Un letraherido
Sí, he de confesarlo, soy un letraherido profundo, poseso de las letras, con un gran despecho porque aquí a Venezuela no llegan las novedades literarias, y las que llegan son a precios indecentes
En el segundo volumen del magnífico Diccionario de uso del español (Gredos, 2007) de María Moliner, que me obsequió de paquete el colega farmacéutico y amigo doctor Rafael Pulido, en la ocasión de mi ingreso a la Academia de Mérida, hallo el bello vocablo “letraherido”, no muy usual entre nosotros (me recuerda el título del bolero El malquerido, del gran cantante venezolano Felipe Pirela, que por cierto llega muy hondo en el despecho amoroso), que significa sin más: “persona aficionada a las letras o a la lectura”. Créanme que nunca había incluido el vocablo en alguno de los textos de mi ya larga carrera como escritor, pero que me retrata al pelo, para decirlo con un término coloquial.
Sí, he de confesarlo, soy un letraherido profundo, poseso de las letras, con un gran despecho porque aquí a Venezuela no llegan las novedades literarias, y las que llegan son a precios indecentes, que he preferido mil veces un buen libro a comprarme una prenda de vestir que necesitaba con urgencia. Cuando miro mi biblioteca me digo muy a lo interno y hasta con cargo en la conciencia: “caramba Ricardo, si así estuviera el guardarropa”. Un letraherido enfermo de literatura, que todo lo veo y lo vivo pensando en cómo llevarlo a la página en blanco, y que se transforme en literatura.
Un ser que ha hecho de las letras una manera de entender y de vivir la existencia y que a cambio ha recibido el gozo pleno de vivir en profundidad, de visitar otros mundos, de toparse con grandes personajes, de conocer de cerca estupendos episodios sentado en la butaca de su biblioteca mirando hacia la sierra nevada. Un ser subsumido en la palabra en todas sus variantes, que ha articulado casi todos los géneros, que ha errado y que ha acertado, que ha escrito estupendas páginas y otras no tan buenas, que ha conocido mucha gente como él y se han hecho cómplices y compinches, que ha erigido a la lectura y a la escritura como sus armas más temidas y reconocidas por muchos.
Un letraherido poseso del libro impreso, adscrito por decisión propia a la galaxia Gutenberg, que ha escrito su propia obra con disciplina y que ha ayudado a otros a recorrer sus caminos. Un hombre tímido que rompió sus esquemas por el poder de la palabra, y que marcha hacia adelante a pesar de las inmensas dificultadas halladas, que escudriña aquí y allá, que olfatea con ansias los libros, que es ratón de anaqueles de librerías y de bibliotecas, que anda como sabueso tras las huellas de los grandes, sin adosarse a sus improntas, sino que indaga en sus propias verdades y experiencias personales.
Un letraherido crítico e incisivo, que no se deja meter gato por liebre, que lee entre líneas y la letra chiquita, que toma notas en hojas aparte y no en las páginas de los libros, que no se conforma con lo que le dicen y que busca ir más allá de lo obvio, que analiza en profundidad, que es muchas veces obcecado ante lo que cree, que deja enfriar los textos antes de darle clic al envío, que revisa y reescribe su obra hasta la saciedad, que no se ciega frente a las pifias, pero que sabe rectificar y presentar disculpas, que se siente orgulloso por lo que ha alcanzado, aunque no satisfecho; que sabe decir adiós, pero no olvida.
Un letraherido vicioso de la palabra, que lee todo lo que consigue así sean los periódicos adosados en los vidrios, que cuida sus libros como a un tesoro, aunque sabe que algún días los dejará y tomarán otros destinos, que tiene varias ediciones de muchos títulos, que le cuesta desprenderse de sus cosas y de sus páginas, que halla deleite en la poesía y en la música, que ama los diccionarios y enciclopedias de papel y que jamás pudo tener a la Británica, que admira a un puñado de autores venezolanos y del mundo, que sabe de la mezquindad del mundo académico y literario porque la ha sufrido en su pellejo, que ama los libros breves, que llegó a leer a un ritmo de ocho libros semanales como si nada, que ha recogido libros tirados en la basura y que suele hablarles a solas a sus volúmenes, como si de grandes amigos se tratara.
Un letraherido que ama a Borges y a Monterroso, que le fascinan algunos de los libros de su tocayo argentino Piglia, que se acerca a la obra de Vargas Llosa con la admiración por un maestro, que perdió la inocencia y la noción de lo púdico frente al erotismo leyendo a Octavio Paz y al Marqués de Sade, que no se avergüenza al afirmar que le gustan las novelas de Agatha Christie, que detesta la poesía de Benedetti, que le parece a José Saramago un gran autor pero le apesta su comunismo, que admira a García Márquez mas no así su aquiescencia frente a los regímenes autoritarios como el de Cuba, que le parece excesiva la cantidad de libros que se editan en el mundo, que luce feo el divismo de muchos escritores quienes actúan como luminarias, pero sin que nada iluminen en su camino.
