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Ser aprendices

El ser aprendices nos quita de encima el pesado piano de cola (un fardo, ni más ni menos) de creernos superiores y más importantes que los otros, de querer tener siempre la razón, de pretender imponer la “verdad”

  • RICARDO GIL OTAIZA

08/09/2022 05:02 am

Una de las cuestiones que más nos conmueve en los niños es su inmensa capacidad para asombrarse, para fundirse en la emoción que trae consigo un hecho corriente de la vida. Quienes tenemos hijos sabemos el inmenso disfrute que ha significado para nosotros verlos extasiarse frente a la compleja simplicidad de un botón que se abre en flor, o ante el rompimiento de la cáscara del huevo y la salida milagrosa de un pollito curioso; o cuando comienzan a emerger de la tierra los primeros brotes de una semilla que a la vuelta de pocos días será una hermosa plántula. Ni se diga de su felicidad frente a un juego, al destapar un regalo, al sentarse en una noche estrellada a contar los luceros. Los niños nos enternecen por su extraordinaria empatía con los seres marginados del mundo que no hallan acomodo en nuestra sociedad, con los animales abandonados a su suerte, con las corrientes de los ríos, lagos y mares contaminadas por nuestra mezquina indolencia.

¡Dios, si el mundo fuera solo de los niños sería un verdadero paraíso! Pero crecimos, perdimos la inocencia, nos entregamos sin más a la cruel tarea de ponerlo a nuestros pies. En el ínterin nos extraviamos a nosotros mismos, cerramos los sentidos al mundo, absorbimos sin saberlo todo un bagaje cultural que busca “hominizarnos”, transijo, pero que trunca todo aquello que nos pone en contacto con el universo, al hacernos olvidar (y perder) el rastro de nuestros orígenes divinos. La vida nos conecta con la realidad, nos hunde en su marea, nos enseña a dar braceadas, pero a lo largo de todo este proceso dejamos jirones de nuestro ser y a la final llegamos inermes y cansados a la otra orilla. De pronto nos sentimos realizados, y hasta con un elevado grado de completitud, ¡magnífico!, pero dentro subyace también la “extraña” sensación de haber perdido muchas cosas, de no haber estado en correspondencia con la poética del existir, de haber supeditado felicidad y gozo supremo (que nada nos cuesta), al prestigio, a la profesión y a la obra, que nos hemos ganado con esfuerzo (eso está bien y es loable por donde se les mire), pero que a la final son efímeros si se les compara con la vastedad que se nos regala a todos los que habitamos el cosmos.

Recuerdo que recién casado, afanado como estaba por alcanzar mis metas, iba de aquí a allá a las carreras, hacía mil cosas, viajaba con frecuencia, volvía las noches días con la actividad académica y literaria, siempre sentado frente a una máquina escribiendo, produciendo, contando los artículos publicados que me exigía la universidad para estar en el top; para ser uno más de sus elegidos. Mi bella esposa, sabia como ella sola, siempre se empeñaba en que yo escuchara los sonidos de la vida y abriera mis ojos frente a sus grandiosos espectáculos. Cuando cantaba un pájaro, por ejemplo, me miraba sonriente y me preguntaba: “¿lo escuchaste?” Yo la miraba perplejo, complemente ausente del mundo, y al verme perdido en las nebulosas se sonreía y me decía con cariño: “vamos, mi lindo, que no puedes perderte de esto”. Poco a poco fui abriendo los sentidos a todo lo que nos regala la vida y, sin percatarme siquiera, llegó el momento en el que ya no necesité en las mañanas de un reloj despertador, porque lo hacían los pájaros que llegaban a la ventana de nuestra habitación a darnos los buenos días, y que siempre habían estado allí, solo que yo no me percataba, ocupado con aquello que consideraba lo más importante.

Mi vida me ha dado muchas, pero muchas lecciones. Unas las he asimilado con rapidez; otras me han costado demasiado y sigo trajinando a duras penas con ellas. Pero si hay algo en lo que estoy complemente claro es en que, a cualquier edad, debemos ser aprendices: tener la mente y los sentidos abiertos a todo lo que nos llega del universo. Ser como los niños, ya lo dijo Jesús. Suena fácil, pero no hay nada más difícil de hacer que dejar a un lado el ego, la pompa, la intelectualidad (y a veces el orgullo), y entregarnos a la corriente de la vida dispuestos a crecer, a empatizar con los otros, a corregir nuestros errores, a presentar disculpas por las pifias, a echar para atrás rumbos equivocados, a ser la voz de los que no la tienen, a solidarizarnos con las buenas causas, a cuidar el planeta, a empeñarnos cada día por ser mejores personas.

El ser aprendices nos quita de encima el pesado piano de cola (un fardo, ni más ni menos) de creernos superiores y más importantes que los otros, de querer tener siempre la razón, de pretender imponer la “verdad” (que es una quimera, ya lo dicen la ciencia y el devenir de la humanidad), de buscar imponernos sobre los demás, de cerrarnos frente a las evidencias que nos da la existencia solo porque contravienen nuestros pareceres y nuestras creencias (¡inamovibles!), de asumir que somos nosotros los que estamos en el lado correcto de la historia, de sentirnos moralmente superiores a los otros, de que nadie nos comprende, de que somos sufridos y desvalidos. Toda una larga cadena de: me las sé todas, nadie me supera, soy infalible, mi obra es mejor; la vida comienza y termina en nosotros. Una caterva de estupideces que nos empobrecen y nos hacen miserables, hasta convertirnos en personas intragables, tóxicas, pesadas, engreídas, pedantes, que nadie soporta y todos rehúyen. Seres llenos de medallas y trofeos, pero asqueados hasta el alma.

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