La imperecedera pasión de escribir
Modular palabras con el deseo constituir un manifestado o intentar con ellas establecer unos renglones coherentes y firmes, es el preludio de una odisea cuyo solitario actor es uno mismo
Pretendemos ser sinceros, ya que así atestiguamos que no hay incertidumbre en nosotros a la hora de expresar las palabras sobre el zarandeo habitual que a cada ser humano le envuelve.
Desmenuzar palabras de la vida y sus anchuras siempre empinadas, en una hoja de papel o en la pantalla del ordenador, es un ejercicio desprendido, la reacción espontánea para poder reseñar acaecimientos subjetivos, hechos imaginaria mente creados, que nos envuelven del mismo modo que la indumentaria de viejo uso que nos parece liviana de tanto usarla.
Escribir ajustado a las imágenes que deseamos expresar, es un compromiso que unos realizan mejor que otros, y suele reflejar una cualidad natural del propio jadeo interior, esa luminaria salida de la voluntad que arropa las palabras de un canturreo honorable. Uno escribe para estar un poco por encima de las tumbas. También, a causa La pretensión de narrar nos ha convertido en histriones ofuscado por hallar la frase o línea que enardezca las sensaciones a expresar sobre el pliego blanco, al saber, muy certeramente, de no gozar de esa asombrada dádiva.
Modular palabras con el deseo constituir un manifestado o intentar con ellas establecer unos renglones coherentes y firmes, es el preludio de una odisea cuyo solitario actor es uno mismo.
Victoria Ocampo, la admirada prosista y mecenas argentina, dejo dicho con un sentido humanístico en aquel Buenos Aires de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y sus vientos de “Lagunas de los nenúfares”, que ella no era una escritora. “Soy – insistía – simplemente un ser humano en busca de expresión. Escribo porque no puedo impedírmelo, porque siento la necesidad de ello y porque esa es la única manera de comunicarme con algunos seres y conmigo misma”.
Definimos en más de una ocasión que existen trayectorias para enseñar cómo se escriben cuentos, artículos, obras de teatro o novelas. Ese inmenso conglomerado intelectual que busca sapiencia para de doblar las palabras y colocarles una existencia humanizada.
Suelen ser convocados con el epígrafe rimbombante de “Taller del Escritor”. Y en verdad que suena agraciado, al poseer armonía que infla la entelequia y, quizás tal vez, alguno de esos alumnos reinventen la tercera parte apócrifa de Don Quijote o un nuevo tomo de La Biblioteca de Babel que Borges convirtió en la historia “La historia Universal de la Infamia”, caminando de la mano Voltaire, Giovanni Papini, Leopoldo Lugones, G.K. Chesterton, Herman Melville, Franz Kafka, Allan Poe y el chino P`u Sung-Ling.
No sé si eso vale en verdad con la misma avidez que se anhela, a conciencia de que la mayoría de las almas describen sus ensoñaciones por necesidad; es decir, nadie las llevó de la mano que en enciende exponencialmente la que traslada sobre los senderos del alba clarividente, hasta levantar cimas que rozan el firmamento de la creación literaria sobre páginas en níveas que asombren a la humanidad más abandonada.
La porfía de Marcel Proust y Sainte-Beuve sobre la persona de un escritor y su obra, donde se afirmaba que la creación es producto de un “yo”, posee en nosotros una verdad clara, ya que, aunque escribamos sobre cualquier hecho efímero, salen a relucir por su cuenta, detalles de nuestro reducido espacio, las ideas y ensoñaciones que están encallado sobre una barcaza a la deriva
Somos irremediablemente parte de las circunstancias que nos rodean, y ellas nos condicionan.
Los enfatizados prosistas, esos seres mimados de la creación, la genialidad y el intelecto, son capaces de ver en una hojuela caída, el soplo de la brisa, un canto de ave, la expresión de un niño o cierto ramalazo hendido del corazón, un poema que trascenderá más allá del propio hipogeo en que seremos depositados.
A nosotros, aún creyendo poseer el “oficio de las letras”, nos sirve de bien poco al momento de intentar hacer páginas escritas, esas que cuando otros las leen, sienten como una conmoción interior que, como el buen vino, dejan un poso en los labios y una sensación placentera en los entretelones del espíritu.
Alguien dijo que la creación llega después de diez horas delante de una cuartilla. No lo sé. Hay libros para enseñar a escribir, no obstante, creemos que son tan nulos como un tratado dedicado a enseñarnos cómo debemos amar.
El malagueño Pablo Picasso fue certero: "Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando".
Nuestra necesidad de ensamblar palabras con humedales de alguna lágrima furtiva, un revés cotidiano o, como en este mismo momento, dejar correr el tiempo, ese gran escultor del que hablaba Marguerite Yourcenar, se nos hace cuesta arriba.
Escribir diariamente cuartillas marcada por el deber del trabajo, no es, en la mayoría de los días, placentero – otras mañana o tardes, las palabras salen ligeras como empujas por un vaho interior. Tampoco en diversos momentos de la supervivencia diaria, no obstante, una vez delante del computador - ya pocos garrapateamos sobre una hoja de papel - no quedan muchas alternativas ante nosotros, hay que seguir sobre la tarea marcada al se un obligado deber profesional.