Un letraherido que solo piensa en función de obras literarias, que su mundo es la familia y la vastedad de la palabra escrita, que vive entre anaqueles, que duerme con libros, que se alimenta con libros en las manos, que se recupera de una fuerte virosis con altas dosis de páginas leídas, que sueña y dialoga con autores fallecidos, que se entristece al mirar libros de su biblioteca que sabe que jamás leerá, y otros que nunca releerá. Un letraherido que vive su pasión y sabe que no podrá curarse de ese mal.
rigilo99@gmail.com
www.ricardogilotaiza.blogspot.com
Sí, he de confesarlo, soy un letraherido profundo, poseso de las letras, con un gran despecho porque aquí a Venezuela no llegan las novedades literarias, y las que llegan son a precios indecentes, que he preferido mil veces un buen libro a comprarme una prenda de vestir que necesitaba con urgencia. Cuando miro mi biblioteca me digo muy a lo interno y hasta con cargo en la conciencia: “caramba Ricardo, si así estuviera el guardarropa”. Un letraherido enfermo de literatura, que todo lo veo y lo vivo pensando en cómo llevarlo a la página en blanco, y que se transforme en literatura.
Un ser que ha hecho de las letras una manera de entender y de vivir la existencia y que a cambio ha recibido el gozo pleno de vivir en profundidad, de visitar otros mundos, de toparse con grandes personajes, de conocer de cerca estupendos episodios sentado en la butaca de su biblioteca mirando hacia la sierra nevada. Un ser subsumido en la palabra en todas sus variantes, que ha articulado casi todos los géneros, que ha errado y que ha acertado, que ha escrito estupendas páginas y otras no tan buenas, que ha conocido mucha gente como él y se han hecho cómplices y compinches, que ha erigido a la lectura y a la escritura como sus armas más temidas y reconocidas por muchos.
Un letraherido poseso del libro impreso, adscrito por decisión propia a la galaxia Gutenberg, que ha escrito su propia obra con disciplina y que ha ayudado a otros a recorrer sus caminos. Un hombre tímido que rompió sus esquemas por el poder de la palabra, y que marcha hacia adelante a pesar de las inmensas dificultadas halladas, que escudriña aquí y allá, que olfatea con ansias los libros, que es ratón de anaqueles de librerías y de bibliotecas, que anda como sabueso tras las huellas de los grandes, sin adosarse a sus improntas, sino que indaga en sus propias verdades y experiencias personales.
Un letraherido crítico e incisivo, que no se deja meter gato por liebre, que lee entre líneas y la letra chiquita, que toma notas en hojas aparte y no en las páginas de los libros, que no se conforma con lo que le dicen y que busca ir más allá de lo obvio, que analiza en profundidad, que es muchas veces obcecado ante lo que cree, que deja enfriar los textos antes de darle clic al envío, que revisa y reescribe su obra hasta la saciedad, que no se ciega frente a las pifias, pero que sabe rectificar y presentar disculpas, que se siente orgulloso por lo que ha alcanzado, aunque no satisfecho; que sabe decir adiós, pero no olvida.
Un letraherido vicioso de la palabra, que lee todo lo que consigue así sean los periódicos adosados en los vidrios, que cuida sus libros como a un tesoro, aunque sabe que algún días los dejará y tomarán otros destinos, que tiene varias ediciones de muchos títulos, que le cuesta desprenderse de sus cosas y de sus páginas, que halla deleite en la poesía y en la música, que ama los diccionarios y enciclopedias de papel y que jamás pudo tener a la Británica, que admira a un puñado de autores venezolanos y del mundo, que sabe de la mezquindad del mundo académico y literario porque la ha sufrido en su pellejo, que ama los libros breves, que llegó a leer a un ritmo de ocho libros semanales como si nada, que ha recogido libros tirados en la basura y que suele hablarles a solas a sus volúmenes, como si de grandes amigos se tratara.
Un letraherido que ama a Borges y a Monterroso, que le fascinan algunos de los libros de su tocayo argentino Piglia, que se acerca a la obra de Vargas Llosa con la admiración por un maestro, que perdió la inocencia y la noción de lo púdico frente al erotismo leyendo a Octavio Paz y al Marqués de Sade, que no se avergüenza al afirmar que le gustan las novelas de Agatha Christie, que detesta la poesía de Benedetti, que le parece a José Saramago un gran autor pero le apesta su comunismo, que admira a García Márquez mas no así su aquiescencia frente a los regímenes autoritarios como el de Cuba, que le parece excesiva la cantidad de libros que se editan en el mundo, que luce feo el divismo de muchos escritores quienes actúan como luminarias, pero sin que nada iluminen en su camino.
Un letraherido que solo piensa en función de obras literarias, que su mundo es la familia y la vastedad de la palabra escrita, que vive entre anaqueles, que duerme con libros, que se alimenta con libros en las manos, que se recupera de una fuerte virosis con altas dosis de páginas leídas, que sueña y dialoga con autores fallecidos, que se entristece al mirar libros de su biblioteca que sabe que jamás leerá, y otros que nunca releerá. Un letraherido que vive su pasión y sabe que no podrá curarse de ese mal.
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