ese segundo viaje, del cual recuerda algunas cosas muy vagas, era muy pequeño (cuatro o cinco años a lo sumo), pero quedó grabada en su memoria la imagen de un “tren amarillo, muy amarillo, que debió de llamar mucho mi atención. Lo recuerdo atravesando una campiña muy verde y como si lo viera desde un automóvil, luego es probable que despertara mi curiosidad en el trayecto del aeropuerto a New Haven, nada más poner pie en aquel país”.

De esa misma estancia recuerda los avioncitos de juguete que colgaban en la habitación en la que dormía junto a uno de sus hermanos, en la casa que les fue entregada a su padre y a su familia mientras duraba el contrato. Esa imagen, a qué dudarlo, la inserta Marías en alguna de sus novelas. No solo los avioncitos llamaron su atención, sino también la nieve, ya que en New Haven la misma se solidificaba en el suelo durante casi todos los días del año, en contraste con la nieve que había visto en Madrid, que era solo en época de invierno. Le llamaba la atención no la nieve en sí misma, sino su olor y el crujir al caminar, cuestión que rememoraba con nitidez cuando regresaba ya adulto a “América” (como solía referirse Marías, en general, cuando hacía alusión a algún país de este lado del mundo). Resulta delicioso leer estos textos autobiográficos de nuestro autor insertos en Un falso diario: Moleskine, en el libro arriba citado, porque sin pudor o vergüenza rememora pasajes que para muchos serían insignificantes y hasta triviales: como jugar con el perro del vecino, pero separados por la valla de ambas casas, la ardilla que estuvieron a punto de atrapar él y su hermano Fernando en el jardín de su casa, justo antes de regresar a España luego de finalizado el contrato de su padre en Yale.

La niñez ida, mas no perdida (ojalá y lo pudiéramos decir todos), aflora en Marías en cualquier oportunidad: por supuesto en sus libros, pero también en las entrevistas que concede (pocas, a decir verdad, porque no era muy dado a ellas, tal vez por recato o timidez), en las conversaciones con sus amigos, en los artículos de prensa. Y pareciera una cruel paradoja del destino, pero el autor que más echó mano de ese material de la infancia para recrear su obra y su vida, que recuerda a muchos escritores de aventuras como sus favoritos (compitiendo a las claras con Fernando Savater, su amigo, quien también se declara amante de los tebeos y de los autores de aventuras), no tuvo hijos. No sé en realidad cuál fue verdadera causa, pero si a la “realidad” de lo social y de la convención me atengo, pues se casó muy tarde (aunque una cuestión no es necesaria para la otra, por lo menos en nuestro continente plagado de hijos sin padre): a los 67 o 68 años, y su esposa vivía en otra ciudad (creo que en Barcelona). Y no lo digo porque a esa edad no se pueda procrear (que he visto abundantes casos; o por lo menos eso arguyen los sindicados, jajaja), sino porque de seguro no estaba en sus planes, ni en los de su pareja por supuesto.

Ay, el Reino de Redonda; esto ameritaría un capítulo aparte. Luego de una intrincada historia de cómo nació todo este cuento de un reino de mentiritas en una mínima isla perdida en el mundo, y al mejor estilo de la más tierna infancia, Marías era Rey de Redonda y figuraba como Xavier I; es decir, el soberano. En esta fábula le acompañaron muchos otros soñadores. Eran miembros de la corte para el 2003: Fernando Savater (Duke of Caronte), Agustín Díaz Yanes (Duke of Michelín), Helena Rohner (Viscountess Von Guten), Paul Ingendaay (embajador en Alemania), Luis Antonio de Villena (Duke of Malmundo), Daniela Pittarello (embajadora en Italia) y Julia Altares (embajadora en España). Era un reino de ilusión, pero Marías se lo tomaba muy en “serio”.

En Javier Marías realidad y ficción se dan la mano y se funden, no solo en sus páginas, sino también en su vida; de allí su magia y su impronta de niño grande y de exquisito fabulador, cuyo nombre queda inscrito ¡ya! en las páginas de literatura universal y en el corazón de sus lectores.

rigilo99@gmail.com

@escritor_ricardogilotaiza
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