Para el periodista de turno, escribir, como vivir, es un ramalazo del espíritu. Hay existencias envueltas vientos huracanados y, ahí, en medio de esos duros soplos, a modo de rayo que no cesa, brota o explota la luminaria más cegadora vuelta pincelada: la palabra escrita.
rnaranco@hotmail.com
Desmenuzar palabras de la vida y sus anchuras siempre empinadas, en una hoja de papel o en la pantalla del ordenador, es un ejercicio desprendido, la reacción espontánea para poder reseñar acaecimientos subjetivos, hechos imaginaria mente creados, que nos envuelven del mismo modo que la indumentaria de viejo uso que nos parece liviana de tanto usarla.
Escribir ajustado a las imágenes que deseamos expresar, es un compromiso que unos realizan mejor que otros, y suele reflejar una cualidad natural del propio jadeo interior, esa luminaria salida de la voluntad que arropa las palabras de un canturreo honorable. Uno escribe para estar un poco por encima de las tumbas. También, a causa La pretensión de narrar nos ha convertido en histriones ofuscado por hallar la frase o línea que enardezca las sensaciones a expresar sobre el pliego blanco, al saber, muy certeramente, de no gozar de esa asombrada dádiva.
Modular palabras con el deseo constituir un manifestado o intentar con ellas establecer unos renglones coherentes y firmes, es el preludio de una odisea cuyo solitario actor es uno mismo.
Victoria Ocampo, la admirada prosista y mecenas argentina, dejo dicho con un sentido humanístico en aquel Buenos Aires de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares y sus vientos de “Lagunas de los nenúfares”, que ella no era una escritora. “Soy – insistía – simplemente un ser humano en busca de expresión. Escribo porque no puedo impedírmelo, porque siento la necesidad de ello y porque esa es la única manera de comunicarme con algunos seres y conmigo misma”.
Definimos en más de una ocasión que existen trayectorias para enseñar cómo se escriben cuentos, artículos, obras de teatro o novelas. Ese inmenso conglomerado intelectual que busca sapiencia para de doblar las palabras y colocarles una existencia humanizada.
Suelen ser convocados con el epígrafe rimbombante de “Taller del Escritor”. Y en verdad que suena agraciado, al poseer armonía que infla la entelequia y, quizás tal vez, alguno de esos alumnos reinventen la tercera parte apócrifa de Don Quijote o un nuevo tomo de La Biblioteca de Babel que Borges convirtió en la historia “La historia Universal de la Infamia”, caminando de la mano Voltaire, Giovanni Papini, Leopoldo Lugones, G.K. Chesterton, Herman Melville, Franz Kafka, Allan Poe y el chino P`u Sung-Ling.
No sé si eso vale en verdad con la misma avidez que se anhela, a conciencia de que la mayoría de las almas describen sus ensoñaciones por necesidad; es decir, nadie las llevó de la mano que en enciende exponencialmente la que traslada sobre los senderos del alba clarividente, hasta levantar cimas que rozan el firmamento de la creación literaria sobre páginas en níveas que asombren a la humanidad más abandonada.
La porfía de Marcel Proust y Sainte-Beuve sobre la persona de un escritor y su obra, donde se afirmaba que la creación es producto de un “yo”, posee en nosotros una verdad clara, ya que, aunque escribamos sobre cualquier hecho efímero, salen a relucir por su cuenta, detalles de nuestro reducido espacio, las ideas y ensoñaciones que están encallado sobre una barcaza a la deriva
Somos irremediablemente parte de las circunstancias que nos rodean, y ellas nos condicionan.
Los enfatizados prosistas, esos seres mimados de la creación, la genialidad y el intelecto, son capaces de ver en una hojuela caída, el soplo de la brisa, un canto de ave, la expresión de un niño o cierto ramalazo hendido del corazón, un poema que trascenderá más allá del propio hipogeo en que seremos depositados.
A nosotros, aún creyendo poseer el “oficio de las letras”, nos sirve de bien poco al momento de intentar hacer páginas escritas, esas que cuando otros las leen, sienten como una conmoción interior que, como el buen vino, dejan un poso en los labios y una sensación placentera en los entretelones del espíritu.
Alguien dijo que la creación llega después de diez horas delante de una cuartilla. No lo sé. Hay libros para enseñar a escribir, no obstante, creemos que son tan nulos como un tratado dedicado a enseñarnos cómo debemos amar.
El malagueño Pablo Picasso fue certero: "Cuando llegue la inspiración, que me encuentre trabajando".
Nuestra necesidad de ensamblar palabras con humedales de alguna lágrima furtiva, un revés cotidiano o, como en este mismo momento, dejar correr el tiempo, ese gran escultor del que hablaba Marguerite Yourcenar, se nos hace cuesta arriba.
Escribir diariamente cuartillas marcada por el deber del trabajo, no es, en la mayoría de los días, placentero – otras mañana o tardes, las palabras salen ligeras como empujas por un vaho interior. Tampoco en diversos momentos de la supervivencia diaria, no obstante, una vez delante del computador - ya pocos garrapateamos sobre una hoja de papel - no quedan muchas alternativas ante nosotros, hay que seguir sobre la tarea marcada al se un obligado deber profesional.
Para el periodista de turno, escribir, como vivir, es un ramalazo del espíritu. Hay existencias envueltas vientos huracanados y, ahí, en medio de esos duros soplos, a modo de rayo que no cesa, brota o explota la luminaria más cegadora vuelta pincelada: la palabra escrita.
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